Algunas obras de arte, aunque aplaudidas por muchos, funcionan como moneda envenenada

La tierra baldía el poema anticapitalista de T.S. Eliot

Evodio Escalante

 

Algunas obras de arte, aunque aplaudidas por muchos, funcionan como moneda envenenada. La famosa ecuación de Benjamin en la que afirma que todo documento de cultura es al mismo tiempo un testimonio de barbarie, requiere acaso una leve modificación, de modo tal que entendamos que éste casi siempre contiene en su interior ácidos corrosivos que podrían ser letales. Me parece que tal es el caso de La tierra baldía (1922), de T.S. Eliot, cuyo centenario acabamos de celebrar. Quiérase o no, el gran poema de Eliot se ubica dentro de la estela que originó Oswald Spengler cuando publicó su impactante libro La decadencia de Occidente (1918), en días en que los ataques de artillería de la primera guerra mundial apenas acababan de silenciarse. Como muchos jóvenes de esos tiempos, hayan participado o no en la guerra, Eliot atravesaba por una grave crisis emocional y pensaba que la cultura occidental, dominada por los valores mercantiles, había entrado en una fase de decadencia que acaso impedía cualquier forma de salvación.

Dividido en cinco partes, a las que añade una sección de “Notas” explicativas, el texto de Eliot se distingue por su radicalismo. Su poema está armado a la manera de un vertiginoso collage de voces, tramado con tal agudeza que resulta difícil para el lector distinguir a veces la voz maestra del autor de las de los diversos personajes que desfilan en
el poema, casi como si se tratara de una obra de teatro. El manejo del tiempo no es menos impresionante: Eliot construye un poema simultaneísta en el que todo parece estar sucediendo a la vez, y en el que los estratos míticos y la cruda realidad se entrelazan y complementan. Eliot alcanza en este punto una verdadera cosmovisión. De tal suerte, el mito del Rey Pescador, por lo demás estéril, que preside el poema, embona tanto con la personalidad del narrador como con la de esos seres desprovistos de aura que pululan dentro de las fronteras de la urbe contemporánea, dominada por el hastío.

Esa ciudad es Londres, por supuesto, pero quizás no se ha reparado lo suficiente en que dentro de la ciudad hay otra ciudad, que es como su cerebro y su sistema nervioso. Me refiero a the City, a la Square Mile, el distrito financiero que pasa por ser el más importante del mundo por las transacciones multimillonarias que ahí se realizan, y donde transcurre la propia existencia de Eliot, quien funge por ese entonces (de 1917 a 1925) como un empleado más del Lloyds Bank. Una mañana de invierno, al dirigirse hacia su trabajo, y al caminar sobre el Puente de Londres, la voz maestra del autor, aturdido por las multitudes que fluyen, parece identificar a un viejo conocido y lo llama a gritos. Pero ese personaje no es del siglo XX, pues habría peleado en la guerra de Milas, una de las contiendas púnicas que tuvo lugar hacia el año 260 antes de nuestra era. Por referencias dantescas de unos versos antes, uno sabe que el genio de Eliot ha logrado la hazaña de intersectar ahí, en el corazón de the City, uno de los círculos del Infierno de la Divina comedia. ¡Por este solo logro habría que celebrar su poema!

 

Contra la usura: un poeta en el distrito financiero

Eliot no esconde el disgusto que le produce trabajar en ese lugar, tan ajeno al sentido de la armonía y la belleza, en el que las ninfas han desaparecido como se desvanece el humo. Pero no sólo ellas, añade Eliot: “También sus amigos, los holgazanes herederos/ de los directores de la City, partieron sin dejar sus señas.”* Esta mención directa (que omiten todas las traducciones mexicanas, sea por impericia o por falta de entendimiento) impacta en la economía general del poema, cuyos dardos más poderosos van dirigidos no sólo contra este distrito financiero, sino contra el capital comercial y contra el principio de la usura que lo gobierna. El entusiasmo de Ezra Pound por La tierra baldía, cuyo mecanoscrito revisó y corrigió, suprimiendo largos pasajes que le parecieron ociosos, se debió no sólo a su calidad literaria, sino a la manera en que Eliot articula en él una denuncia de la usura, a la que hay que entender como la verdadera causa no sólo de la gran guerra que acaba de pasar, sino de todos los males de la civilización.

