El patio de juegos de Elon Musk
Rodrigo Coronel
En el imaginario popular, el dueño del balón en las cascaritas urbanas suele ser un niño malcriado y caprichoso. El “niño rico” de la cuadra, un mozalbete que impone condiciones para luego cambiarlas y así dejar intacta su preeminencia. En sus cálculos, la manera de hacer frente a las críticas que sus reglas draconianas generan en los compañeros de juego es tomar el balón e irse de vuelta a casa, para mayores señas la más grande de la calle.
Si por barrio definiéramos al mundo mismo, nuestro niño caprichoso sería Elon Musk, quintaesencia de la “cultura emprendedora”. El magnate sudafricano reúne en sí los valores de esta mentalidad tan extendida. Es audaz, enérgico, disciplinado, adicto al trabajo y con una pizca de la irritante soberbia del sabelotodo. Según sus propias declaraciones, cada semana trabaja entre noventa y cien horas, tiempo que reparte en sus muchas empresas y ocupaciones. El perfil que se ha construido es especialmente atractivo para los seguidores del emprendedurismo como modelo social, quienes afirman que el “pobre es pobre porque quiere”, o que basta “echarle ganas” para acceder al destartalado elevador de la movilidad social.
Los muskliebers, nombre que recibe la dudosa tribu que respalda todo y cuanto Elon Musk hace o dice, ven en el multimillonario la conclusión de aquel debate inconcluso sobre la historia y sus hacedores. A la pregunta de si es la historia una plataforma de fuerzas y tensiones ajenas a la voluntad humana, o una materia en construcción influenciada por algunas personalidades excepcionales, los muskliebers ven en el dueño de Tesla la conclusión evidente de la cuestión: la historia está ahí para servir de escenario al gran Elon.
Tristemente, sus seguidores tienen algo de razón. El aspecto que tomó el mundo desde hace algunos años tiene la impronta del magnate. Su atención y recursos se encuentran en el pulso mismo de las nuevas formas de la economía y de la vida diaria. Por ejemplo, la producción de vehículos eléctricos o la investigación espacial, a través de sus empresas Tesla y SpaceX.
El ascenso del personaje fue discreto o, al menos, gradual. De vez en cuando, cierto periodismo daba cuenta del crecimiento de sus empresas sin mayores aspavientos. Le tomó cerca de treinta años llegar a la cúspide de la atención mundial, y casi el mismo tiempo avanzar en las listas de las personas más ricas del mundo.
La relación que se establece entre estos personajes –los más ricos de los ricos– y el resto de las personas mortales merece una reflexión. Entre la sociedad que los prohíja y los multimillonarios hay una natural lejanía. Las personas como uno, que dan por descontado que jamás verán franqueadas las puertas de los millones a mansalva, ven en esta élite una abstracción de la riqueza. Como toda abstracción, es tan inofensiva que no merece mayor atención. La vida de los multimillonarios es apenas un concepto –nadie ha visto a uno en persona–, un rumor lejano que de vez en cuando intercepta nuestra existencia por aspectos tan circunstanciales como una nota en la prensa rosa, o las insidiosas listas de millonarios que año tras año publica la prensa especializada.
Con Elon Musk las cosas son distintas. Quizá sea esa debilidad suya por la polémica gratuita, pero Musk ha dejado una marca profunda en cuestiones tan importantes como el transporte o la investigación científica, y en los últimos años en la discusión sobre la libertad de prensa y de opinión. La adquisición de Twitter por parte de Musk le dio esa dimensión de omnipresencia que en ocasiones resulta tan enojosa, excepto para los muskliebers, que gracias a ello cuentan con un manual sobre cómo sentirse u opinar respecto a una amplísima variedad de temas.
Twitter se había convertido, con justificadas razones, en la plataforma de discusión colectiva más importante para la sociedad occidental. Movimientos sociales alrededor de todo el mundo daban cuenta de la eficacia de esa red virtual como articuladora para la protesta. Regímenes enteros temblaban, y otros tantos cayeron, por la indignación digital que encontraba cauce en la plataforma. Muchos vieron en ella el canal que el mundo esperaba para dejar fluir la justa ira de nuestros días… Luego llegó Elon Musk y su mentalidad tiburón, y esos deseos de emancipación quedaron restringidos por una palomita azul. No bien aterrizaba en el corporativo de Twitter, sin reconcomio democrático alguno, Musk dio rienda suelta a sus ideas y, con aires de nuevo casero –lo que literalmente es–, se dispuso a echar a sus viejos inquilinos y comenzó una serie de “actualizaciones” que han vuelto a la otrora plataforma de la liberación en un mercado de las opiniones ajenas –algo que nunca ha dejado de ser, aunque ahora esa sea su vocación evidente.
Si el mundo es un barrio, decía, Elon Musk es el dueño del balón, y el dueño del balón cambió las reglas a su antojo. Como antes, no queda más que esperar que se le pase el berrinche, o esperar otro balón. Y otro dueño.