Eduardo Llerenas, un insólito explorador musical
- Conozco al pescador mero
también conozco al salmón
ese no cae con anzuelo
solamente con arpón.
Son “La petenera”, versión de los Cantores de la Huasteca.
El pasado 7 se septiembre falleció Eduardo Llerenas (1945-2022), quien abandonó su profesión de bioquímico para convertirse en una figura fundamental para la música tradicional mexicana.
A mi juicio, su labor está a la par de la que realizaron Henrietta Yurchenco o Thomas Stanford, quienes desde la academia hicieron contribuciones fundamentales para la etnomusicología en México, principalmente para visibilizar la música indígena de nuestro país y entender su rol social.
La singularidad de Llerenas fue que rompió con la tradición de que las grabaciones de campo debían realizarse únicamente a través de instituciones académicas para estudios de dicha índole. Aunque estaba al tanto de los escritos académicos, que a veces le funcionaban como brújula para recorrer el mundo vastísimo de la música tradicional, lo movía el gusto por la música, antes que nada. Estaba lejos de la academia, pero cerca de la experiencia musical. Y, sobre todo, buscaba compartir sus hallazgos con un público más allá de los círculos académicos.
Uno de los primeros grandes resultados de esa pasión vino en 1985, con la monumental Antología del son de México, compuesta por tres discos con grabaciones de campo realizadas por Eduardo Llerenas, Enrique Ramírez de Arellano y Baruj “Beno” Lieberman. El álbum en realidad era una suerte de actualización y selección de una antología séxtuple lanzada en 1981, que fue una edición limitada del Fonart. Hace varios años, cuando adquirí la reedición de 2002 de la antología triple, caí en cuenta de que aquel álbum había rondado la casa de mi infancia. Ese habría sido el primero de muchos encuentros directos e indirectos que tuve con Llerenas.
La antología llegó a los oídos de una exploradora musical inglesa que visitaba México en 1991 para realizar una investigación y escribir sobre las músicas locales. Tras escuchar el álbum le pareció imprescindible entrevistar a Eduardo Llerenas. Se trataba de Mary Farquharson, quien ya había fundado en 1986 la disquera independiente World Circuit, con el propósito de difundir y promover la música tradicional no occidental. Ella había participado en la célebre reunión que se llevó a cabo en 1985 en la taberna Empress of Russia del barrio de Islington en Londres, donde se definió el rumbo comercial en Occidente para buena parte de las músicas del planeta. En ella se adoptó el polémico término “world music” para etiquetar dicha música en los anaqueles de las tiendas de discos.
Ese encuentro contribuiría a transformar la historia de la música tradicional en México. En 1992, Farquharson y Llerenas fundarían Discos CoraSon, emblemática disquera del folclor mexicano y global, así como promotora de conciertos, eventos y discusiones sobre las músicas del mundo. Discos CoraSon sería la plataforma para difundir buena parte de las grabaciones que Llerenas había realizado y siguió realizando por treinta años más.
Mi primer contacto deliberado con el universo de exploración musical de Llerenas y Farquharson se dio, como el de buena parte de mi generación, en 1997. Mi fervor por la música apenas había iniciado y trabajaba como vendedor de discos en Tower Records. Un viernes de septiembre, cuando llegué de la escuela para iniciar mi jornada laboral, la música que sonaba en la tienda me paralizó. Escuchaba unas guitarras acústicas que me remitían a algunas piezas de la música popular mexicana, pero con un timbre distinto. Me dirigí a la caja para saber qué estábamos escuchando: era Buena Vista Social Club, recién salido del horno, editado por World Circuit y Discos CoraSon.
Sobre el fenómeno y revuelo que causó dicho álbum ya se ha escrito mucho, pero la anécdota revela una faceta más del enorme trabajo de Llerenas: que su labor musical llegara a oídos de un adolescente a través del Buena Vista Social Club fue resultado de su dedicada labor de difusión y distribución.
Esto último se conecta con el día en que lo conocí en persona: apenas cumplía mi primera semana como reportero en el diario Reforma y ya estaba en su oficina-hogar de la Colonia Miravalle. El motivo era que su producción del disco Kassi Kasse de Kasse Mady Diabaté estaba nominada al Grammy de 2004. Me platicó de los retos de la grabación, que se realizó en un cuarto de paredes de adobe y techo de lámina, a 42 grados centígrados, a las afueras de Bamako. Como el lugar no contaba con luz eléctrica, habían recurrido a baterías de auto para alimentar los equipos de grabación.
Fue el primero de varios encuentros periodísticos con Llerenas y Farquharson, ya fuera para llevar a la cantante Omara Portuondo a Garibaldi, presenciar algún showcase en la colonia Miravalle o, en una entrevista más reciente, hablar con él sobre la evolución tecnológica en las grabaciones de campo. Llerenas era un extraordinario explorador musical con gran sensibilidad para hallar tesoros ocultos, como cuando visitó Haití en 1983 junto con Lieberman y Ramírez de Arellano. Una vez ahí tuvieron que escapar de las recomendaciones oficiales del Ministerio de Cultura para hallar en el barrio Carrefour de Puerto Príncipe la música que realmente valía la pena grabar, y que sería editada en Haïtí chérie: Méringue (1989).