La usura no sólo altera la ecología del planeta, también afecta las relaciones humanas, y de algún modo resulta ser un impedimento para que la experiencia del amor fructifique y alcance un gradiente satisfactorio. La usura atenta contra la vida misma, se diría, y esto lo afirma el poema de Eliot al recurrir en tres diversas ocasiones a la figura emblemática del marinero fenicio que perdió la vida, y también los ojos, pero que tiene un par de perlas en las cuencas vacías que ellos habrían dejado. “Pon atención, ¡fíjate!”, interpela Eliot: “Esas perlas antes fueron sus ojos. ¡Mira!,” para remachar en otra sección del texto, más adelante: “Recuerda que/ esas perlas antes fueron sus ojos.” La figura del marinero fenicio resulta tan estratégica que Eliot le dedica a ella la penúltima sección de su texto, muy breve, es cierto, pero que sirve de antesala a la parte final de La tierra baldía.

Flebas el Fenicio acaba de morir –se indica en la sección IV del poema–, y ya olvidó el grito de las gaviotas, el estruendo del mar…. ¡y las ganancias y las pérdidas! Didáctico o aleccionador, Eliot concluye esta parte con versos que resultan significativos: “Gentil o judío/ ¡Oh! Tú que llevas el timón y miras a barlovento,/ ten presente a Flebas, como tú, antaño hermoso y esbelto.”

Enfrascado en sus cálculos mercantiles, el Marinero ha dejado escapar lo principal de la vida y esto mismo sucede, de cierto modo, con cuatro sucesivas parejas que comparecen en el texto. Aristócratas multilingües, cuyo mundo se acaba de cimbrar con la guerra, empleados del ejército o humildes servidores públicos y mecanógrafas, le sirven a Eliot para ilustrar el fracaso de las relaciones amorosas en un mundo donde lo que impera es la ley del valor.

 

El doble fracaso

Comienzo con la pareja de clase social privilegiada. Para entender las resonancias personales de este caso, me parece, hace falta recordar que el joven Eliot había sufrido, por la época en que escribía La tierra baldía, un colapso nervioso que condujo a que se internara en un hospital en Lausana, Suiza. Eliot, un crítico brillante, había concebido ya para entonces su idea de la “impersonalidad poética”, que prohíbe exhibir las emociones del ego e incurrir en los desplantes de los que usa y abusa la poesía confesional. De aquí la “objetividad” con que el autor refiere el episodio. Se ha dado ya, esto está implícito, un escarceo amoroso entre éste y lo que el texto llama la muchacha de los jacintos, aunque algo falla en el momento clave: “–Pero al regresar, ya tarde, del jardín de los jacintos,/ tú con los brazos llenos y el cabello mojado,/ no pude hablar y los ojos me fallaron, no estaba/ ni vivo ni muerto, y no sabía nada,/ buscando en el corazón de la luz. El silencio./ Oed’ und leer das Meer. [Cita de Wagner: El mar (estaba) desolado y vacío].” En consonancia, los fusibles se queman y la relación queda en el limbo.

La segunda pareja está formada por Lil y por Albert, que se alistó en el ejército pero está a punto de regresar. La amiga de Lil le reprocha que no se haya arreglado la dentadura, pese
a que su marido le anticipó una cantidad para ello. Después de cuatro años movilizado, querrá pasarla bien contigo, señala la amiga. Pero este dinero la mujer lo ha gastado en sucesivos abortos que, para colmo, la tienen mal de salud y afectan su semblante. No hace falta mencionar el “floreteo” corrosivo con que se da el diálogo de las amigas. Eliot es un maestro de lo sórdido, y de lo ominoso, y en estos pasajes alcanza uno de sus momentos cumbre.

