La poética bolivariana en la obra de Carlos Pellicer es una la veta menos atractivas y estudiadas de su corpus poético

La poética bolivariana de Carlos Pellicer

José Ángel Leyva

En la realización de la antología ‘Poetas mexicanos’, de la colección 20 del XX, de La Otra ediciones, resultó muy complicado decidir bajo qué criterio elegir veinte poetas. Sólo la presencia del grupo de los Contemporáneos hubiese ocupado la mitad del recuento. Se optó por un criterio fundamental: su lealtad a la poesía.

 

Carlos Pellicer, nacido en 1897, sería el primero de la nómina, seguido por Manuel Maples Arce (1900). De los Contemporáneos se incluyó además a José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, partiendo de la consideración de Octavio Paz, y otros críticos, de que José Juan Tablada y Ramón López Velarde fueron precursores de la modernidad en la lírica nacional, pero el primer poeta verdaderamente moderno es Carlos Pellicer.

 

La poética bolivariana en la obra de Carlos Pellicer es una de las vetas menos atractivas y estudiadas de su corpus poético, pero quizá la que más razones –literarias y extraliterarias– da para entender por qué Pellicer es el más atendido y mimado de los poetas tabasqueños y de los Contemporáneos. Hay, por cierto, una línea singular en su biografía y en la política actual. Pellicer fue secretario particular de José Vasconcelos y Andrés Manuel López Obrador lo fue del poeta-senador. ¿Qué tanto de esa visión cosmopolita, latinoamericanista y cultural queda en el proyecto del actual régimen? Son otros tiempos. El levantamiento de los pueblos originarios en 1994 hizo visible otra realidad, oculta por una mentalidad castellanizante y excluyente.

 

El contexto pelliceriano

Es importante reconocer el contexto y las coordenadas intelectuales que definen la carta de navegación del poeta, del político, del gestor cultural. En primer lugar la relación intrínseca con sus padres y su hermano Juan, con su madre y su fe católica, con sus amistades tempranas con quienes mantiene una estrecha comunicación, como es el caso de Carlos Chávez y de su paisano José Gorostiza. Estudia en la Escuela Nacional Preparatoria y asiste a las tertulias literarias de Enrique González Martínez, donde tiene los primeros contactos con Salvador Novo, Bernardo Ortiz de Montellano, Jorge Cuesta, Jaime Torres Bodet. Antonio Caso fue particularmente generoso con Pellicer, quizá porque además de reconocer sus dotes oratorias e intelectuales se identificaba con su fervor cristiano. Narra Samuel Gordon en su Breve biografía literaria (CONACULTA/El equilibrista, 1997) que Pellicer fue testigo de la muerte del general Bernardo Reyes desde su casa, en la calle Seminario, donde su padre, Carlos Pellicer Marchena, de profesión farmacobiólogo, tenía una farmacia. El general Reyes, quien había sido liberado de la prisión, arribaba con los sublevados a Palacio Nacional con la intención de derrocar a Francisco I. Madero. Lauro Villar, antiguo compañero de armas de Bernardo Reyes, tras la tercera advertencia y el silencio obstinado de Reyes, ordena abrir el fuego de metralla. Tiempo después, el padre de Pellicer se enlista, con el rango de coronel, en las filas del ejército constitucionalista a las órdenes de Álvaro Obregón. A pesar de la diferencia de edades, la amistad entre Alfonso Reyes y Carlos Pellicer Cámara sería determinante en el futuro del segundo.

En 1918, el presidente Carranza ordena que se comisione a estudiantes mexicanos para llevar el mensaje revolucionario y estrechar lazos con los estudiantes de las naciones “amerindias”. Carlos Pellicer es comisionado para viajar a Colombia, representando a la Federación de Estudiantes de México. Primero viaja a Nueva York, donde queda deslumbrado por el poderío económico y tecnológico de Estados Unidos y por el acervo de obras maestras del Museo Metropolitano, por su oferta cultural, pero critica fuertemente la incultura de la clase media estadunidense y el ruido y la estridencia de la urbe. Paradójicamente, su cosmopolitismo y su modernidad literaria no exalta las ciudades del presente, sino las del pasado y las que aún conservan la imagen y el aroma de su Antigüedad, como Constantinopla, Jerusalén, Palenque, Roma, el Cairo, etcétera.

En Nueva York conoce a José Juan Tablada y a Amado Nervo, a quien llama amigo en la asidua correspondencia con su madre (Correo familiar, 1918-1920, Factoría ediciones, México, 1998). Gabriel Zaid ha escrito que Pellicer se formó entre dos enormes columnas: Amado Nervo y Enrique González Martínez. Se embarca de Washington a La Habana y allí traba amistad con el poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón, exiliado en Cuba por su apoyo incondicional a Victoriano Huerta. Pellicer tenía veintiún años, en ese diciembre de 1918, cuando arriba a Santa Marta y se embarca primero por el río Magdalena para alcanzar luego en tren las alturas de Bogotá. Es el mismo arduo viaje descrito por Gabriel García Márquez en sus memorias Vivir para contarla y en algunas de sus novelas. Para entonces Bogotá contaba con una población creciente de aproximadamente 200 mil habitantes y Ciudad de México con cerca de un millón de habitantes. La recepción de Pellicer es memorable y los estudiantes bogotanos lo colman de atenciones durante los trece meses que permanece allí –en febrero de 1920 parte hacia Caracas invitado por José Juan Tablada, embajador en Venezuela. Es tan honda esa experiencia que, en marzo de 1946 –año en que vuelve a Colombia para llevar las cenizas de Porfirio Barba Jacob–, le escribe a su amigo Arciniegas: “En ninguna otra parte tengo las raíces tan hondamente echadas como en Colombia.” Y es quizás en ese país donde descubre su gran admiración por lo que él llama el genio americano, que su padre siembra en la niñez al obsequiarle Vida del libertador Simón Bolívar, y donde emerge con mayor determinación su vena de poeta. Pellicer era, hasta ese momento de su juventud, admirado como un extraordinario orador, pero el 7 de agosto de 1919, con motivo del centenario del triunfo de Boyacá, lee su poema “A Bolívar”. El texto rezuma ya elementos con los que está forjado su espíritu, su fe católica, su misticismo combativo, el idealismo de una patria continental, la figura del héroe, la limpieza moral, el pasado glorioso, la memoria y el sueño, el amor y la belleza.

