W.G. Sebald, la narración del desarraigo

W.G. Sebald, la narración del desarraigo y el corazón de la ficción

James Wood

 

La siguiente entrevista, hasta ahora inédita español, tuvo lugar en la ciudad de Nueva York el 10 de julio de 1997 y gira en torno al célebre título Los emigrados.

¿Podría comenzar preguntándole acerca de la cuestión de los antecedentes? La originalidad del libro hace que la búsqueda de pistas sea inusualmente inútil y difícil. Pero quería preguntarle cómo surgió la forma, en particular con las fotografías y este aspecto de lo ficticio y lo real.

–La inclusión de fotografías en el texto tiene que ver con el proceso de escritura, que empezó a desarrollarse bastante tarde en mi carrera. Como quizá sabe, hasta no hace mucho era un académico ordinario. Poco a poco me fui adentrando en la escritura creativa –como se suele llamar– después los cuarenta años, supongo que por un sentimiento de frustración con mi profesión académica, y simplemente porque quería encontrar una vía de escape, algo que pudiera hacer en el cobertizo sin que nadie se enterara. La primera obra en prosa que hice es un texto, igualmente conformado por cuatro piezas independientes, llamado Vértigo, pero que también podría significar “prestidigitación”. Tiene un capítulo –creo que es el primero, si no recuerdo mal– precisamente sobre Stendhal, e incluye algunos dibujos de La vida de Henry Brulard. El proceso de escritura, a medida que me adentraba en él, se debió en muchos casos a imágenes que se cruzaron en mi camino, que contemplé durante largos períodos de tiempo y parecían contener algunos elementos enigmáticos que quería desentrañar.

Así que generaron el impulso para intentar escribir este tipo de cosas. Debido a eso, es que han mantenido su lugar. Con el tiempo se transformó en una especie de hábito incluir estas imágenes. Creo que cuentan su propia historia dentro de la narración en prosa y establecen un segundo nivel de discurso silencioso. Mi ambición sería producir el tipo de prosa que tiene un grado de silenciamiento al respecto. Las fotografías, en cierto sentido, me han ayudado a lo largo de este trayecto.

Una pregunta banal pero inevitable –para descartarla del camino– es preguntarle aproximadamente qué proporción de esas fotografías hacen referencia a sus personajes.

–Esta pregunta me la hacen con bastante frecuencia. Un gran porcentaje de esas fotografías son lo que usted calificaría de auténticas, es decir, que realmente fueron extraídas de los álbumes de fotos de las personas descritas en los textos
y son un testimonio directo del hecho de que estas personas existieron de esa forma concreta. Un pequeño número –sospecho que debe ser alrededor del diez por ciento– son imágenes, fotografías, postales, documentos de viaje, cosas del tipo que utilicé de otras fuentes. Me parece que son, en la gran mayoría, registros.

Para centrarme en un solo relato y darme una idea de cómo descubrió, manejó y elaboró el material, quizá podría preguntarle de forma muy general sobre la primera historia, la del doctor Henry Selwyn: ¿cómo llegó a sus manos, cómo obtuvo la información y como ocurrió más tarde el proceso de darle forma?

–La historia de Henry Selwyn es la primera del libro y la más breve. Eso indica que me resultó muy difícil elaborarla, porque más tarde, después de que este hombre se quitara la vida, regresé con la familia e hice preguntas minuciosas. También fue complicado porque Henry Selwyn y su esposa llevaban vidas muy separadas. Por lo tanto, fue extremadamente complicado volver a hablar con ella y sondearla sobre los motivos que podrían haber llevado a su distanciado marido a buscar la muerte. La información que se ofrece en el relato es en realidad muy escasa, en este caso en concreto, y no es más de la que realmente obtuve de él durante el tiempo en que aún vivía. Es muy probable que no habría podido descifrar la verdad que se ocultaba detrás su decisión de quitarse la vida, si él, en una fase muy tardía de su vida, no se hubiera prestado voluntariamente, por así decirlo, a una conversación muy breve que mantuvimos después de salir de su casa, para hablarme de su infancia en Lituania y de su migración a Inglaterra. Sólo porque disponía de esta información fragmentaria pude reconstruir lagunas muy grandes de lo que presumiblemente fue una biografía muy particular. Pero tal como se describe la historia, con todas sus lagunas y omisiones, es muy parecida a como la viví.

