Michel de Certeau [1925-1986]
por Teoría de la historia
Michel-Jean-Emmanuel de la Barge de Certeau (tan largo fue su nombre completo), nació el 17 de mayo de 1925, en Chambéry (Saboya, Francia), siendo el primero de cuatro hermanos. Su padre Hubert era ingeniero y provenía de una familia de la antigua nobleza de la Casa de Saboya, y su madre Antoinette, huérfana desde niña, tenía un único hermano que era monje benedictino. Después de terminar sus estudios secundarios (con una buena formación en filosofía, griego, latín y alemán), estudió en diversas universidades, siguiendo la tradición medieval de la academia de la peregrinatio, cuando los estudiantes viajaban de ciudad en ciudad, en busca de grandes maestros. En verano volvía a su país natal, y con los hijos del granjero que arrendaba la propiedad de la familia, realizaba las tareas de la granja y gozaba con ellos de los juegos al aire libre (dejando de lado su «estatus» de nobleza). Michel guardará siempre un recuerdo profundo de la vieja casa de la familia, del campo, del paisaje montañoso, y de los días felices y llenos de aventuras de su niñez. En medio del silencio de las montañas de los Alpes, en sus años de adolescencia, sentirá la atracción por la vida monástica de los cartujos. Después de los años oscuros de la Segunda Guerra Mundial, que habían privado a su generación de la libertad juvenil, sintió la necesidad de «un poco de aire fresco, lejos del entorno provincial». Con largos recorridos solitarios en su bicicleta, visitó toda Francia, leyendo, anotando, meditando mucho. A partir de ese tiempo entusiasta, él aprendió una manera de entrenar su mente y su cuerpo, para aprovechar al máximo el tiempo y la energía. Conocía la fragilidad general de la condición humana, aunque él estaría en condiciones físicas muy buenas hasta pocos meses antes de su muerte (en 1986) cuando repentinamente le diagnosticaron cáncer. Hasta entonces, demostró una resistencia excepcional para las largas horas de trabajo, de día y de noche. Pero él encontraría siempre el tiempo para dar la bienvenida a sus visitantes, para escuchar sus preguntas, leer sus escritos, como si fueran mensajeros que él había estado esperando. El «otro» era siempre alguien importante para él. Uno de los títulos de sus libros, «Nunca sin el Otro», ha dado el nombre a esta sección de Umbrales, que hoy recoge su memoria. Él había adquirido hábitos frugales para comer, beber y dormir, inspirándose en los dichos y sabiduría de los padres del desierto. Vivió esta frugalidad, adaptándola a todas las situaciones de una manera elegante, sin la necesidad de un discurso moralizador ni de una negación retórica de la vida física. Su ascetismo era una cuestión personal, y a quienes le preguntaban sobre su forma de vida, él contestaba con su sonrisa mística: «bueno, no es un asunto de campeonato». Fue profesor de Filosofía y Letras en las universidades de Grenoble, Lyon y París. A los 25 años ingresa en la Compañía de Jesús, ordenándose sacerdote en 1956. Se doctoró en ciencias de las religiones en la Sorbona de París (1960). Sus primeros trabajos giran en torno a la historia de la Compañía de Jesús y a la mística renacentista. Fue director de la revista Christus. Influenciado por las corrientes psicoanalíticas de Freud, fue con Lacan uno de los fundadores de la Escuela Freudiana de París, enseñando también en las universidades de Ginebra (Suiza) y de San Diego (Estados Unidos). Visitó y dio muchas conferencias en América Latina, a la que descubrió en 1967, a través de las redes de las universidades jesuitas. Tuvo una predilección especial por Brasil y los brasileños, elogiando la habilidad y la creatividad de la «fabricación pobre» que la gente hacía en la calle. También tuvo muchos amigos entre los Jesuitas, que en el Chile de Allende, estaban comprometidos con la realidad social y política. En su encuentro con América Latina, se refirió a un problema dominante de su pensamiento: ¿cómo pueden las comunidades sociales lograr asociar a individuos que están en conflicto, cómo se puede lograr una «unión aceptable» entre las personas y los grupos separados por sus «diferencias»? Su proyección pública se acentuó notablemente después de apoyar la revolución estudiantil parisina de mayo de 1968. Certeau estaba fuertemente comprometido por el tema de la «toma de la palabra». Una expresión suya que decía: «En mayo del 68 tomamos la palabra, así como en 1789 tomamos la Bastilla», llegó a ser un lema en aquellos días. En esta revolución estudiantil, él invitó a repensar en formas no violentas