Imposible no identificar a ‘Tongolele’, la del mechón blanco, con el cine y el espectáculo en México

Tongolele toma la carpa

Jorge Boccanera

En la carpa, la escenografía se reduce a un telón de fondo con pinturas de guacamayas y palmeras gigantes. La brisa produce en la tela lentas ondulaciones y las serpientes se retuercen en las ramas pintadas. El público reclama a su estrella golpeando las palmas, las luces barren la pista. Joaquín, compañero de vida de Tongolele, se vuelca sobre el parche, escarba con el tableteo de sus manos para a arrancarle monosílabos a la voz cavernosa del tambor. Ahora el sonido se diluye porque Joaquín recita un poema de Elías Nandino dedicado al instrumento. El volumen regresa con los primeros acordes de “Moliendo café”, que como si fuera un himno anuncia la aparición de la estrella central, la mujer que pareciera que nunca caminó en la vida, que no hizo otra cosa que bailar. Entonces el público estalla en aplausos y gritos, y Tongolele toma
la carpa.

II

Recordé esa escena de 1990 en estos días mientras acomodaba cartas que conservo de gente amiga, y me topé con la letra diáfana y minuciosa de Yolanda Montes, Tongolele. Me agradecía una entrevista que le había hecho por ese tiempo para el Magazin Cultural del diario El Espectador de Colombia, entre la crónica y la historia de vida en su casa de la calle Amatlán. Unos años atrás yo había integrado la legión de exiliados políticos que encontraron albergue en México.

En esas cartas contaba que estaba escribiendo su autobiografía. “Es un libro dedicado a mi carrera”, decía y se quejaba de estar avanzando muy lentamente: “Llevamos como dos meses y aún estamos por los años ’54 y ’56”. En otras páginas compartía su orgullo por un homenaje en el Palacio de Bellas Artes: “seré la primera bailarina ‘non clásica’ en recibir tal tributo”; agregaba que le estaban filmando un documental para la televisión y que había participado en un concierto en Miami junto a Celia Cruz para una campaña contra el sida. Debía decidirse –decía– por algunos proyectos en puerta, como protagonizar una telenovela y dedicarse a enseñar baile; justo ella, que nunca había recibido clases y que bailaba “por instinto”.

III

A Yolanda la había visto bailar por vez primera en 1979 en el King Kong, mítico cabaret de Ciudad de México. Verla fue constatar palabras de Alberto Dallal en su libro La mujer en la danza: “un lunar-mechón blanco en su cabeza de leona, gata montesa” y unos ojos “entre verdes y azul, vetas de oro”. También Margo Su en Alta frivolidad la retrata: “Una cascada de pelo negrísimo enmarca los pómulos pronunciados, y la boca carnosa, sensual, sin sonrisa.” Añade que una mañana las paredes de la ciudad se vieron tapizadas por afiches que taparon los de lucha libre, teatro, boxeo y toros anunciando un nombre que sonaba divertido, “Tongolele”. La bailarina, publicitada en los carteles con frases altisonantes –“cuerpo de diosa y cara de ángel”–, pronto tendría al público subido en las mesas, apiñados para ver “la del bikini de piel de tigre”, el mechón blanco, “el huracán tahitiano”, la exótica, “la diosa pantera”.

A esa leyenda estábamos aguardando algunos amigos en el King Kong, ese baile “sagrado”, enlace de cuerpo, alma y espíritu que según los entendidos en los orígenes de la danza del vientre se remonta a la época de los faraones. La bailarina, la diosa de la fertilidad dibujando un temblor, esa vibración que Flaubert llamó “de la abeja” y que en el cuerpo de la sacerdotisa siempre nos revela un secreto.

Promediando los años ochenta regresé a Argentina, pero en un viaje a México en 1990 me enteré que Tongolele iba a presentar su espectáculo en la Carpa Geodésica y no dudé en ir a verla y proponerle una entrevista, ésa que saldría luego en el Magazín Cultural que dirigía el poeta colombiano Juan Manuel Roca y que se replicó en dos libros de historias de vida, Malas compañías Ángeles trotamundos. Le debo a México haberme iniciado como periodista, espoleado por la curiosidad y el fisgoneo que, como ese “cazador furtivo” –al decir del escritor polaco Ryszard Kapuscinski–, busca trazar sus retratos hablados en la diversidad de quienes encarnan con pasión un destino, una vocación,
un rumbo. Sea Tongolele o Gregorio Fuentes (capitán del barco de Hemingway), el bolerista César Portillo de la Luz o el escritor José León Sánchez (autor de la novela La isla de los hombres solos), sea Nora Cortiñas (una de las líderes de Madre de Plaza de Mayo) o el poeta Luis Cardoza y Aragón, entre los muchos personajes que entrevisté.

