Una mentira que dice la verdad

Una mentira que dice la verdad: el espacio crítico de Juan Rulfo

Roberto Bernal

 

Su más reciente libro en este tema es Ladridos, astros, agonías. Rilke y Broch en el lector Rulfo (2017). Platicamos con él en relación con el nuevo título de Juan Rulfo, Una mentira que dice la verdad (Editorial RM, México, 2022).

De los diecinueve textos reunidos en Una mentira que dice la verdad, la mayor parte permite advertir a un Juan Rulfo que reflexionó sobre la literatura desde un lugar que Ricardo Piglia llamó “no estabilizado”.

–Para Piglia las otras dos clases de crítica –la periodística y la académica– están ya predeterminadas por lo que él llama “un saber externo” (la sociología, el psicoanálisis, la historia de la literatura, etcétera), mientras que la que él valoraba más, la crítica de los escritores, no tiene tales restricciones sino que, al ser “constructivista” (como la identifica), parte de la obra que un escritor va a tomar como tema de reflexión. El periodista y el académico, agrega Piglia, “interpretan” la obra; el escritor, en cambio, nos dice cómo está construida desde su experiencia como autor: es lo que llama “lugar no estabilizado”, que es sólo personal. Las críticas periodística y académica no pocas veces resultan predecibles; un escritor, en cambio, siempre hace crítica desde su propio e intransferible espacio.

 

Los autores que un escritor admira no son precisamente los que más contribuyen a su trabajo. En el caso de la crítica que elaboró Rulfo, parece que sus reflexiones transitaron entre autores que apreciaba y aquellos que le sugirieron una revisión técnica de la escritura.

–Sabemos qué autores ponderaba Rulfo, pues se refirió a ellos con frecuencia: nórdicos como Hamsun y Laxness, por ejemplo, o estadunidenses como Langston Hughes. Y qué decir del que más admiró: João Guimarães Rosa, cuyo Gran Sertón es posterior a la obra de Rulfo. En cambio, no parece haber apreciado a ningún español y se expresaba mal de la tradición retórica hispánica, como dijo a Alejandro Avilés. Consideraba a Gorostiza el mejor poeta mexicano y en su honor se refirió a Rilke, a quien Rulfo tradujo parcialmente; la Elegía 9, dedicada a la ciudad de los muertos, tendría un eco en su primera novela. No se refirió nunca, que yo sepa, a Hermann Broch, pero La muerte de Virgilio tiene más de un eco en cuentos como “Nos han dado la tierra”, “La Cuesta de las Comadres”, “No oyes ladrar los perros” y, desde luego y sobre todo, en Pedro Páramo.

 

Rulfo destaca, tanto en Joaquim Machado de Assis como en João Guimarães Rosa, una de las cualidades más importantes de su propio trabajo: la capacidad de inventar un lenguaje nuevo, y cita a un periodista del Jornal do Brasil, quien afirmó que la obra de João Guimarães Rosa “es una admirable e incomparable tapicería tejida con fibra típicamente nacional, que podemos considerar, al mismo tiempo, como un aporte de humanismo universal”. Esto es algo que también podríamos decir sobre la obra de Rulfo. Sin embargo, parece que todavía prevalece, en la crítica que aborda su narrativa, la idea que vincula al lenguaje inventado por el narrador jalisciense con la tradición oral o con una especie de patriotismo.

–Debe recordarse que Rulfo hizo un prólogo a las Memorias póstumas de Blas Cubas, ya muerto cuando las escribió: “no soy un escritor muerto, sino un muerto escritor”, y que es una novela hecha de fragmentos, alejada del regionalismo latinoamericano, pues Brasil en el siglo XIX tenía una mejor literatura que la escrita en español, como dijo Rulfo. Guimarães reinventó el portugués de manera más ostensible, pero el español de Rulfo es una creación tan original como ésta, aunque los lectores apresurados no lo adviertan y aún confundan su lengua literaria con el español del campo mexicano. Problema de esos lectores, por supuesto. Con Guimarães la confusión va a los temas: “El burrito pardo” se lee como un cuento regional hasta que te enteras de que fue escrito por Guimarães en el Hamburgo de la II Guerra, bajo las bombas aliadas, pues era diplomático. En la entrevista del mineiro con Günter W. Lorenz éste le pregunta sobre los judíos que ayudó a salvar contra la decisión de su gobierno, y el escritor le dijo que no deseaba hablar de eso, sino de las vacas de su natal Minas Gerãis. En Israel lo recuerdan con agradecimiento de manera oficial. Hablaba quince idiomas y su tema predilecto y casi único (a no ser su relato póstumo “Páramo”, que podría ser una alusión a la obra de Rulfo y no ocurre en Brasil) fue el campo del Sertón.