de negociación, con el graffiti emblemático que reproducía su pensamiento innovador: «Seamos realistas, pidamos lo imposible». De repente, se hizo famoso: le pidieron dar conferencias en muchas ciudades, participar en programas de radio, en comités especiales, dar sugerencias para una reforma rápida del sistema universitario… En esos días, entró así en el combate público, para siempre. Comenzó a conectarse con muchos entornos sociales y a incorporar nuevas redes intelectuales. Fue entrevistado a menudo en periódicos y en radios volviéndose un intelectual conocido en la escena francesa. Éstos fueron sus años más creativos, en los que pudo hacer relucir en sus escritos la amplitud de sus lecturas, la exactitud de su análisis, la brillantez de su estilo, sus conocimientos críticos de gran alcance. A partir de 1970 publicará un libro tras otro. Su obra combina la historia, la sociología, la economía, la literatura y la crítica literaria, la filosofía, la religión y la antropología. Con el libro La invención de lo cotidiano (1980), marca un hito en los estudios sobre la cultura del «ciudadano común». Es el espacio urbano, en el que se tejen las estrategias de las instituciones. En la ciudad se crean los núcleos de poder que tejen el mapa relacional de influencias e intereses, que condicionan las vidas individuales. Los medios de comunicación masivos, aparecen como expresión de las estrategias de colonización y dominio, pero también como instancias de interacción, como guía de la razón de ser cotidiana. El usuario de los productos culturales no aparece como un ser inerme, sino como una audiencia activa -«la gente no es idiota», advierte-, ya que desarrolla tácticas de negociación en sus usos mediático-culturales, respuestas de contra-poder, como instancias de interacción social, tácticas de libertad y supervivencia. Esta preocupación de Certeau por rescatar el «arte de vivir» de la persona común y corriente, le otorga el título de gran humanista del siglo XX.
[UMBRALES. «Michel de Certeau: el “otro” siempre es alguien importante», in Umbrales. Revista de actualidad religiosa latinoamericana (Montevideo), nº 174, diciembre de 2006]
Nota bene. Recordemos que, para el devenir de las ciencias humanas en el siglo XX, la figura intelectual de Michel de Certeau representa un caso notable: no sólo se perfiló como un pensador heterodoxo, renuente a cualquier legitimación institucional que prescribiera el desarrollo de sus proyectos científicos, sino que, además, se convirtió, prácticamente, en el único intelectual jesuita que logró instalar su voz en los ámbitos universitarios no religiosos de Francia alejándose de cualquier práctica, identificación o uso corporativos de la Compañía de Jesús. Su obra –a menudo asociada con la de intelectuales de su generación como Michel Foucault, Pierre Bourdieu o Louis Marin–, marcó varias inflexiones en la cultura religiosa e intelectual de la segunda posguerra que, por lo general, suelen quedar obliteradas por la enorme circulación que ha tenido y aún tiene una de sus últimas obras, La invención de lo cotidiano (1980). Entre aquellas contribuciones, cabe mencionar su impulso para el desarrollo de una nueva historia religiosa de sólidas bases científicas y hermenéuticas que sentó una ruptura con la historiografía eclesiástica producida en el interior de la Iglesia; una interpretación política novedosa de los acontecimientos del Mayo francés realizada en el mismo momento en que se desarrollaba el conflicto; un auténtico manifiesto –escrito con Dominique Julia y Jacques Revel– sobre el concepto de “cultura popular” en la historia social que se convertirá en el punto de partida de una nueva historia cultural de visos antropológicos; una aguda revisión de las mutaciones que afectaron al cristianismo a partir del siglo XVIII y del lugar que hoy ocupa en la cultura contemporánea; una resignificación del historiador como actor social y de la práctica historiográfica como operación científica; una clarificación –hoy fundamental– de los vínculos que el psicoanálisis mantiene con la historia; una visión renovadora de la literatura mística de los siglos XVI y XVII; y una perspectiva inédita sobre la antropología de la vida cotidiana que es, actualmente, un lugar común entre los científicos sociales. Si bien el interés por estos tópicos ya se encontraba en estado embrionario en sus primeros trabajos, estas contribuciones sólo han cobrado visibilidad tras los sucesos de Nanterre a partir de su aparición como figura pública en 1968.
Andrés G. FREIJOMIL, Buenos Aires, 2012