IV

Transcribo aquí breves fragmentos de aquella extensa entrevista:

“El nombre surgió de la idea de unos compañeros, escribimos en unos papeles palabras tahitianas y africanas, las juntamos al azar y salieron cosas muy chistosas, finalmente eligieron ‘Tongolele’. Imagínese, llegué a cumplir dieciséis años en México; poco antes había debutado en Hollywood en una revista tahitiana; el cantante cubano Miguelito Valdés, famoso por su tema ‘Babalú’, me contrató como pareja de rumba. Luego un empresario, hermano del productor de películas de Cantinflas, me convenció de que mi número iba a causar sensación en México. Debuté en el Iris que ahora se llama Fru-Fru. Yo podía trabajar en el Club Verde, pero también en el Patio.”

”Nací en Washington y a los siete años me llevaron a California. Mi padre era piloto de avión, además le gustaba cazar y colgaba algunas pieles de animales en el sótano de la casa. Yo bajaba a ese lugar con mis zapatitos de ballet y me sentía transportada. En aquel sótano entraba un rayo de sol que era como un spot, me gustaba bailar bajo esa luz. Mi padre era de origen sueco español y mi madre francesa antillana; mi abuela era tahitiana y yo de pequeña veía todas las películas de tipo polinesio. Nunca tomé clases de nada, soy autodidacta, cuando observaba un baile iba pronto a practicarlo a mi casa. A mí me llaman los tambores.

”Mire, mi personalidad se formó en el temor por la censura. Yo no tenía representante ni hablaba español, nadie quería decir que era gringa porque no era bien visto. No tenía documentos y burdamente había falsificado una copia del certificado de nacimiento. Entré a México siendo menor de edad y cada año me querían echar; yo pensaba que si aparecía en el escenario riéndome y meneándome iban a pensar lo peor, quizá por eso alguien dijo que yo era la cadera sonriente y la cara seria.

”Yo no soy vedette, soy una bailarina que ha hecho cine y teatro. La vedette de hoy está muy mal. Vedette era Rosita Furnet; ahora cualquiera que tenga un buen cuerpo, enseñe un poquito, se ponga plumas y lentejuelas, aunque no baile ni cante, ya es artista. Prefiero que digan que soy bailarina. Hoy muchas utilizan formas artificiales para crear su cuerpo. Cuando vine a México me gustaba mucho María Antonieta Pons, inició la era de las rumberas.

”No acepté nunca joyas o dinero. En Brasil alguien me envió un tigre de regalo, y en Caracas encontré en el camerino un ramo de ¡trescientas orquídeas! Soy muy espiritual, tengo una especie de sexto sentido, cosas que heredé de mi familia, los tahitianos; pensaba mucho en algo y sucedía. No soy religiosa en el sentido de ir a la iglesia, pero creo en un ser más allá, un divino poder.

”¿Vanidad? Creo que uno debe tenerla aunque no sobreestimarse, la fama puede acabar en cualquier momento. Yo sigo mi vida, nunca puse mucho caso en la fama. Fíjese que entre mi público estaban Anthony Quinn, Feredrich March, Donald O’Connor, Sam Goldwyn Mayer; iba a los toros con John Wayne, hacía películas con Boris Karloff. Me ofrecieron contratos en Estados Unidos. Había que tomar clases de todo y no hablar de mis hijos, se iba a invertir mucho dinero, quiero decir que te tienen que subir y te absorben. No quise ir y a veces mis hijos me reclamaron; ‘¡serías una gran estrella!’, dicen; les contesto que estaría muerta como Marilyn Monroe.”

Coda

A Yolanda Montes volví a verla personalmente en 2006. Enterada de la presentación de un libro mío, tuvo la gentileza de llegar a saludarme a La Casa del Poeta en la Colonia Roma (¿alguien escuchó esa tarde un suspiro de López Velarde tras la puerta?). Radiante como siempre, dio una rúbrica inesperada a esa actividad literaria. Con su trato afable, su belleza sobria, su sencillez, su cordialidad hablando con uno y con otro, la Tongolele que gustaba de la rumba abierta y de improvisar como los gitanos, aquella que dibujaba un guiño con todo el cuerpo, la de la cadera sonriente y la cara seria, nos acompañó. La mujer que escribió con la punta del pie en numerosos escenarios internacionales, la historia de una niña que comenzó bailando en el sótano de su casa y casi sin querer inventó un estilo, un temblor.

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