La lectura atenta de una novela difícil tanto en su tema como en su escritura: ‘Viaje al fin de la noche» (1932)

La prosa incesante de Louis-Ferdinand Céline

Enrique Héctor González

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A diferencia de lo que se podría creer en una primera instancia, el novelista, como el poeta, es básicamente un creador de imágenes. Por lo menos es lo que ocurre con ciertos grandes narradores del siglo pasado: Proust, Joyce, Mann, Faulkner, Rulfo, Céline. Sólo que el contador de historias las construye, no se le dan en un hechizo verbal ni de manera instantánea. Cuando se trata de un autor esencial, uno de veras irrepetible, el lector entra poco a poco en tono, por así decirlo, va adivinando en la escritura esguinces característicos y hasta llega a identificarse con el lenguaje de los personajes (sin saber que eso es algo más o menos triste, más o menos idiota): confía en que la próxima frase, el párrafo que sigue no arruinarán la sinfonía.

La obra más conocida de Louis-Ferdinand Céline (1894-1961), Viaje al fin de la noche (1932), fue publicada solo diez años después que el Ulises y los últimos volúmenes de la búsqueda proustiana, y puede ser leída como una novela de personaje, aunque eso sería mutilar varias de las cualidades insoslayables del libro, su energía vital, sus altísimas dosis de poeticidad –si pasamos por alto lo ampuloso del término–, el vértigo horizontal de las atmósferas que fecunda conforme Ferdinand Bardamu, el protagonista narrador, se desplaza por tres continentes.

Simultáneamente, la historia es asimismo un retrato despiadado del mundo del mal, tomando este término en un sentido menos lovecraftiano que señaladamente afín a las ideas de Hannah Arendt, la trama de la traición compulsiva en su máximo esplendor, el egoísmo en su mejor forma. El mundo de un cínico que, suele suceder, tiene la gran virtud de no ser hipócrita como única virtud. Pero cuando se trata de ejecutar un acto que la implica, a la hipocresía, no se tienta el corazón (¿dónde estará esa víscera invisible?), no le tiembla la mano.

Como algunos autores antiguos y modernos, Céline fue médico. Pero no es de eso que trata su novela, de hospitales o males irredimibles, sino de una visión en crudo de la guerra y sus atrocidades, sin heroísmos inverosímiles, sin enemigos más prominentes que los propios jefes y subalternos odiándose entre sí, fastidiados por el sinsentido de acabar con lo que sea a como dé lugar: “Nos guiábamos por los olores para encontrar otra vez la alquería del escuadrón, transformados en perros en la noche de guerra de las aldeas abandonadas. El que guía aun mejor es el olor a mierda.” No pocos testimonios, fílmicos y novelados, han hablado de la guerra desde dentro, desde sus entrañas más infames, pero en Céline todo es incesante, el ritmo de la prosa, el lúcido cinismo del protagonista, su pérfida ironía. La encantadora manera como amasa generalidades en cápsulas demoledoras sólo es comparable con la de otro estilista de años más recientes: Thomas Pynchon en El arcoíris de gravedad: “Quien habla del porvenir es un tunante”, se lee en el Viaje… de Céline, “lo que cuenta es el presente. Invocar la posteridad es hacer un discurso a los gusanos”.

 

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Siempre pasa que, además de sus cualidades literarias, exigimos de artistas y escritores escrúpulos morales, una conducta sin tacha. El reclamo nunca es explícito, pero es inevitable. Y se entiende. La creación artística, la escritura, entrañan una moralidad, un ejercicio del espíritu que no puede ser ajeno a lo que consideramos valioso en y para nuestra especie, a estar del lado humano de la historia, a manifestar un compromiso vital con valores éticos inamovibles, aunque a veces caigamos en anacronismos feroces como el de juzgar a Bach por su heteronormatividad militante o a Rimbaud
por haberse dedicado al tráfico de personas en África. Céline entra inevitablemente en esta cuenta por su colaboracionismo con los nazis y su antisemitismo explícito. Y claro que estamos en nuestro derecho de marcar la línea divisoria y oponernos a ciertas actitudes o delirios inaceptables, pero una frase musical bien asentada, un trazo sin desperdicio, una metáfora que recompone nuestra idea del universo se cuecen aparte.

En el caso del Viaje al fin de la noche, el ánimo del narrador es colérico, impío y su aversión a la guerra, a la gran guerra de 1914-1918, es absoluta, sin matices, de un lirismo helado como el vértigo de la prosa que lo enaltece: “El espíritu se contenta con frases; el cuerpo es distinto, ese es más difícil, necesita músculos.” Prosa avispada, de observaciones agudas, precisas como una jabalina, jadeantes como el aliento de un tiburón desesperado, la de Céline deviene ansiosa conciencia del tiempo, un torbellino torvo de situaciones insoportables que van al fondo de la noche, que es lo profundo de la nada.

