Carlos Gutiérrez Angulo (1955), artísta plástico que ha experimentado con éxito en varias técnicas

Carlos Gutiérrez Angulo y el ‘no estilo’ pictórico

José Ángel Leyva

Delfino Ramírez Tovar era tío de mi madre y amigo de los Contemporáneos, a quienes había conocido en el antiguo Colegio de San Ildefonso. Él vivía en una casa muy grande, bonita, en forma de herradura con un jardín enorme. Típica del Estado de México. Mi madre solía decir: el tío Pino tiene visitas de Bellas Artes. A veces nos mandaban a que lleváramos comida o bebidas, pero no nos dejaban asomar, debíamos dejar los encargos en la puerta principal. De hecho, el tío no permitía que los niños nos acercáramos a su casa cuando estaba la “gente de Bellas Artes”, que eran algunos de los Contemporáneos. El tío Delfino daba clases de actuación en el Instituto Nacional de Bellas Artes y tal vez por eso mi mamá asociaba aquellas visitas con su centro de trabajo. Por lo menos sabíamos que estaban Salvador Novo y Carlos Pellicer. Mi mamá nos contaba que Pellicer le hacía al tío unos grandes nacimientos en el corredor de su casa. Iban también algunas señoras muy emperifolladas y a la moda, nada que ver con la forma como vestían las mujeres en el pueblo. Monsiváis dice, en el libro Salvador Novo. Lo marginal en el centro, “los amigos cercanísimos (de Novo) Roberto Montenegro y Delfino Ramírez”. Recuerdo al tío llorar desconsolado cuando supo la noticia de la muerte de Novo, yo era un niño de seis años y me quedaron grabadas algunas escenas de esas visitas y de esos personajes.

Muchas generaciones conforman mi árbol genealógico plantado en Huixquilucan. Mis padres fueron Luis Gutiérrez Reyes y Victoria Angulo Velázquez, ambos del mismo pueblo, que está a 30 kilómetros de Ciudad de México, pero desde la infancia sentí que estábamos distantes de la capital del país. Vivíamos en una atmósfera de provincia, encapsulados en el tiempo. Mi abuelo paterno era el centro gravitacional en torno al cual giraban las familias de sus hijos. Era dueño de una casa que ocupaba toda la manzana. Allí vivíamos todos sus nietos. Cada familia en su propio espacio. Desde muy temprano las risas y los gritos de los niños anunciaban una nueva jornada y nuevas aventuras. Nos reuníamos en el patio central y de allí organizábamos la cacería de mariposas, la recolección de frutas de los árboles vecinos, e inventábamos nuevos juegos cada día. Una actividad central era la hora del dibujo. Nos gustaban mucho los cómics y se hacían concursos para ver quiénes hacían más rápido y mejor las figuras que aparecían en las historietas. Éramos unos ocho o diez chiquillos que nos sentábamos con los cuadernos y los lápices sin que ningún adulto interviniera, era nuestra propia iniciativa. Siempre ganaban mi primo Pedro y mi hermano Luis, mayor que yo dos años, y quien luego estudiaría diseño gráfico. Yo no era de los mejores, pero tampoco de los peores y practicaba mucho para mejorar mis dibujos. Sentía una especie de envidia, una molestia conmigo por no poseer esa destreza, esa facilidad y perfección para trazar las figuras. Eran muy divertidas esas sesiones de dibujo.

Mis tíos tenían varias casitas en Tacubaya en la calle 11 de abril y uno de ellos administraba una pulquería. Mi mamá le dijo a mi papá, tus hijos están creciendo y tienen que estudiar en mejores condiciones. Así que nos mudamos a Tacubaya y estudié acá sexto de primaria. Mi papá comenzó a construir una casita en San Pedro de los Pinos en la calle 10. Muy cerca de la calle 11 de abril. Era una zona muy bonita y tenía aún un aire de provincia, de pueblo.

 

Academia y búsquedas

Nunca supe por qué en secundaria me inscribí en el taller de artes plásticas. Había otros talleres que me atraían, como radio o carpintería; ni siquiera lo pensé: artes plásticas. El bachillerato lo cursé en la prepa ocho y me volví a inscribir en dibujo. En los primeros años de la prepa fue dibujo técnico, o constructivo, como le llamaban, y ya en tercero era más libre. Entonces comencé a comprar libros de arte y a visitar museos. Me gustaba mucho ir al Museo de Arte Moderno. Nadie me inculcó el amor por la pintura, nadie me orientó hacia las artes plásticas, simplemente me vi caminando por esa ruta. Al terminar el bachillerato fui y presenté el examen de admisión en la Esmeralda y no lo aprobé. Volví al año siguiente y me quedé. Había comprado más libros y frecuentado más las exposiciones. Sabía que era necesario ampliar mi cultura y mi información, y eso fue lo que hice.

Algunos compañeros resolvían los ejercicios con enorme facilidad, estaban dotados de una gran destreza. Con un solo trazo resolvían las figuras. En cambio, yo me sentía duro como un tronco. El maestro se me acercaba y me decía, estás muy tenso, tienes que soltarte. A los habilidosos les advertía que se cuidaran, que no por tener mucha pericia dejaran la disciplina. Había un grupo de tercos que andábamos detrás de la modelo y entrábamos con otros maestros a dibujar. Al final del año escolar los que éramos más duros mostramos más soltura, más gracia y creatividad que los habilidosos. Comprendí que en el arte el oficio es perseverancia, disciplina, constancia, fidelidad, gusto y cariño por el trabajo y el lenguaje.

