Bemol sostenido
Alonso Arreola t:
Nos juntábamos con el amigo Jorge para que nuestro equipo se duplicara. Una tornamesa era de él, la otra nuestra. Normalmente usábamos el amplificador de su padre. Las bocinas eran combinadas: dos suyas y dos de nuestra casa. Compartíamos una mezcladora comprada por ambos en la calle de Bolívar, en el Centro de la ciudad. Fue antes de que nos colgáramos los instrumentos “para hacer música propia”. Por ello sabemos que teníamos entre once y trece años de edad. Situémonos en el año 1986.
En plena reconstrucción tras el terremoto del ‘85, la juventud se entregaba a al new wave y el new romantic británicos, al pop estadunidense y al llamado rock en español venido de España y Argentina. Copiar canciones en casetes vírgenes estaba de moda. Los componentes caseros presumían esta capacidad sin preocuparse por sus implicaciones legales o el Derecho de Autor. Así, hacer nuestras propias antologías con sorpresivos traslapes, silencios o añadidos para uso propio, para distribuirlos o venderlos entre amigos y familiares, era cosa cotidiana. No había límites más allá de los minutos de duración y la mesada para comprar música que duplicar.
Tras meses de encierro y preparación visitando tiendas como Zorba, Tíber 100, Súper Sound, La Casa de las Brujas y Sala Margolín; o mercados como el Tianguis del Oro o El Chopo, superamos la etapa de grabación para finalmente lanzarnos en plan DJ’s y animar tardeadas en vivo. Ese era el plan en una época que prosperaba con fiestas clandestinas, a la par de la fayuca, primero de chocolates y cigarros, luego de ropa y videojuegos.
Lo cierto es que éramos demasiado ambiciosos para la libertad que en realidad teníamos. Sólo nos contrataron dos veces. Una fue en casa de la amiga de clase Minerva (cuando todo se descontroló por jugar con un extintor para incendios) y otra en el patio de nuestra escuela, allí donde triunfamos hasta que nos bajaron el switch de la luz. Sí. Fuimos héroes por una noche.
Compartimos esto, lectora, lector, porque entendemos la satisfacción de regalarle a quien nos gusta –por ejemplo– una selección de canciones hecha “a la medida”. Sí. A lo largo de la vida hemos ido confirmando eso: la industria musical, en primera instancia, no es más que un complejo pretexto para darle música a quienes amamos. En ello se basa Mixed by Erry, película reciente de Netflix.
Dirigida por Sydney Sibilia, se trata de una comedia italiana de corte biográfico que da en el clavo con frescura e inteligencia. Su guión aborda un asunto capital para la historia de la industria musical, justo cuando las leyes vieron crecer la piratería sin estar preparadas. Ambientado en el distrito de Forcella, Nápoles, sobre todo durante los ochenta maradonianos, el filme cuenta la historia de los tres hermanos Frattasio (en realidad son cuatro), mientras dan los primeros e ingenuos pasos en un negocio que los hará millonarios antes de llevarlos a la cárcel. Se trata de hechos verídicos, comprobables.
La enorme diferencia con nuestro pequeño y malogrado impulso adolescente, cabe decir, es que Enrico, Peppe y Angelo persistieron y, apoyados por el mafioso local, se convirtieron en el “sello” más grande de Italia; el de mayor influencia, pues mezclaban géneros, artistas y repertorios para hacerlos llegar a todos los rincones del país con redes de distribución orgánica. Ellos entendían que las canciones eran un bien de consumo elemental y que la piratería era inevitable. Nada sabían de regalías.
¿Quiere reír y conmoverse? Anímese a verla. O a comprar el libro que la acompaña. Reflexione sobre lo que significaba y valía una cinta con música amada o desconocida venida de muchos kilómetros de distancia, contra lo que vale hoy –en nuestro pecho– una aplicación que brinda millones de piezas con un par de toques de pantalla, y que no da prácticamente nada a los músicos que la sustentan. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.