Galería de mujeres, de desavenencias amorosas, más bien, la novela barrunta una suerte de berridos dialectales y armónicos para dar cuenta de relaciones no por intensas menos desastrosas, no por tristes ajenas al flujo de una conciencia, la de Ferdinand, llena de subterfugios y deslealtades y miedos que se traducen en un deshilachado tejido de pulsiones incompetentes: las mujeres pueden ser todo lo astutas o esquivas que se quiera, pero el alter ego ficticio de Céline es un ser casi monstruoso de tan desangelado en el amor.

Y he aquí otro logro mayor de la historia: su visión de un mundo sin altruismos indemostrables deja ver un altísimo grado de humanidad en quien describe, con una distancia paradójicamente entrañable, a los ejércitos cansados, purulentos, grises, totalmente ajenos a convicciones o demacrados nacionalismos. Todo ello se construye en la novela a partir de una mirada honesta, una mirada moral, que desnuda las patrañas sin sentido y las mentiras que, por amor a la patria, sacuden y confis­can las conciencias. Quizá no podía ser de otro modo. La vida del autor quedó casi perfectamente enmarcada en las guerras mundiales del siglo pa­sado, en el horror europeo de esos tiempos a los que Céline precedió en veinte años y sobrevivió dieciséis. Que sólo en la primera se haya visto involucrado directamente no soslaya la pulverización de la integridad moral que retrata en su obra como anticipación de la que viviría Europa durante el segundo conflicto. Y es mucho más justo con un escritor que ha configurado tal monumento a la deleznabilidad humana juzgarlo por la verdad de su prosa que por la frágil integridad de su vida personal.

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El prestigiado Premio Goncourt de 1932, año de publicación de la opera prima de Céline, le fue escamoteado cuando, se sabía, era el trabajo con mejores posibilidades de obtenerlo, decisión que sólo provocó que la novela se convirtiera en bestseller acaso por morbo natural, tal vez por justicia poética. Con o sin una caterva envidiable de lectores, por el Viaje al fin de la noche desfilan personajes desastrados pero vivos, menos desesperados que conscientes de que la vida es el desamparo supremo y que ese “gran moco en zigzag de un puente a otro” que es el Sena (la orina de Gargantúa, según Rabelais) entraña la revelación líquida de una vida que no para de fluir, donde las innumerables fullerías y el amor inolvidable conviven en el recuerdo como las algas con los peces en el mar del tiempo perdido. En un episodio central del libro, y luego de que la decepción y abandono de Molly, la bailarina estadunidense a quien la historia va dedicada, incline a Bardamu-Céline a concluir que “tal vez sea eso lo que busquemos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir”, tanto dolor y tanta verdad invertidos en el viaje lo llevan a concluir, a contrapelo del desánimo: “Sigo amándola y siempre la amaré a mi modo, puede venir aquí, cuando quiera compartir mi pan y mi furtivo destino. Si ya no es bella, ¡mala suerte! ¡Nos arreglaremos! He guardado tanta belleza de ella en mí, tan viva, tan cálida, que aún me queda para los dos y para por lo menos veinte años aún, el tiempo de llegar al fin.” Así como el juicio se equivoca cuando confundimos las veleidades del creador con la autonomía espiritual de su creación, es indudable que de esos retazos y atisbos a una verdad personal de que hace gala el personaje se deriva, en buena medida, la naturaleza despiadadamente real de algunas obras que surgieron a la sombra de Céline, la de Henry Miller, por ejemplo, que sólo publicó sus Trópicos luego de leer al autor francés y descubrir en su novela el apego a la imagen cruda, pero asimismo delicada en su visceralidad, que abunda en las historias del novelista estaunidense.

Porque a la sombra de toda descarada impudicia, de toda voluntad de arrojarse al fondo de la noche, si ambos arrebatos son verdaderos, subyace un hombre que huye de sí mismo, de todo
lo que lo rodea, del amor de Molly, que nada tiene que ver con la mujer de Bloom en el Ulises pero sí con los poderes de la humillación de quien se cree al tanto de la bajeza moral del tipo a quien amó y por ello es capaz de ofrecerle cincuenta dólares para que la deje en paz. Y Ferdinand, saltando de una cuerda a otra como en un concierto contrapuntístico, reacciona con el escandaloso humor que se reserva para las situaciones límite: “Primero la miré. No me atrevía. Pensaba en lo que habría dicho mi madre en un caso así. Y después pensé que mi madre, la pobre, nunca me había ofrecido tanto.”

Prosa fulgurante, desorbitada, llena de manías estilísticas –una de ellas: empujar los sujetos hacia el final de la oración, como recuperando un recurso sintáctico del latín–, llena de cómodos circunloquios, espontánea y sólida como una inteligencia en peligro, haciéndose eco de la pedante superchería de un personaje de Kundera (“los callejones sin salida son mi mejor fuente de inspiración”), la escritura de Céline es protagónica de la novela casi tanto o más que el propio Ferdinand, fundiéndose una en otro en un pacto amoroso, delirante, que hace de Viaje al fin de la noche una travesía de 600 páginas que se deja recorrer como si se tratara de un breve poema que escupe, y esculpe, una imagen moral de la humanidad.

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