De Fabienne Bradu, «Residencias invisibles» sobre el ensayo como género autobiográfico por excelencia

Biblioteca fantasma

Evelina Gil

El libro habitable

 

Leyendo con fruición el más reciente libro de Fabienne Bradu, Residencias invisibles (Bonilla Artigas Editores, México, 2022), me asalta la máxima montaigniana sobre el ensayo como género autobiográfico por excelencia. A través de esta colección de ensayos, originalmente publicados en medios dispersos, o elaborados ex profeso para conferencias u homenajes, que parecieran hechos para cohabitar en esta residencia de ventanales luminosos, es posible armar un perfil nítido de aquella que se pertrecha tras sus autores más entrañables, entre otros (y considerando la frecuencia con que se les cita) André Gide, Nina Berberova, Gonzalo Rojas, Octavio Paz, Álvaro Mutis y Adolfo Castañón. Fue justo mientras leía el ensayo dedicado al último que opté por imitar, hasta donde mis capacidades y el espacio lo permitan, ese careo de la autora francomexicana con sus autores, si bien uno de los rasgos que más admiro en Bradu es su extraordinaria capacidad para aunar a la objetividad (que se siente, a veces, como “contención”) un apasionamiento que, a la velocidad del parpadeo, frena, no siempre en seco. Justo entonces pareciera escucharse su potente, característica voz, la vocal, no la literaria, citando a Montaigne: “Entre personas de buen trato, me gusta la valentía de la expresión y que las palabras lleguen hasta donde alcanza el pensamiento; es necesario que nos fortifiquemos el oído y lo endurezcamos contra la ternura.”

Miembro de la Real Academia de la Lengua en Chile, nació en París en 1954 y radica en México desde 1978. Según sus propias palabras, le tocó habitar el verdadero París, el plasmado en las imágenes de Robert Doisneau, que cada vez se aparta más del recuerdo para imitar a las postales. Con cada retorno a su lugar de origen, al que rinde tributo a través de sus influencias literarias, francesas en su mayoría, más se la percibe como una turista; extravío temporal, más que geográfico, impregnada del desenfado del país que eligió para quedarse, como ilustra el episodio narrado en su ensayo sobre Sartre, donde, en su incursión en el célebre Les Deux Magots, café que debe su popularidad a servir de refugio al filósofo beligerante, donde se reunía a polemizar con sus estudiantes, es mal vista por aposentarse, sin saberlo, en la mesa que él solía ocupar, armada por un ejemplar recién adquirido de El primer hombre, de Albert Camus. Me sorprende descubrir que nuestra autora fue militante del feminismo durante su juventud, dadas algunas de sus aversiones: su desilusión ante lo que considera una “pose” de Simone de Beauvoir (a quien insiste en nombrar “Castor”, usurpando juguetonamente a Sartre) que, a través de su correspondencia con Nelson Algren, dejó en claro que, a fin de cuentas, no era la mujer evolucionada que pretendía ser, sino una empedernida romántica de clóset (aunque algo de eso sale a relucir desde Memorias de una joven formal)… o su altisonante condena al divismo de Marguerite Duras, si bien rectifica, más adelante, y reconoce en ella una señera genialidad. Más identificada con Anäis Nin, summum de la feminidad sensitiva, próxima a las diosas… más espejeada aún en la maravillosa Berberova a quien denomina “la Nabokov femenina”, más por la semejanza de sus respectivas vivencias y su continuo coincidir entre exilios, el francés y el americano. Con Berberova se identifica en tanto ser emancipado por naturaleza que no requiere abrazarse a ideología alguna para rescatar su lugar en el mundo y en la literatura. No olvidar por supuesto a Marguerite Yourcenar, de quien toma el título para este volumen.

La parte en que, a petición de Philippe Ollé-Laprune, expone sobre los cinco libros que han marcado su vida, funciona, en gran medida, para comprender el origen de sus afectos literarios que, eventualmente, trascienden lo libresco. Estamos ante un libro en verdad apasionante que, en palabras de Adolfo Castañón, “es un regalo de remansos y una guía de experiencias”.

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