 

Rulfo concedió multitud de entrevistas. Sin embargo, la mayoría parecen interesadas únicamente en indagar la biografía del escritor jalisciense, como si ello contribuyera a revelar las motivaciones de sus personajes. En este libro parece claro que se cuidó este aspecto.

–En este libro decimos que la calidad de las entrevistas hechas a Rulfo varía según el entrevistador: la mayoría se las hicieron periodistas mexicanos que no tenían ningún conocimiento literario importante y sólo se dedicaban a reiterar lugares comunes. No damos importancia al número de estas entrevistas y Rulfo a veces sólo respondía esperando terminar pronto. Dijo que había aprendido de Guimarães (quien sólo dio una entrevista larga en su vida) a escapar de los periodistas por las escaleras de servicio de los hoteles. De un célebre periodista mexicano (ni se imaginan quién) me dijo una vez que “era sólo un periodista”, para que no buscase ya un supuesto libro de historia del reverenciado señor. El biografismo es una plaga de la crítica literaria desde Sainte-Beuve y ya Proust deshizo a este periodista. Ese biografismo también persiguió a Rulfo, quien repitió siempre que sus personajes no eran él. Dijo incluso cómo los concebía, y no era precisamente a partir de sí mismo.

 

Uno de los apartados más significativos del libro es el titulado Situación actual de la novela contemporánea, porque el lector acompaña a Rulfo en un recorrido en el que analiza novelas que se gestaron prácticamente en todas las latitudes del mundo. Esto, al mismo tiempo, deja mal parados a quienes por décadas se han empeñado en producir –diría que malintencionadamente– la imagen de un Juan Rulfo inculto que escribió sus libros desde un talento misterioso e inexplicable, algo así como “un milagro de provincia”.

–Esa conferencia, que dio Rulfo en Chiapas en 1965, es muy importante. Así lo considera José Carlos González Boixo en una reseña inédita de Una mentira que dice la verdad que hemos propuesto publicar a una revista académica mexicana. Apareció impresa en Chiapas el mismo 1965 a partir de una grabación, y se aclaraba entonces que no se pudieron verificar los nombres de autores y obras citados por Rulfo. Bueno: nosotros lo hicimos, consultando la biblioteca de Rulfo. Los errores eran muchísimos (y se reprodujeron todas las ocasiones en que esta conferencia siguió publicándose, que no fueron pocas) porque se trataba a menudo de libros y autores poco conocidos y muy recientes. Todos están en la biblioteca de Rulfo, y con la invaluable ayuda de Juan Francisco Rulfo verificamos cada uno de ellos, precisando títulos, apellidos, editoriales, traductores, fechas, etcétera, y así se hace constar ahora en nuestro libro. González Boixo señala con acierto que no sólo esta conferencia (aunque ésta de manera notable), sino todo Una mentira que dice la verdad, es testimonio de los excepcionales niveles que alcanzó Rulfo como lector. En cuanto a los detractores de Rulfo que citas, y que todos recuerdan, prefiero practicar con ellos lo que me recomienda un amigo estadunidense hacer siempre en casos como estos: my friend, be kind to animals.

 

Una de las afirmaciones de Rulfo que genera que el lector se detenga en ella es la que dice: “En México, sólo los solitarios han podido hacer obra hasta ahora y quizá seguirán siendo ellos los únicos creadores de conciencias.” Dice mucho de su personalidad discreta y de la relación privada que mantenía con cada uno de sus distintos quehaceres.

–Esas palabras las dijo Rulfo sobre Mariano Azuela, quien no pertenecía a capillas literarias: nunca abandonó su profesión de médico y se abrió camino por sí mismo, publicando en el extranjero, por ejemplo. En una entrevista que se le hizo a Azuela para la revista Amauta (núm. 11, enero de 1928), de Mariátegui, se le preguntó “¿Por qué son reaccionarios los intelectuales mexicanos?”, y el mexicano estuvo de acuerdo en que lo eran, citando ejemplos que lo confirmaban: los que apoyaron a Huerta (esto lo trató Juan Schulz en este mismo suplemento, en abril de 2020), y que seguían activos en tiempos de Azuela. ¿Agruparse con ellos? Hoy vivimos un momento similar, con los intelectuales de las dos revistas antes rivales cómodamente agrupados en el nuevo huertismo de hoy. Sus afinidades como “reaccionarios”, citando a Amauta, son más fuertes que sus rivalidades circunstanciales. Rulfo agrupaba a los Contemporáneos, en un ensayo de Una mentira que dice la verdad, como simplemente “afrancesados”, que reeditaron esa misma afinidad que había florecido en el Porfiriato y a la que se adhirió la derecha literaria postrevolucionaria. Porque los grupos literarios, nadie lo ignora, son grupos políticos con sólo, a veces, una cáscara de literatura.

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