Leer o no leer, en libro o en alguna de las plataformas digitales. De ese problema, que no es menor, trata este artículo

Leer o ‘navegar’: he ahí la cuestión

Alejandro Anaya Rosas

Tratar el tema de la lectura no es ocioso pues, a nivel mundial, quedamos mal parados en dicho rubro. En una nota sobre una charla impartida por el doctor Edgardo Íñiguez, profesor investigador del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades (CUCSH) de la Universidad de Guadalajara (UdeG), se menciona que “datos sobre índice de lectura de la UNESCO […] ubican a México en el lugar 107 de 108 países” (2018). Otra cifra preocupante viene del Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos de la OCDE (PISA, por sus siglas en ingles), que en su tabla de “Desempeño de lectura” muestra un descenso mínimo pero gradual, desde 2009, con un puntaje de 425 a 420 en 2018, mientras que el promedio de la OCDE es de 487 de 600. En el mismo documento vemos a nuestro país con un promedio de cuarenta y cinco por ciento de alumnos evaluados con bajo nivel de competencia lectora, cuando el número promedio de la OCDE está en veintitrés por ciento; y podríamos seguir acumulando datos adversos… ¿Qué pasa con la lectura en México?

Ahora una nota, sin ahondar, que de alguna manera se contrapone a lo antes mencionado.

Se lee en la página del Grupo Banco Mundial, con la leyenda “Última actualización, Abr 04, 2023” al final de la misma, lo siguiente: “México se encuentra entre las quince economías más grandes del mundo y es la segunda de América Latina”; nada mal tomando en cuenta que en el mundo hay más de ciento noventa países. Inferimos, pues, que en el rubro económico “nos han salido mejor las cuentas” que en el de la educación. Ahora bien, por sentido común creemos que la cota económica de una sociedad junto a otras tantas contingencias debería influir en el desempeño educativo de sus individuos. Entonces, ¿por qué motivo en unos campos derivan números rojos y en otros cifras afortunadas? ¿No tendría que ser equivalente dicha posición económica a la formación educativa o en todo caso menos dispar?¿Por qué estos datos en un país que cada vez tiene más acceso a la tecnología y por ende a la información; en un país donde, tan sólo en 2021, más de setenta y ocho por ciento de la población “de 6 años o más” contaba ya con un dispositivo móvil, y que nueve de cada diez de esas personas disponían de un teléfono inteligente, según la ENDUTIH, 2021?

 

El espejismo de la pantalla

Cambiemos de contexto, luego se atarán cabos. En un video producido por la radiodifusora alemana DW que aparece en la serie documental 42- La respuesta a casi todo, con el incisivo título: “¿Nos volvemos cada vez más tontos?”, se alude un test de inteligencia en la Universidad de Stanford llevado a cabo por quinientos estudiantes divididos en tres grupos. Un grupo no debía portar teléfono móvil durante la prueba; otro sí, pero apagado; el tercero no sólo podía traerlo consigo, además se le dio la oportunidad de encenderlo.
El grupo sin teléfono logró la puntuación más alta y la peor calificación fue para quien llevaba el celular encendido. Los cabos se van atando, por lo visto, a no ser que neguemos lo obvio: el uso extendido de la tecnología nos conduce cuesta abajo; nos han facilitado la comunicación y, en general, la vida, pero el precio que pagamos es alto. Aunque al portar teléfono móvil creamos llevar el mundo en las manos, quizá sólo sea un espejismo. ¿Por qué dichos aparatos obstaculizan nuestro desempeño como lectores?

Antes de buscar argumentos que den luz a esta cuestión, aclaremos: el buen empleo de la “competencia lectora” abarca un horizonte más amplio que la mera alfabetización; es decir, las posibilidades que brinda una lectura profunda van desde el placer y el desarrollo de habilidades sociales, como la empatía, hasta, por citar uno de tantos ejemplos, lo que Moniek M. Kuijpers comenta en un artículo sobre la biblioterapia: “Se observó una reducción del veinte por ciento en la tasa de mortalidad en aquellas personas que leen libros, en comparación con quienes no leen…”, según un estudio llevado a cabo en 2016.

 

El empobrecimiento de la facilidad

Evidentemente, aprender a leer conlleva cierto esfuerzo, conforme avanzamos en los grados es­colares no sólo descodificamos: comprendemos e interpretamos. Pero encontrarnos de pronto con las tecnologías y su consigna de “facilitar la vida” ha desproporcionado el uso de las mismas, impidiendo aspectos importantísimos para el crecimiento humano, como la educación. En este rubro, concretamente en la lectura, es indiscutible que la variedad de soportes actualmente utilizados –pantallas, teléfonos celulares, libros– funcionan de modo muy distinto en nuestra cognición. En primer lugar, pensemos en el objetivo único de un libro y en la contraparte: un teléfono celular y su carácter misceláneo. De este razonamiento surge otro muy elemental: la extensión de los textos consumidos se reduce significativamente cuando pasamos de los impresos a los digitales, ello sin tomar en cuenta la interacción permanente que demandan dichos soportes: mensajes, notificaciones, etcétera. A menor cantidad de texto, menos vocabulario; entonces la comprensión de textos amplios, profundos, complejos, se convierte en un quehacer intrincado. De ello existen muchas investigaciones; aquí una prueba tomada de un artículo de Miha Kovac y Adriaan van der Weel titulado “La lectura en una era postextual”: “estudios que lograron sondear la comprensión en más de un nivel encontraron que en cuanto más complejo era el texto, mejor era la comprensión cuando el texto se leía en papel”. Los investigadores están dejando material bien sustentado para persuadirnos a no abandonar la lectura en papel. Para ser suspicaces a la hora de elegir un soporte dónde leer, ahondan en las respuestas del cerebro a cada uno de ellos y desenmascaran celadas como la de los “nativos digitales”… Atan muchos cabos sueltos.

La modernidad y las tecnologías reclaman velocidad en nuestras vidas, exigen acoplamiento a las malentendidas multitareas –no es posible realizar demasiadas cosas a la vez, sino una tras otra de manera rápida, mecánica. Aun así existe la percepción de que el tiempo se va de las manos. ¿Valdrá la pena, entonces, dedicarle unos momentos serenos a la lectura? ¿Es una inversión o sólo un sinsentido leer libros extensos, profundos o entretenidos, en el formato tradicional? El fruto no sólo es para el espíritu, también para la vida práctica; pensemos en los bretes de un estudiante de universidad que no se ha “entrenado” leyendo literatura. En nuestro país, gente como Pablo Boullosa o el poeta Juan Domingo Argüelles han trabajado de manera contundente en el impulso de la educación y la lectura; lo innovador de sus textos, a nuestro modo de ver las cosas, radica en que nos develan la parte amena, grata y, sobre todo, estimulante de la literatura; descartan el lado obligatorio: “la imposición de leer libros […] ha conseguido […] vacunar contra la lectura” (Argüelles, Leer y escribir) y acentúan las bondades del denuedo en el estudio; así lo explica Boullosa en uno de sus videoensayos, donde pone en entredicho la tendencia a aprender de manera cómoda, sin esfuerzo: “como si el mejor de los mundos posibles fuese uno donde los mayores beneficios se obtuviesen a cambio de nada”. Es entonces que se devela la disyuntiva de leer o navegar… o mejor dicho de leer o no leer; como diría el gran poeta: “he ahí la cuestión”.

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