Un pequeño objeto democratizó la música grabada a una escala inédita, radicalizando las previsiones de Walter Benjamin respecto de la reproducibilidad del arte. A lo largo de los años 70, el casete, o audiocasete, se volvió estándar y accesible. Con él nace la piratería doméstica de copias únicas o múltiples, la expropiación desde abajo. Facilitó a los músicos más brujas grabar sus propios demos. Uno robaba
del tocadiscos ajeno, la radio, los conciertos. Nació un mercado negro bastante elástico que compitió contra el casete comercial y el elepé. Los .45 RPM desaparecieron.
Se puso más emocionante con la popularización del walkman, cajita donde uno podía cargar la banda sonora de un viaje, una caminata, un desafane en la clase, la carretera, la oficina, una siesta en el parque. Hoy no parece tan especial, cualquiera lo hace desde el celular y su repertorio es ilimitado. Pero en ese entonces era revolucionario. Me hice de una colección bien chingona. Y antologías personales (hoy playlists). Para los años 90, el casete y los elepés pierden terreno ante el disco compacto, y en el siglo XXI desaparecen o casi. El neovinyl rescató a los álbumes. Los casetes ya no rifan ni en el paradigmático y aferrado Tianguis del Chopo.
El disco duro del rock en todas sus audiencias es orgánico. La digitalización y la nebulización del acervo no borran las memorias personales de gente que ya alcanzó los 80, 70 o 60 años y enfrenta los peligros del Alzheimer y la embolia. Pero la música buena nunca muere. Hemos visto aparecer en las recientes décadas artistas y formaciones formidables. Radiohead, Jack White, Black Keys, Fleet Foxes, Tame Impala o Aurora le plantan la cara a las Britney o Bad Bunny del momento, las degeneraciones abismales pero rentables del pop.
Las fuentes de deleite, emoción y hasta caos que nos dio el rock venían de muchas partes. Un manantial lírico muy pródigo fue el folk británico con sus dosis de jazz y Dylan: Pentangle, Fairport Convention, Steeleye Span, John Martyn, el Traffic de John Barleycorn Must Die. Vinieron nuevas y numerosas viruelas, como el Progresivo que causaron Hot Rats y La Corte del Rey Carmesí; al principio me costó digerir a Yes y Génesis, prefería Van Der Graff Generator y Faust. Del Metal, Jimmy Page se deslindó; la culpa fue de Black Sabbath. El glam animó a marginales y raros, y nació el culto a Bowie. El punk devolvería al rock su pureza originaria: The Clash, Patti Smith, Television, más allá de las limitaciones de Sex Pistols y Ramones. Un lugar de lujo lo ocupan Brian Eno, Daniel Lanois, T. Bone Burnet y las bandas que han producido.
La disco nunca representó una amenaza seria, gracias a Rod Stewart, Rolling Stones, Bee Gees, Bowie. No era lo mejor de ellos, pero sí lo mejor de la disco. Las norteñas y el rock se encontraron en el mismo camino con la irrupción de Los Lobos angelinos en 1983. Tocaban cualquier son y cualquier rocanrol y supieron sacarse rancheras y experimentos sonoros con incomparable virtuosismo instrumental; su evolución fue pasmosa. El funk se transformó a fondo con Prince. Viajes interestelares con Jefferson Starship, Pink Floyd, Sus Satánicas Majestades, Moody Blues, el Major Tom. Hubo sitio para la horripilancia de Brujería, Eskorbuto. Metaleros y pesados (Motörhead, Korn) ampliaron el repertorio de rugidos y rechinidos de la era posindustrial. Apocalyptica para todos.
Con el Foro Alicia en mente, puede mencionarse una oleada más bien temática que ya ha recibido la atención de Benjamín Anaya: el variado género
zapatista: los trepidantes angelinos de Aztlán Underground y Rage Against The Machine, los euskeras de Negu Gorriak, la mano santa de Mano Negra y Manu Chao, Nine Rain, Modena City Ramblers, las dulces Indigo Girls, Amparanoia, El Mastuerzo y un largo etcétera nacional e internacional.
José Agustín llegó a comentar: La rebelión zapatista de enero de 1994 finalmente mostró hasta qué punto el rock puede acompañar a las luchas revolucionarias sin caer en panfletismos ni en las deformes ingenuidades típicas de las enfermedades infantiles del izquierdismo
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De tanto morir, el rock no muere. Algo así le pasó al jazz, que atrae audiencias cultivadas, se doctora en universidades y lo condecoran los Orfeones de Occidente. Personas entre 12 y 80 años insisten en el rock, componen, recrean o imitan en ese lenguaje musical que abominaron oídos anteriores, como los del buen George Steiner y en conjunto la generación de nuestros padres.