Librado García, conocido como Smarth.

Artes visuales

Germaine Gómez Haro

El ojo aguzado de Carlos Monsiváis detectó en un mercadillo una serie de fotografías de desnudos masculinos que atraparon su atención.

Sin advertirlo, estaba valorando la sofisticación de un artista desconocido que aún hoy no ha gozado del reconocimiento que su finísimo trabajo merece:

Librado García, conocido como Smarth. David Torrez ha sido un acucioso investigador y promotor de la obra de Smarth desde que también él lo descubrió en un puesto de la Plaza del Ángel. En 2016 organizó la primera exposición de este autor en la galería Patricia Conde y actualmente presenta en el Museo del Estanquillo su primera retrospectiva bajo el título Eterno resplandor. Así como su obra asombra por su exquisita calidad estética, su vida es todo un enigma. Unos cuantos datos componen su biografía hasta hoy: nació en 1892 en la Hacienda de la Cuesta, Nayarit; en 1910 estableció su estudio en Guadalajara donde desarrolló una importante trayectoria como retratista de niños, damas de la sociedad y personalidades del mundo de la política y la cultura como Jesús Reyes Ferreira, Luis Barragán, Roberto Montenegro, Carlos Orozco Romero y Elías Nandino, entre muchos otros. A finales de la década abrió su estudio en Madero 66 en Ciudad de México y continuó trabajando simultáneamente en ambas sedes; además del retrato, explora otras temáticas que lo llevan a incursionar en experimentaciones creativas de aliento plenamente vanguardista. Se sabe que entre 1923 y 1925 fue profesor de fotografía en la Escuela Industrial Federal de Guadalajara; en 1931 se publicaron sus últimas fotografías conocidas y a partir de entonces literalmente desaparece del mapa.

Una sección de la muestra está dedicada a sus estampas nacionalistas que nos hacen pensar en las miradas de Gabriel Figueroa o el Emilio el Indio Fernández y toda la tradición de la época de oro del cine mexicano, aquí desplegadas avant la lettre. A partir de juegos lumínicos que crean un marcado geometrismo en los fondos de sus retratos, o bien el uso de sutiles esfumados que desvanecen las luces y las sombras en efectos claramente pictorialistas que evocan cielos y nubes, sus composiciones son de una modernidad inédita para la época en nuestro país. En sus diferentes exploraciones técnicas y formales se palpan ecos de estilos tan diversos como el art nouveau, el orientalismo y el tenebrismo de los pintores españoles del siglo XIX, e inclusive un guiño al expresionismo alemán en una de sus piezas más enigmáticas –Juego de sombras, 1929– que asocio a las imágenes de Murnau en su película Nosferatu. Llama la atención el retrato de Mina Gorozave (ca. 1920) que tiene franco parentesco con la icónica pieza de Álvarez Bravo La buena fama durmiendo que data de 1938-1939. ¿La habrá visto don Manuel? Un hecho crucial que apunta Torrez en cuanto al rescate del trabajo de Smarth es que no se conocen sus negativos, pero sí las impresiones hechas por el propio artista.

Hay ludismo y humor en las escenas de damas de la sociedad ataviadas con ropajes exóticos muy afines al gusto orientalista de la época. Desde mi punto de vista, el núcleo de la muestra es la serie de desnudos masculinos que se puede considerar pionera en el género en nuestro país. Los cuerpos espigados y estilizados de los modelos, identificados como integrantes del círculo de amigos de Chucho Reyes, semejan esculturas de mármol y bronce inmortalizados en poses elegantes y seductoras que revelan una sofisticación sin precedentes.

Al contemplar las más de cien pequeñas obras maestras que integran esta exhibición, entiendo por qué Smarth colocó la siguiente cita de Johann Wolfgang von Goethe a la entrada de su estudio: “El supremo problema de todo arte es producir, por medio de apariencias, la ilusión de una realidad más sublime.” El arte de Smarth –enigmático, exquisito, a un tiempo inquietante y poético– se acerca a lo que podemos percibir como sublime.

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