Cuando entré a la Esmeralda, de inmediato me di cuenta de que se formaban grupos por afinidad sociocultural, los que se identificaban con el taller de la gráfica popular y los más fresas instalados en la visión del arte europeo y estadunidense. No me quedaron recuerdos de mis compañeros de generación porque no me interesó afiliarme a uno u otro grupo. Decidí continuar mi camino en solitario, como siempre lo he hecho.

Echen una luz al pintor

Roberto Vallarino y yo fuimos muy amigos. Su compañera, Adriana Moncada, trabajaba en el unomásuno y escribía textos sobre mi obra, que publicaba en su periódico desde que yo era estudiante en La Esmeralda. Fue ella quien nos acercó a Vallarino y a mí. Roberto me pidió dibujos para la revista Siempre! Comenzó a invitarme a desayunar en su casa y teníamos largas conversaciones. Un día le llamó Jorge Reyes y se citaron para comer. Vallarino quiso incluirme en su reunión. Yo había escuchado música de Jorge, pero no lo conocía personalmente. Hablaron de la presentación de Las noches desandadas, un libro de Vallarino, en Casa Lamm y a éste se le ocurrió proponer que me sumara al performance de Jorge Reyes pintando in situ. Éste asintió, más por conceder que por interés.

Esa noche llegué con dos bastidores de 1.50 x 2 metros cada uno en díptico para pintar algo en una hora. Jorge estaba concentrado en sus pruebas de sonido y ni siquiera me miraba. Roberto se metió al bar para echarse unos tragos. Vi que al músico no le interesaba en lo más mínimo mi presencia. Se hacía acompañar del grupo de danza autóctona, los Nok Niuk. Decidí abandonar la empresa y se lo hice saber a Vallarino. Éste se levantó y fue a hablar con Jorge para recordarle que era un acuerdo. Jorge, sin prestarle mayor importancia, dio instrucciones para que me colocaran una mampara en una esquina oscura. Comenzó el espectáculo con la lectura de Vallarino y una escenografía muy bonita e impactante. Los danzantes se movían entre humo de copal y una música embriagante. El juego de luces estaba concentrado en ellos y en el poeta. Jorge desplegaba una serie de sonidos corporales y con una gran variedad de instrumentos. Me dejé llevar por el ambiente, puse la mampara en el suelo
y comencé a embadurnar los óleos con las manos, con brochas y pinceles. Me imaginaba los colores porque no veía nada, hasta que un colega pintor, Guillermo Scully, gritó: “échenle una luz al pintor”. Un mes después Jorge iba a Morelia y a Tzintzuntzan para dar su concierto del día de muertos y me llamó para que pintara con él durante su espectáculo. Desde entonces me adoptó. Cada vez que se presentaba me incluía con los Nok Niuk. Fuimos incluso a Almería, España, donde Vallarino leía, Jorge tocaba, los Nok danzaban y Byron Gálvez y yo pintábamos.

 

Lo primigenio en el ojo

A veces, cuando deseo darle a mi obra un carácter muy primitivo, pongo los discos de Jorge y dejo que emerja la mancha para luego fijarla si me gusta, trazar con los carbones y espolvorear cenizas sobre el óleo. Tengo que estar muy descansado, con el cuerpo alerta y sin una gota de alcohol o de cualquier sustancia que me altere, tampoco bajo el agobio de una cruda o del agotamiento por deporte. La tela imprimada, el material y los instrumentos dispuestos para realizar ese ritual que puede durar tres o cuatro días de preparación. Luego ya viene el dibujo y la realización propiamente dicha, que se resuelve en jornadas más breves y rápidas.

Tengo veinte años trabajando con cenizas y carbón y empleando el temple. Me ha llevado mucho tiempo experimentar y observar sus cualidades y sus deficiencias. Coloco los cuadros durante días o meses a lo largo del pasillo y estoy atento para ver si se craquelan, si resisten la luz, la humedad, la temperatura; si exigen el empleo de selladores y fijadores, de secadores; si requieren barniceta o cera de abeja para otorgarles transparencia, si es aconsejable el esgrafiado u otros recursos para obtener texturas o colores o matices del fondo. Hago muchas pruebas antes de continuar trabajando con determinados métodos y técnicas para asegurarme de que los resultados son confiables. El aglutinante es la grenetina, una especie de gelatina derivada de la combustión de huesos y cartílagos, a la que añado esencia de clavo como fungicida, que evita el olor repugnante de los huesos en combustión. Ese es mi aglutinante para el temple. Cuando trabajo con carbón y cenizas empleo el óleo como aglutinante. Con resultados muy efectivos. Soporte, aglutinante y pigmento son los principios básicos de mi trabajo.

Insubordinación arcaica es el título de la serie más reciente en la que trabajo. Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que es con esta propuesta plástica con la que me siento más satisfecho. Son cuadros de pequeño formato. El negro es el único color presente y son piezas con elementos materiales muy básicos como palitos, recortes de papel y cartón, componentes diversos que están al alcance de mi mano. Juegos de collage en la pintura. Allí, en ese trabajo, de apariencia simple, me va el alma. Mi hermano mayor, diseñador gráfico que hace también dibujo publicitario, llega a mi taller, mira incrédulo y con amorosa ironía me dice: “¿Y para eso estudiaste arte?” Reímos a carcajadas e insiste: “Pero ¿qué estilo es ese?” Y le respondo: “Es el no estilo”.

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