Cinexcusas
Luis Tovar
Nacida en 1981 en Medellín, la colombiana Laura Mora tenía treinta y seis años de edad cuando dirigió Matar a Jesús (2017), largometraje de ficción escrito por ella misma en coautoría con Alonso Torres. La cinta, que marcó su debut largoficcionista, obtuvo en 2018 gran cantidad de reconocimientos entre los cuales, además de los más relevantes en su país de origen, destacan el Casa de las Américas del Festival de Cine de La Habana, el de la Juventud en San Sebastián y el Roger Ebert en Chicago.
Un lustro más tarde Mora presentó su segundo filme de largo aliento, esta vez escrito por ella en solitario: Los reyes del mundo (2022), coproducción entre Colombia, Luxemburgo, Francia, Noruega y México, por el cual obtuvo la Concha de Oro de San Sebastián.
La estafeta del realismo
Hace ya tres décadas y media, La vendedora de rosas (Víctor Gaviria, 1988) cimbró la filmografía colombiana y le marcó un derrotero temático que virtualmente derivó en un subgénero: la vida miserable, muchas veces trágica, de la niñez y juventud de un país que, desde la década de los años ochenta del siglo pasado, a su vez era cimbrado hasta la raíz por las consecuencias económicas, políticas, de seguridad, sociales y culturales acarreadas por el amasiato, jamás aceptado abiertamente, entre la delincuencia narcotraficante y gruesos segmentos y áreas de gobierno, de manera particular en la ciudad de Medellín.
Transcurrida poco más de una generación, es como si Laura Mora y cineastas coetáneos de su país tomaran la estafeta de Gaviria y dieran cuenta del estado que guarda la realidad en el presente: Los reyes del mundo son Rá, Winny, Sere, Nano y Culebro (respectivamente, Carlos Andrés Castañeda, Brahian Estiven Acevedo, Davison Flores, Cristian Campaña y Cristian David, todos estupendos), que subsisten lo mejor que pueden en las calles de una Medellín insalubre, inhóspita, insegura y violenta, dividida tácitamente y controlada por bandas callejeras dispuestas a defender como sea su territorio. Abandonado por su padre y huérfano de madre, Rá, el único de los cinco que ha alcanzado la mayoría de edad, recibe la notificación de que es el solo heredero de un predio rústico dejado por su abuela, tras las recientes leyes de restitución de propiedad. Acompañado por los otros cuatro –“son mis hermanitos”, dice y como tales los trata– Rá ve en ese inesperado golpe de suerte su única oportunidad para escapar de una urbe que, como él bien sabe y no racionalizándolo sino experimentándolo minuto a minuto, más temprano que tarde acabaría por engullirlos a los cinco, sin que su desaparición le duela o siquiera le importe a nadie: serían nada más que cinco parias menos entre una multitud formada por un millón de rostros.
Del trayecto, de la llegada a esa suerte de utopía personalísima, y finalmente de lo que ahí habrá de suceder, está hecha la trama del filme. Rá y sus hermanitos imaginan, aunque incapaces de pormenorizar el cómo, que allá podrán vivir felices; empero, como Laura Mora es todo menos complaciente y no es afecta al edulcoramiento de las tramas –lo cual dejó patente desde Maten a Jesús–, cierra la historia tan alejada como puede de un happy end que, habiendo empatizado desde el arranque con ese grupo de adolescentes, el espectador desea por más que lo sepa impracticable.
No obstante lo anterior, la cineasta tuvo el acierto de tampoco cargar las tintas al otro extremo, es decir, el de un pesimismo sin fisuras. De hecho, en esa decisión conceptual consiste el acierto más grande de su filme: en medio de lo crudo y duro, a media desesperanza y sin horizonte, así sea por instantes asoma la belleza –fugaz, inopinada como es ella–, y el ejemplo más claro es una secuencia en plena carretera, en la que tres de los parceros viajan en la plataforma de un tráiler mientras los dos restantes en bicicleta –una de las cuales, gran metáfora, no tiene cadena ni tracción–, sueltan la precaria amarra que los ataba al tráiler para volar pendiente abajo, más libres que nunca.
Cruda pero bella, y al revés también, es la mirada de Laura Mora a una realidad que conoce como la proverbial palma de su mano.