«El último vagón»

Cinexcusas

Luis Tovar

Hace poco más de tres lustros, el veracruzano avecindado en Ciudad de México y egresado del entonces CUEC –hoy Escuela Nacional de Artes Cinematográficas, ENAC– debutaba como largometrajista de ficción con la estupenda Párpados azules (2007), que le deparó abundantes reconocimientos y, sobre todo, la expectativa inmediatamente confirmada no sólo de seguir filmando, sino hacerlo con una regularidad de la que muchos colegas suyos no gozan: tres años después de aquel debut codirigió el largodocumental Seguir siendo: Café Tacvba (2010), a la que sucedieron las ficciones Las oscuras primaveras (2014), Sueño en otro idioma (2017), Cosas imposibles y, este año, El último vagón. Todavía se dio tiempo de producir el documental Los últimos héroes de la península (José Manuel Cravioto, 2008) y, entre 2017 y 2019, de presidir la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas. A sus cincuenta y cuatro años, de Contreras cabe afirmar que es un cineasta más que consolidado y en pleno ejercicio de sus muchas facultades fílmicas.

 

La educación emocional

Una de dichas facultades, quizá la más notable, consiste en la habilidad de Ernesto para moverse con fluidez en el intrincado archipiélago de las emociones y las condiciones humanas: lo mismo ha abordado la soledad compartida y la incapacidad para expresar los sentimientos propios, que la pasión desesperada y los abismos del erotismo, los celos y la envidia que puede quebrar amistades, o la impensada y sorpresiva solidaridad generacional, entre otras. No sólo eso: como si se tratara de un fino pero no por eso menos firme hilo que engarza su filmografía entera, en cada una de sus películas es posible percibir una mirada donde se combinan, venturosamente, calidez, empatía y ternura.

Bien puede ser que El último vagón acuse de manera más rotunda ese modo de abordar una historia, en buena medida en virtud de las características de la misma, así como debido al punto de vista elegido para contarla: Ikal (muy bien Kaarlo Isaacs), hijo único de nueve o diez años, jamás ha forjado arraigo ni amistades debido a que su padre, peón ferrocarrilero, lleva a su familia de sitio en sitio buscando la sobrevivencia; cuando llegan a un poblado más, pequeño y mísero, Ikal por fin halla lo que necesita, bien sea que lo sepa o no: un compañero de fidelidad absoluta –Quetzal, un perro criollo al que rescata y adopta–, tres amigos llamados Valeria, Chico y Tuerto, con quienes crea fuertes lazos de amor fraterno, y en especial una mentora: Georgina (Adriana Barraza, estupenda), una experimentada maestra rural que bien podría haberse jubilado pero no lo ha hecho debido a su profundo compromiso con la educación en general y con la chiquillada local en particular, que sin ella permanecería como estaba Ikal antes de asistir a la escuela
–compuesta por un único y viejo vagón de ferrocarril: siendo analfabeto y sin más futuro que el de calcar los pasos de la peonada bajo permanente explotación.

La cinta no ofrece datos visuales ni guionísticos precisos relativos a lugar y momento histórico de la trama; en cuanto a lo primero podría ser casi cualquier localidad del centro o el norte del país, y en cuanto a lo segundo pareciera ubicarse alternadamente en los años setenta y los noventa del siglo pasado: cuando el pequeño Ikal, en términos amplios, se establece, y cuando el inspector de la Secretaría de Educación Pública Hugo Valenzuela (Guillermo Villegas, convincente) ejecuta la orden oficial, repudiada por él, de cerrar escuelas rurales en aras de una supuesta reforma educativa.

No alcanzan a malograr las mencionadas calidez, empatía y ternura de El último vagón las pocas decisiones formales cercanas al cliché a las que se acudió –la más recurrente, el diseño sonoro–, y sí en cambio establece, muy desde el arranque, la conexión emocional con cualquier espectador que, a lo largo de su vida, haya tenido la fortuna de hallar, en su camino formativo, al menos un maestro o maestra dignos de ese nombre.

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