Si me he tomado la molestia de sentarme a reflexionar y luego parir las ideas aquí compartidas (sin interés alguno de lucrar con ellas) se debe a que, evidentemente, a algunas prestigiosas instituciones académicas locales y foráneas se les han secado los respectivos cerebros y han decidido dedicarse a otros, muy diversos y admirables menesteres de investigación y estudio que, sin duda, se convertirán en contribuciones inmarcesibles, indispensables y de referencia para los futuros anales de las indagaciones en materia de cultura musical.
Me refiero específicamente a la noticia reciente de que la muy ilustre Universidad de Castilla-La Mancha ha decidido dedicar una jornada académica de altísimo nivel para indagar a fondo sobre las repercusiones y trascendencia de un asunto que tiene al mundo entero en vilo: una espantosa canción que una cantante colombiana de segunda dedica, despechada, a un futbolista catalán defenestrado, y en cuya letra exhibe de modo diverso los líos de cama, celos, infidelidades, rencores y revanchas que dieron al traste con el ejemplar y redituable matrimonio que formaban. Supongo que en los gruesos tomos que surgirán de tan profundo afán de estudio, las especialistas de aquella universidad española no dejarán de considerar como elementos de importancia señera, por ejemplo, el hecho de que tanto la cantante como el futbolista son güeros, bonitos, ricos, famosos, mediáticos y, de manera muy especial, altamente rentables. Y sí, más rentables en la medida en que sigan arrojándose mutuamente todo el estiércol del que son capaces, desparramándolo y distribuyéndolo generosamente en todas las redes sociales conocidas y por conocer.
¡Ah!, ¿y la canción en cuestión? Se titula Sesión 53, y en ella la traicionada cantante cuenta con la colaboración de una especie de mediano productor y diyéi que se hace llamar Bizarrap. La rola es atrozmente aburrida, reiterativa, derivativa, idéntica a tantos otros millones de canciones del momento, con la infaltable reverencia al reguetón y una asombrosa escasez de ideas musicales, a pesar de que la intérprete afirma en el texto que yo sólo hago música
y, de paso, se compara con un Ferrari y un Rólex. ¡Que viva la autoestima medida en mercancías suntuarias! Así que ahora, además de la avasalladora presencia mediática de la pedestre canción (más de 500 millones de vistas, y todos los involucrados muriéndose de risa mientras van camino al banco), ahora vendrán los sesudos coloquios académicos a su respecto, y quizás un sabroso juicio legal, y tantas otras cosas que sin duda le llenarán el ojito (y los bolsillos) a medio mundo, en particular a los autonombrados periodistas de espectáculos
, quienes, sobre todo en nuestro ámbito, no son otra cosa sino una parvada de buitres carroñeros que se dedican (claro, con la complicidad abierta de los artistas
) a hurgar sin pudor entre las sábanas y la ropa interior de los famosos, para después lucrar con las secreciones que ahí encuentran y hacerse millonarios. No sé si estoy de acuerdo con el concepto del fin de la historia
que pregona Francis Fukuyama, pero sí temo que estamos al borde de un precipicio por el que se va a despeñar el discurso cultural.
Y, por favor, ya que de altos estudios se trata, avísenme ipso facto cuando queden oficialmente instalados el doctorado Bad Bunny y la cátedra Grupo Firme; es mi obligación profesional seguir preparándome.