Josefa Ortiz de Domínguez
(Valladolid, hoy Morelia, México, 1768 – Ciudad de México, 1829) Patriota y heroína de la independencia de México, conocida también por el apodo de «la Corregidora de Querétaro».
Josefa Ortiz de Domínguez
El levantamiento liderado por el sacerdote Miguel Hidalgo en 1810, que puso en marcha el proceso que conduciría, once años después, a la independencia de México, se había fraguado en la llamada conspiración de Querétaro, cuyos miembros se reunían en la casa de Josefa Ortiz y su esposo Miguel Domínguez, corregidor de la ciudad. A riesgo de ser descubierta y capturada, como efectivamente ocurrió, Josefa Ortiz de Domínguez logró hacer llegar al cura Hidalgo y a otros conspiradores la noticia de que sus planes habían sido descubiertos; sin su aviso, el alzamiento nunca hubiera llegado a producirse.
Nacida en el seno de una familia de españoles de clase media, Josefa Ortiz de Domínguez fue bautizada el 16 de septiembre de 1768 con los nombres de María de la Natividad Josefa. Su padre, Juan José Ortiz, fue capitán del regimiento de los morados y murió en acción de guerra cuando ella contaba pocos años de edad.
Tras la muerte de su madre, María Manuela Girón, se hizo cargo de su educación su hermana María, la cual solicitó su ingreso en el Colegio de San Ignacio de Loyola. Durante los años que permaneció en el colegio aprendió a leer y a escribir y nociones básicas de matemáticas, además de lo que se consideraba en la época que debía aprender una señorita de su clase social, como bordar, coser y cocinar.
En el año 1791 contrajo matrimonio con Miguel Domínguez, que por aquellos años trabajaba en la secretaría de la Real Hacienda y en la oficialía del virreinato de Nueva España. Gracias a sus buenas relaciones con el virrey Félix Berenguer de Marquina, Miguel Domínguez fue nombrado corregidor de Querétaro en el año 1802. Durante los primeros años de matrimonio, Josefa se hizo cargo de las labores domésticas y de la crianza y educación de los dos hijos de su esposo, que había enviudado de su primera mujer. Todo parece indicar que la pareja era feliz; doce hijos nacerían a lo largo de un matrimonio que perduraría hasta 1830, año de la defunción del marido.
Al margen de sus quehaceres domésticos, Josefa Ortiz de Domínguez se mostró muy identificada con los problemas de la clase criolla, a la cual pertenecía por ser descendiente de españoles. A pesar de las reformas realizadas tras la llegada de los Borbones a España (1700), se había perpetuado la tradición de que fueran españoles nacidos en la península los que ocuparan los altos cargos de la administración virreinal y del ejército, relegando a los criollos a los puestos secundarios. Josefa defendió sus intereses de clase y también se hizo eco de las reivindicaciones de los indios mexicanos, que vivían en lamentables condiciones; intentó que se reconocieran los derechos de los indígenas y aprovechó su posición como esposa del corregidor para llevar a cabo numerosas obras de caridad.
En 1808 se produjo la invasión napoleónica de España, la cual tuvo como consecuencia el inicio de la guerra de la Independencia y la formación de las juntas de gobierno, ante la ausencia del rey Fernando VII. Las noticias llegadas de España en 1808 favorecieron el movimiento independentista de México; tras las iniciales muestras de apoyo al rey, comenzó a fraguarse en algunos círculos la idea de separarse totalmente de España. Después de un intento fallido del virrey José de Iturrigaray para formar una junta de gobierno independiente, se produjeron las primeras conspiraciones destinadas a subvertir el orden establecido.
Miguel Domínguez, como corregidor, había apoyado al virrey en su decisión de formar una junta de gobierno, pero ante la imposibilidad de llevar esos planes a la práctica, comenzó a simpatizar con el ideario independentista, al parecer por influencia de su esposa, que se convirtió en una firme colaboradora del movimiento. Pasados los primeros momentos de confusión, cada vez se hizo más claro para muchos la necesidad de construir en México un Estado en el que imperaran los valores liberales. Tal convicción era compartida por el matrimonio Domínguez, que a partir de 1810 abrió su casa a unas supuestas tertulias literarias que eran en realidad reuniones de carácter político.
En estas reuniones se tomarían las decisiones para organizar e iniciar un levantamiento contra el virrey y constituir una junta para gobernar el país en nombre de Fernando VII. A la casa de los corregidores acudieron algunas de las más relevantes figuras de la primera fase del proceso emancipador, como los capitanes Joaquín Arias, Juan Aldama, Mariano Abasolo e Ignacio Allende (quien al parecer pretendió a una de las hijas de Josefa) y el cura Hidalgo. Los miembros de la que sería conocida como la conspiración de Querétaro acordaron alzarse en armas contra el recién nombrado virrey Francisco Javier Venegas el primero de octubre de 1810.
Conspiradores de Querétaro: Hidalgo, Allende, Aldama y el matrimonio Domínguez
El 13 de septiembre de 1810, sin embargo, se informó al juez eclesiástico Rafael Gil de León de que se estaba preparando en Querétaro una conspiración para proclamar la independencia de México, con el aviso de que se estaban almacenando armas en las casas de los simpatizantes del movimiento revolucionario. Rápidamente dicho juez informó al corregidor Domínguez para que interviniera en el asunto.