La tercera pareja incluye a una mecanógrafa y a su amigo, un empleado altanero y prepotente que se conduce como si fuera un millonario de Bradford. Después de cenar, el galán empieza el asalto, acaricia a la joven y ella, indolente, lo deja hacer. En un tris el episodio acaba y el joven pretencioso también desaparece. El amor brilla por su ausencia, lo que hay aquí es sexo rápido. Víctor Manuel Mendiola sostiene que el poema de Eliot es “una metafísica de las costumbres de la sexualidad moderna: en vez de la posesión –sanguínea, originaria y mitológica– por locura o por rapto o por metamorfosis, el sexo por cinismo o por indiferencia.” No le falta razón. Pero tan importante como la escena de la cópula es el testigo de la misma, el viejo bisexual Tiresias, con ginecomastia, como lo muestran sus arrugados pechos de mujer, rastro de otra época en que su sexo fue el femenino.

Todavía hay una cuarta escena en la misma tónica. Se trata de una muchacha típicamente londinense: “Highbury me dio el ser, Richmond y Kew/ me lo quitaron. Por Richmond alcé las rodillas/ boca arriba en el suelo de una estrecha canoa.” Trato de encontrar un equivalente que nos sea familiar: Indios Verdes me dio el ser, Villa Coapa y Xochimilco me lo quitaron… (ya se sabe lo que puede pasar en una “trajinera”).

La historia no termina bien, y Eliot se engolosina con los detalles: “Mis pies están en Moorgate, y mi corazón/ bajo mis pies. Tras lo sucedido/ él lloró. Prometió ‘empezar de nuevo’./ Yo no dije nada. ¿De qué me iba a quejar?”

La lección parece más que obvia: fracasa el amor porque igual fracasa la civilización de Occidente, incluyendo su tabla de valores y la base de cristianismo convencional que le insufla aliento. Este pesimismo desesperado muestra sus cartas en muchas secciones del poema, que no rehuyen un áspero “feísmo”. A la demandante pregunta de una mujer obsesiva, acaso histérica, que exige saber qué demonios piensa su interlocutor, una voz masculina responde después de lo que uno imagina que es una larga pausa: “Pienso que estamos en el callejón de las ratas/ donde los muertos perdieron sus huesos.” He aquí, sin más, en dos versos, la filosofía del poema.

 

La bruma de la desesperación

¿Eliot pinta, entonces, negro sobre negro, sin permitir respiro? Yo diría que esto es válido para las cuatro primeras secciones del poema. La quinta y última parte nos enfrentan a una paradoja, pues, por un lado, 1) acentúa los tonos de la desesperación nihilista que ya conocemos, de modo que una ola destructiva termina con las grandes capitales del mundo, incluyendo Londres y la City, y además, por supuesto, el Puente de Londres, que permite el acceso a esta última; y, por el otro, 2) recurre a un encubrimiento no-Occidental, la filosofía hindú, para brindar una posible salida a la decadencia, que en el fondo no es sino pensamiento cristiano disimulado.

Eliot, por supuesto, no es ni marxista ni anarquista, ni nada que se les asemeje; su temple anímico desesperado de ese entonces le otorga a su poema matices francamente anárquicos. “El príncipe de Aquitania de la torre abolida”, de Nerval, se convierte en Eliot en realidad objetiva y universal: por eso todas las torres del mundo acaban desmoronándose. No invento nada. Me limito a leer el texto: “(…) qué ciudad es aquella sobre las montañas/ resquebrajándose, rehaciéndose, estallando en el aire violeta/ torres que se derrumban/ Jerusalén Atenas Alejandría/ Viena Londres/ Irreales.”

Los grandes centros culturales y del poder del mundo caen hechos trizas. ¿Y qué hace el Rey Pescador, mientras tanto? Trata de pescar en río revuelto, como diríamos nosotros. Así lo atestiguan los últimos diez versos de La tierra baldía, que nos dejan leer: “A la orilla me senté/ a pescar a espaldas de la árida llanura/ ¿pondré al menos mis tierras en orden?/ El Puente de Londres se cae se cae se cae…/ Con estos fragmentos apuntalé mis ruinas.”

Esta quinta sección del poema, titulada “Lo que dijo el trueno” alude, como informan los comentaristas, a la parábola del trueno que aparece en el Brihadaranyaka Upanishad (Eliot había estudiado sánscrito y pali cuando fue a la universidad en Estados Unidos). Son tres sus palabras: “Datta”, “Dayadhvam” y “Damyata”, a lo que hay que añadir el famoso “Shanti shanti shanti” que corona con una paz celestial el final del poema.

