La otra escena
Miguel Ángel Quemain
Las criadas (1947), de Jean Genet, bajo la dirección de Víctor Carpinteiro, es un alegato sobre la dominación de una clase social poderosa sobre otra, con plena conciencia de lo que significa la aplanadora de ese poder que infantiliza, traviste y feminiza para garantizar la sumisión del humillado que sólo puede mirar hacia arriba, de rodillas y ofendido.
Pero lo antedicho sólo refiere una parte del trabajo minucioso y sólido en la dirección de Carpinteiro, que hace flotar en tacones a esas criaturas travestidas en una anulación de la diferenciación de los sexos: inútil distinción, pues lo que cuenta es la transformación de esas criaturas escénicas a quienes Carpinteiro les ha exigido un esfuerzo actoralatlético en todos los sentidos. Ha colocado sus voces sobre una armonía coral que las enlaza, en ese cuerpo fuerte, marcado, que da la impresión de poder representar la obra cinco horas más de lo acordado. Travestismo también de la palabra, en una práctica escénica que transforma el desprecio en un gesto inmortal que llega hasta hoy con esa fuerza de representar personajes sexuados, pero no en la heteronorma castradora en la que uno se pregunta sobre el destino de los genitales si alguien se atreve a frenarlos con violencia.
La actualización de la obra en su literalidad consiste en una exhibición de las atrocidades de los más poderosos frente a los débiles, regodeados con su fragilidad y su impotencia para cambiar el orden de las cosas. Refiere el director esta voluntad del sujeto de entregarse a la humillación frente a un espectador abatido y pusilánime que se queda de brazos cruzados: ¿hasta cuándo?
Los actores Iván Duarte, Alan Blasco (las criadas) y Murias Reynoso (la señora) poseen una energía asombrosa, son jóvenes y poderosas marionetas articuladas por un demiurgo que sabe hasta dónde apretarlas para sorprenderse con la ficción precisa de su dolor influyente y húmedo, de sus cuerpos que transpiran frente a nosotros, crispados, mezcla de piel y tela.
Carpinteiro tiene la trayectoria y el pasado requeridos para enfrentarse a una obra que reclama la corporalidad, el hallazgo del personaje, pero por otro lado también convoca esa mixtura entre el movimiento escénico y la coreografía que exigen esos cuerpos a un tris de ponerse a bailar, pero sin el aliento de una parodia ni de la farsa, con todo y que la obra traza algunos rasgos fársicos.
Después de una concentrada dirección en montajes anteriores sobre la potente anatomía emocional y física de Ángeles Marín, no deja de asombrar un trabajo sobre el cuerpo masculino que se somete a la femineidad que sugieren las telas y los accesorios al servicio de esa violencia a la cual Genet puso nombre de mujeres, aunque sugirió que en la puesta (¿un aliento isabelino?) la interpretaran actores.
Hay una serie de lecturas de esta obra que pesan sobre nuestra cultura. Una buena parte de la crítica literaria y la filosofía francesa se han volcado al entendimiento de Las criadas, una obra incómoda de un autor incómodo. Sin embargo, Carpinteiro la coloca en la música de fondo de los derechos humanos, en el desvelamiento del sadismo y la crueldad, como expresiones de una subjetividad compartida cuando se vive al margen y contra la vida misma.
El espacio escénico del Círculo Teatral, revivido y bendecido por los dioses del teatro que han nutrido de un público ávido y fiel que no dejará caer ese territorio de nobleza y generosidad artística, es preciso para que sobre su madera suenen esos cuerpos y sus accesorios, telas, zapatos, tacones, puños; que se deslicen por ese escenario ahora enorme, esas Criadas, para que se vistan y desvistan con violencia a espaldas de su Ama, con ropa ajena.
Todavía queda todo abril para poder disfrutar este trabajo, que sin dificultad se puede ver más de una vez porque ese nudo Borromeo de los actores no permite que nos quedemos con una sola versión de lo sucedido.