 

Un americanista genuino

La relación de Pellicer con Germán Arciniegas y con Germán Pardo, principalmente, es determinante en sus vínculos afectivos con este país. Igualmente con León de Greiff e incluso con Luis Vidales, el comunista y vanguardista solitario, autor de Suenan timbres (publicado en 1926). Colombia le potencia a Pellicer un sentimiento grandilocuente por la figura de Bolívar. Es un hombre de veintidós años de edad, pero ya es una figura que se proyecta a sí misma en un horizonte histórico y cultural de grandes alcances. Pellicer ve en Rubén Darío el equivalente de la figura del libertador Bolívar que, como se ha dicho, devuelve las carabelas de la lengua a España.

El padre del poeta había sido expulsado del ejército por denunciar a un general involucrado en el trasiego de drogas. Pellicer ve en él un paradigma de la moral revolucionaria, un modelo de conducta ciudadana sin parangón. En cierto modo, héroe y víctima de su amor por los hombres, de su fe; un idealista traicionado por la idiosincrasia implícita en la famosa sentencia de Álvaro Obregón: “Nadie aguanta un cañonazo de 50 mil pesos.” Su madre, Deifilia (hija de dios), es la representación de las virtudes cristianas, el modelo de la mujer casi imposible de encontrar y que advierte, al menos platónicamente, en Esperanza Nieto, con quien fantasea casarse, pero nunca lo hace. En Pellicer domina freudianamente el deber ser, el superyo a rajatabla. Así, el ideal bolivariano quedará impreso en su pensamiento para siempre.

José Martí es el otro referente moral y político que Pellicer enarbola, emula y coloca en su panteón de héroes. A este dedica “Las estrofas a José Martí”: “Te necesito a esta hora/ en que la militarada/ una vez más a Bolívar destierra./ Te necesito a esta hora/ en que el cadáver de Sandino/ en mi corazón se quema./ …/ Te necesito a esta hora/ en que mi lengua cristiana/ pregunta a los ricos por tanta miseria,/…/ Tu boca llena de Dios, tu heroica decencia/ nos haga esbeltos ríos con generoso estuario./ Que la América mía se unte de tu presencia/ y haga de tus palabras su nuevo abecedario/…/”

Aunque Pellicer fue un antifranquista declarado y viajó con la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios) al Congreso Antifascista de Valencia, un convencido antiimperialista yanqui que encabezó el Comité de Solidaridad con Nicaragua durante la Revolución sandinista, no pudo ser clasificado dentro de alguna ideología específica. Izquierdista a su manera, fue un devoto seguidor de las ideas de José Vasconcelos, quien prologó su libro Piedra de sacrificios (1924); éste, al año siguiente, publicó La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana, en 1925. Por ese fervor vasconcelista Pellicer fue encarcelado, en 1930, bajo amenaza de ser enviado a las Islas Marías. Allí se encontró con un adolescente de dieciséis años –a quien más tarde reconocería como José Revueltas– y con Juan de la Cabada. Él, por suerte, fue liberado gracias a que alguien advirtió a Plutarco Elías Calles de la popularidad del poeta.

Además de la escritura, en la trayectoria de Carlos Pellicer destacó su labor como fundador de museos: los dos de Villahermosa, el de Frida Kahlo, el Anahuacalli, el de arqueología de Hermosillo, el de Palenque y el de Tepoztlán. Supo dar a cada sitio una dinámica propia y original. Más que la historia, en su concepción dominaba el rescate estético del pasado, su grandeza, su monumentalidad, su refinamiento. Amaba el mundo indígena, pero lo concebía en el horizonte civilizador de Vasconcelos, que fue la ideología dominante hasta antes de 1994. Pellicer reconocía la presencia de una abuela maya, pero se identificaba más a fondo con la herencia española y europea.

La suya fue una poética solar, distante de la melancolía y los oscuros juegos de la muerte, de las urbes modernas. Como el Doctor Atl, hizo Prácticas de vuelo para interiorizar el paisaje. Y si no hubiese sido por Alfonso Reyes que le dio largas –le dio el avión, como se dice– a su petición de ayudarlo a buscar una escuela de aviación en Francia, la biografía del poeta cristiano y bolivariano hubiera sido otra.

Su poesía política no representa otra cosa que el idealismo desbordado, el compromiso moral, como lo revela su poema “Líneas por el Che Guevara”. No obstante, esos textos reflejan la candidez de un hombre complejo que se asume a sí mismo como un misionero, tal vez afín a los teólogos de la liberación. Viajero y caminante, salvaguarda de la memoria, interlocutor de Neruda, de Frida Kahlo, de Silvestre Revueltas, quien se soñó también a sí mismo como corsario o misionero. Gabriela Mistral lo describió como un americanista genuino, como un poeta de espíritu joven, sano, vigoroso, de “limpio pulmón para el canto”, curado de nacionalismo tras reconocer en Bolívar la paternidad americana.

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