¡censura!, aparentemente preocupados y aún más indignados mientras sus voces de alarma son, como nunca, escuchadas a través de medios tradicionales y digitales. ¡Censura!, reclaman señalando el dedo hacia al Presidente a pocos metros suyos en una conferencia en la que diariamente periodistas, activistas y hasta uno que otro colado preguntan, sin guion de por medio, aquello que quieran plantear al jefe del Estado.
¡Censura!, lloran faltando a la memoria y respeto a quienes durante tanto tiempo sufrieron de una mordaza gubernamental que destrozó a medios, exilió familias y dejó huérfanos a hijos de periodistas, viudas a sus esposas, y desamparada a una sociedad cuyo derecho a estar bien informada fue violado sistemáticamente.
¡Censura!, acusan, pero al mismo tiempo quieren impedir las mañaneras.
Hace no tantos años esa rancia opinología ilustrada
que hoy grita ¡censura!
formaba parte de una estrategia de comunicación con la que el censor aparentaba libertad al permitir, hasta cierto nivel, la divulgación de críticas, pero a quien osase pasar la línea y dejar de recibirla se le cobraba muy caro el atrevimiento, incluso con la vida. A quienes fueron dóciles les fue muy bien, ahí están como muestra cartas de intelectuales a presidentes de la República en las que bajo la categoría de amigos
solicitaron mayor tiempo y dinero para llevar a cabo proyectos onerosos que ninguna utilidad tuvieron a la sociedad, pero que les hicieron embolsarse varios millones.
No todos los periodistas e intelectuales destacados durante el prianismo le entraron al esquema de complicidad a través del cual se manipularon las conciencias de los mexicanos, por supuesto, pero ellos, los que prefirieron la dignidad al chayote, no acusan hoy de una supuesta falta de libertad de expresión o censura, ni formaban parte del grupo de privilegiados con casas en Tepoztlán que se reunían en el barrio de San Ángel donde, mientras bebían Riojas seriados que acompañaban con patés y carnes frías importadas en platos de talavera de Puebla –porque aman a México–, competían entre sí para ver quién ostentaba el mayor grado académico en la universidad más prestigiada y, ya en confianza, tenía el linaje más antiguo y europeo.
Hoy, desde un privilegio añejo que está en riesgo, gritan ¡censura!
ante el cuestionamiento que se hace de sus análisis y afirmaciones, muchas equivocadas y hasta tendenciosas, y se dicen agredidos debido a la revelación de sus inexactitudes. ¿La forma?, tal vez cuestionable, sin duda, pero el fondo no, y como prueba a la mentira que profieren cada vez que gritan ¡censura!
está el que siguen publicando sus columnas y comentarios con toda libertad. Aun así, y porque se los hicieron creer, se sienten dueños de la verdad absoluta e inapelable, por ello ante cualquier cuestionamiento a lo que dicen –resultado de las mejores universidades y de ser la crema de la crema de la intelectualidad mexicana– responden frustrados ante el embate de la verdad de quienes consideran menores por no haber contado con sus mismos privilegios.
Así se construyó en muchos el significado –erróneo– de la intelectualidad, por ello el concepto de cultura también se alejó de las representaciones de significados para enfocarse exclusivamente en lo que se conoce como las bellas artes al alcance de unos pocos. Los conciertos en el palacio eran exclusivos para los bien vestidos que en el vestíbulo disfrutaban de un Cosmopolitan y con él brindaban en idioma extranjero con funcionarios encopetados que, entonces dueños del Palacio de Bellas Artes, del patrimonio artístico y cultural de México y de lo que entendían por cultura, tenían como colaboradores para gestionar difundir y promover las expresiones de los significados mexicanos a sus cuates que poco o nada entendían sobre cultura y México, pero sí de canapés.
No es de sorprendernos, entonces, que con la misma incoherencia con la que hoy gritan ¡censura!
y al mismo tiempo exigen detener las mañaneras, reclamen que Rosalía, La Motomami, ofrezca un concierto en el Zócalo capitalino a cuyos asistentes no se les cobrará boleto.
Esta expresión artística de enorme gusto popular no es cultura para la intelectualidad orgánica, así como tampoco lo fueron los sonideros que, también en la plancha del Zócalo, pusieron a bailar a miles al son de cumbias arrabaleras, andinas y texanas, y ello responde a la necesidad de un grupo social que se percibe como superior a los demás y pretende ubicarse por encima de ellos, de no tomar en cuenta las expresiones populares y preferir quedarse con, exclusivamente, las de los reyes y aristocracia sin importar qué tan decadentes y obsoletas sean. Por eso, de mi arte al suyo…