Aunque no participó de forma activamente comprometida en las reuniones que se mantenían en su casa, Miguel Domínguez conocía perfectamente a los implicados en la conspiración; no obstante, fingiendo ignorar la situación, comenzó a realizar los registros que el juez le ordenaba. Tras comunicar a su esposa que la conjura había sido descubierta por las autoridades españolas, decidió encerrarla en su habitación para evitar que informara a los implicados, en un intento de salvar a su familia y a él mismo de posibles represalias, puesto que eran conocidas tanto sus inclinaciones políticas como las de su mujer.
Fiel a sus principios, Josefa Ortiz de Domínguez decidió pese a ello intervenir y avisar a los revolucionarios. Elaboró una nota con letras impresas sacadas de periódicos para evitar que se reconociera su propia caligrafía y la envió al capitán Ignacio Allende a través del alcaide Ignacio Pérez, el cual cabalgó en busca del capitán y, al no encontrarle en San Miguel el Grande, entregó la misiva al padre Miguel Hidalgo.
Tras recibir la notificación de Josefa Ortiz, el padre Hidalgo decidió adelantar el levantamiento a la madrugada del 16 de septiembre de 1810. Desde su posición como párroco de Dolores, Miguel Hidalgo convocó a sus feligreses a una misa, y en ella hizo un llamamiento a alzarse en armas contra las autoridades coloniales y a luchar por un gobierno más justo; tal proclama es conocida como el Grito de Dolores. La inmensa mayoría de sus parroquianos eran indígenas y gentes humildes que se encontraban en precaria situación a causa de las duras condiciones de vida y las tremendas desigualdades sociales que imperaban en el virreinato, y respondieron de inmediato a su llamada. Comenzaba así el largo y cruento proceso de emancipación de México, que no alcanzaría la independencia hasta 1821.
Gracias al aviso de la Corregidora, como se la apodaría popularmente en la época, muchos conspiradores pudieron escapar antes de ser detenidos por las autoridades virreinales; Josefa Ortiz, en cambio, no salió bien parada de su arriesgada acción. El 14 de septiembre, después de recibir respuesta de Hidalgo, había mandado una carta a Joaquín Arias para que se preparase para la lucha; pero el capitán la delató, y tanto Josefa como su marido fueron arrestados el mismo día en que se produjo el Grito de Dolores.
Tras su detención, Josefa Ortiz de Domínguez fue conducida al convento de Santa Clara, y su marido, al de Santa Cruz, ambos situados en la ciudad de Querétaro. Juzgado y destituido en primera instancia, Miguel Domínguez fue luego liberado gracias a la intervención popular; durante los años de su mandato como corregidor había demostrado su apoyo a las clases más desfavorecidas, oponiéndose por ejemplo a aplicar la medida propuesta por virrey (para sanear la hacienda real y recaudar fondos) de poner a la venta los bienes de las obras pías, instituciones benéficas que arrendaban tierras a bajo precio.
Josefa, por su parte, fue trasladada a la capital en el año 1814, siendo recluida en esta ocasión en el convento de Santa Teresa. A pesar de los esfuerzos de su marido, que ejerció de abogado defensor, fue declarada culpable de traición en el proceso que se le siguió. Los últimos años de cautiverio los pasó en el convento de Santa Catalina de Sena, considerado más estricto que los anteriores. La situación de la numerosa familia Domínguez fue precaria durante estos años, puesto que Miguel Domínguez, gravemente enfermo, apenas si podía ver a su esposa, y no disponía de ingresos para mantener a sus hijos. El virrey Juan Ruiz de Apodaca se hizo cargo de la situación; reconoció a Miguel Domínguez el derecho a percibir un sueldo por los servicios prestados y liberó a Josefa en junio de 1817.
En 1822, un año después de haber liderado el movimiento que dio la independencia efectiva al país, Agustín de Iturbide se autoproclamó emperador de México y ofreció a Josefa Ortiz de Domínguez ingresar en la corte como dama de honor de su esposa, Ana Duarte de Iturbide. Josefa rechazó con contundencia un ofrecimiento que más parecía una intolerable burla, ya que pensaba que la instauración de un Imperio era totalmente contraria a los ideales por los que se había luchado durante el proceso de emancipación.
En los últimos años de su vida, Josefa Ortiz de Domínguez se relacionó con grupos liberales de carácter radical. En todo momento se negó a recibir cualquier recompensa por el apoyo inestimable que había prestado a la consecución de la Independencia: en su opinión, no había hecho más que cumplir con su deber de buena patriota. Falleció en Ciudad de México el 2 de marzo de 1829, a la edad de sesenta y un años. Sus restos fueron enterrados en el convento de Santa Catalina, aunque algún tiempo después fueron trasladados a Querétaro, donde reposan junto con los de su marido en el Panteón de queretanos ilustres, en un mausoleo construido en su honor en 1847 en el antiguo huerto del convento de la Cruz.
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena.