A ese retrato implacable del sexenio de Zedillo, siguieron otras películas de calidad dispareja, Un mundo maravilloso (2006), El infierno (2010) y La dictadura perfecta (2014), señalamientos puntuales de los vicios y abusos siempre impunes que caracterizaron sucesivamente a los sexenios de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, luego de una fallida transición a la democracia en el año 2000 que sólo supo acentuar y naturalizar, como una fatalidad insuperable, la incapacidad del pueblo mexicano para dotarse de un sistema político moderno. Ocho años después de El infierno, macabra y esperpéntica crónica de la violencia adicional que generó la guerra emprendida desde el gobierno contra los carteles de la droga, quedaba pendiente el diagnóstico de Luis Estrada sobre la situación imperante en el país bajo el sexenio, todavía inconcluso, del presidente López Obrador.
A diferencia de La ley de Herodes, la gran polémica que debía generar la nueva cinta definitivamente no prendió o simplemente terminó en un cohete mojado, mientras que buena parte de la crítica le ha sido hasta hoy desfavorable y el éxito en taquilla inferior a lo que desmesuradamente se esperó con su lanzamiento en más de tres mil pantallas en el país. El problema no parece haber sido el guion de Jaime Sampietro, sin mayores sorpresas en su habitual recurso a volverse una vistosa pasarela de estereotipos y lugares comunes sobre la naturaleza del ser mexicano: resentido y corrupto, sentimental y resignado, poco agraciado y mal hablado; en definitiva, impresentable, sino la dispersión tan caprichosa de los blancos en la habitual crítica social de Luis Estrada. Con tantos flancos abiertos como ofrece una figura presidencial como la actual, tan protagónica como contravertida, por qué se contentó el director con señalar en ¡Que viva México! algo tan burdo como el cliché de un pueblo bueno y sabio muy fácil de corromper en su ignorancia, atribuyéndole de paso un insaciable apetito de codicia, o suponer, con ingenuidad sorprendente, que la polarización social apenas surgió en este sexenio, cuando figuraba subyacente en La dictadura perfecta, donde el título aludía a la eficacia de un sistema de gobierno especializado en fabricar la ilusión de una armonía social perfecta, mañosamente alejada de toda idea de polarización. El resultado de la deliberada indefinición política de Estrada es que su esfuerzo todo abarcador por transformar la crítica social en una ambiciosa farsa iconoclasta, ha dejado insatisfechos lo mismo a los antiobradoristas furibundos que esperaban ver en ella una embestida satírica contra un gobierno pretendidamente perpetuador de viejas impunidades y abusos, que a los propios defensores de la 4T que muy poco tendrán que objetar a una crítica tan descafeinada como la que ahora ofrece el otrora incómodo cineasta Luis Estrada. Queda una película insubstancial y llamativa, atenta al muy rentable morbo colectivo, y tributaria de fórmulas narrativas tan gastadas hoy como su malogrado intento de denuncia política.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.