Con su calidez natural, Eduardo Llerenas entabló relaciones de amistad muy sólidas con los músicos que grabó; un sinnúmero de ellos pasó por el hogar de CoraSon, ofreciendo recitales íntimos antes de sus presentaciones en grandes foros o festivales. Esa era otra vena: no solo buscaba compartir la música en las grabaciones, sino la experiencia en concierto. Consciente de que la tradición es algo vivo que se transforma, en muchos casos buscaba propiciar su evolución. Por estar fuera de la academia y libre de sus correas, era un participante muy activo, no solo un escucha pasivo.
Esto se vincula a otra serie de encuentros, de tipo musical, que tuve con él y Farquharson. Ellos detectaron que, tras un par de conciertos de la banda rumana Taraf de Haïdouks que organizaron en México, habían surgido varias bandas locales que retomaban los sonidos del Este de Europa para fusionarlos con ska, jazz, rock y diversos géneros mexicanos. Así, en 2012 CoraSon organizó el Primer Festival Balkan de México. Mi banda, La Internacional Sonora Balkanera, fue parte del cartel: recuerdo que, a iniciativa de Llerenas y Farquharson, todos los grupos subimos al escenario para presentar como gran final una versión de “La Llorona” junto con Vinko Stefanov, acordeonista de la Kocani Orkestar e invitado estelar de la noche.
Tiempo después, a propósito del vigésimo aniversario de CoraSon, me invitaron a participar en una mesa redonda sobre la “world music”. Por coincidencia, en la feria del libro donde se llevaba a cabo la mesa de discusión también participaría mi banda, al tiempo que CoraSon había llevado al Trío Chicamole, uno más de sus descubrimientos, emanado de otra extraordinaria compilación: El gusto: 40 años de son huasteco (2011). De nuevo a iniciativa de Llerenas, ambos grupos nos reunimos para improvisar unos sones huastecos con toque balcánico-mexicano. La experiencia fue muy grata y decidimos que algún día grabaríamos algo, lo cual se hizo realidad en 2016. Fue una colaboración entre dos maneras opuestas de interpretar la música: una, urbana, asentada en sampleos y secuencias rítmicas cuadradas; y otra rural, libre de aquellas amarras.
Es momento de juntar las piezas del rompecabezas que fue Eduardo Llerenas: primero está esa pasión por explorar y grabar la música en el contexto donde surge, que abarcó desde aquellos sones en los años 70 y 80 hasta su paso por Haití, Cuba y Mali, incluyendo uno de sus últimos grandes descubrimientos, Las Hermanas García, originarias de Guerrero. En segundo lugar, su afán de llevarla a un público mayor, mediante discos y conciertos. En tercer lugar, está su vocación de provocar encuentros y colisiones, contribuyendo así a la evolución de las tradiciones musicales.
Como pieza final hay otro aspecto, que quizá tenía que ver con ese bioquímico en ciernes transportado al mundo social: le daba gran importancia a conocer y describir el contexto de las grabaciones. Sus experiencias y conocimiento quedaron asentados en cientos de páginas de notas que acompañan los discos que editó, así como en su columna El vocho blanco, que hacía alusión al vehículo con el cual recorrió toda la República realizando grabaciones históricas, algunas de las cuales ahora forman parte del acervo de la Fonoteca Nacional de México. Desde luego, sus textos escapaban de las formalidades académicas que, en algunos casos, lejos de dar rigor a una investigación, pueden limitar su alcance. Curiosamente, tanto los escritos como las grabaciones de Llerenas ahora son referencias obligadas para los musicólogos que estudian las regiones por las cuales pasó con su equipo de grabación.
Eduardo Llerenas deja un enorme legado, no únicamente en las grabaciones que editó en álbumes comerciales, sino también en los miles de horas registradas en cintas y discos duros, incluyendo las grabaciones completas que realizó entre 1971 y 1983 junto a Lieberman y Ramírez de Arellano, que están resguardadas en la Fonoteca Nacional y son parte de la Memoria del Mundo de la UNESCO.
Hay algo aún más importante, que lo ubica a la par de las grandes figuras de la etnomusicología en México: recobró géneros casi perdidos y dio voz a artistas fuera de serie que de otra manera jamás habrían salido a la luz. Sobre todo, su trabajo conectó comunidades, creando un público ávido de esa música tradicional viva. Él creó y asentó una escuela de investigación y grabación de campo que no se rige por pautas académicas. Desde su trinchera, contribuyó a cambiar la percepción que tenía este país de sí mismo: hay vida musical más allá del mariachi, la banda o la cumbia.
Su alma habrá dejado su cuerpo, pero está presente en sus grabaciones históricas, e ilumina a quienes las escuchamos.