¿Quiere decir que Eliot renunció al cristianismo, y que ha cambiado de religión? No, de ninguna manera, porque aunque todo indica que su autor deserta de la civilización de Occidente y que opta, al fin, por el pensamiento de India… de principio a fin, detrás de estos ideologemas hindúes, en la medida en que sepamos escuchar, siguen resonando las enseñanzas del pensamiento cristiano entendido como algo vivo y no como algo que pertenece al hábito o a la convención. De hecho, aunque hay alusiones a pasajes de la Torá y de los Evangelios a lo largo y lo ancho de La tierra baldía, todo indica que la sección más impregnada de referencias bíblicas se ubica, por extraño que parezca, en “Lo que dijo el trueno”.

En efecto, el arranque mismo de esta sección evoca, de modo inequívoco, el padecer de Cristo en el Monte de los Olivos, justo el momento en que acuden a capturarlo: “Tras la antorcha roja en rostros sudorosos/ tras la escarcha muda en los jardines/ tras la agonía en lugares pedregosos…” Las siguientes dos estrofas (vv. 331 a 359), el pasaje preferido de Eliot, son una paráfrasis del llamado “Cántico de Moisés” con que culmina el Deuteronomio con su extraordinaria equiparación entre Dios y la Roca: “Aquí no hay agua sino roca solamente/ roca y no agua y un camino de arena/ […] en la roca uno no puede pararse ni pensar.” La siguiente estrofa lleva de nuevo el sello crístico (vv. 360-366), pues alude a la figura de Cristo resucitado, a quien vemos coincidir con un par de caminantes en el camino a Emaús.

Continúan referencias a una capilla y al Santo Grial. De súbito, prodigios de la técnica del collage, lo que sigue –sin solución de continuidad– es el disfraz del pensamiento hindú. Me concentro en dos rápidos ejemplos que resultan imprescindibles, porque en ellos se resume la propuesta positiva que puede hacer Eliot en medio de la bruma de su desesperación. La primera es esencial, pues, a mi modo de ver, indica una invitación audaz pero factible. Dentro del caos del nihilismo surge una luz, e incluso, lo puedo decir así, una tesis: “DA / Datta: ¿qué hemos dado?/ Amigo mío, sangre sacudiendo mi corazón,/ la terrible osadía de un momento de entrega/ que un siglo de prudencia jamás podrá revocar/ por esto, y sólo por esto, hemos existido.” Surgió, por fin, porque tenía que surgir, el hilo existencialista que parecía ausente. Hay que tomar una decisión, hay que resolverse, como enseñaría Heidegger, o bien, hay que entregarse, soltarse, dejarse llevar. Sólo por esto existimos, lo demás es palabrería. Debajo del ropaje hindú, ¿qué puede discernirse? Ni más ni menos, la recomendación que hace Jesús al joven rico que se acerca a él en busca de consejo, pero que será en esencia la misma que hará a quien intente ser su discípulo, tal y como se lee un poco antes en Marcos 8: 34: “Niéguese a sí mismo […] y sígame.” No hay más.

El final de La tierra baldía parece por completo impregnado de filosofía hinduísta; primero resume cosas antedichas y luego concluye con una misma palabra que se repite tres veces, a la manera de un mantraDatta, Dayadhvam, Damyata./ Shanti shanti shanti. ¡Ya estamos en el cielo! ¡No importa que no entendamos nada! Lo curioso es que el mismo Eliot, en las “Notas” que acompañan la edición de su texto, muy quitado de la pena nos resuelve el enigma cuando indica que esta fórmula de los Upanishad acepta una traducción: “La paz que supera nuestro entendimiento”, que no es sino una frase de Pablo en su carta a los Filipenses.

 

*La tierra baldía, T.S. Eliot. Traducción de José Luis Palomares. Madrid, Cátedra, 2016 Todas las citas del poema están tomadas de aquí, aunque en algunos casos me permito leves retoques.

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