En cierto sentido, la fragmentación de los datos le resultó útil desde el punto de vista de la ficción. Uno de los aspectos misteriosos del libro es que, mientras que en un nivel hay razones obvias para este tipo de desesperación y disminución interior de la que hablé, en otro hay algo misterioso sobre lo que exactamente provoca esto.

Las cuatro personas cuyas vidas se describen en esos textos son personas que escaparon al impacto directo de la persecución [nazi], a las que uno contaría entre aquellos a los que Primo Levi llamaba «I SALVATI» [“LOS SALVADOS”] en contraposición a “I SOMMERSI” [“LOS AGOBIADOS”]. Lo que me interesó especialmente, cuando empecé a reflexionar sobre estas vidas, fue el tiempo transcurrido entre una catástrofe vivida indirectamente y el momento en que alcanzó a estas personas muy tarde en sus vidas, es decir, el fenómeno de la vejez, el suicidio y la forma en que ese tipo de decisiones drásticas son desencadenadas por cosas que se remontan muy atrás en el tiempo. La mentalidad de las personas que se acercan a la vejez –y creo que esto es algo que experimenta la mayoría de la gente– es que cuanto más envejeces, de algún modo más se reduce el paso del tiempo entre tu edad actual y tu infancia o juventud. Ves cosas que están muy lejanas con extrema claridad, muy manifiestas, mientras que cosas que ocurrieron hace dos o tres meses de alguna manera se desvanecen. Es esta recreación del pasado, en la mente de estas personas, lo que me interesaba, más allá de la causa inmediata que les llevó a quitarse la vida.

Esta recreación, como sugiere constantemente su libro, es la actividad de la memoria, pero también es parte del trabajo de escribir ficción. Es imaginativa, está abierta a extrañas apropiaciones e imprecisiones, y así continuamente. Esta forma particular de narrativa, incluso sin las fotografías, puede plantear la cuestión de qué se imagina y qué se recuerda. Por ejemplo, cuando el amigo de Paul Bereyter está describiendo la pérdida de visión de Paul, usted escribió: “contempló el mundo gris rata ante él”. Mientras uno lo lee piensa “parece dividido en dos si está gestado por su palabra o por la tuya”. No me interesa saber de quién es la palabra, pero algo en esta forma de ficcionar –de cuasi-documental– plantea automáticamente la cuestión, creo.

–Me parece que, hasta cierto punto, cualquier forma de ficción lo hace también de esta misma manera. Siempre te deja sin saber cuánto es inventado y cuánto se refiere en el texto a personas reales e incidentes verídicos en el tiempo. El caso clásico de esto creo que son las novelas de Thomas Mann, que indignaron a todos aquellos que pensaban haber sido retratados en ellas de forma poco amable. En cierta medida, creo que esto siempre está ahí. Más allá de eso, lo que intento –de forma bastante consciente– es precisamente señalar esa sensación de incertidumbre entre realidad y ficción, porque creo que en gran medida nos engañamos a nosotros mismos con el conocimiento que creemos poseer, que lo inventamos sobre la marcha, porque hacemos que se ajuste a nuestros deseos y ansiedades e inventamos un camino en línea recta para calmarnos. De modo que todo este proceso de narrar algo contiene una especie de cualidad tranquilizadora que se pone en tela de juicio. Esa incertidumbre que el narrador tiene sobre su propio oficio se transmite entonces, como espero, al lector, que experimentará –o debería experimentar– una sensación similar de irritación sobre estas cuestiones. Creo que la escritura de ficción que no reconoce la incertidumbre del propio narrador, es una forma de impostura y que me resulta muy, pero muy difícil de aceptar. Cualquier forma de escritura autoral, en la que el narrador se erige en tramoyista y director y juez y ejecutor de un texto, me parece en cierto modo inaceptable. No soporto leer libros de este tipo.

Sus fotografías se imponen e intensifican la narración, porque nos piden que reflexionemos sobre lo imaginado y lo recordado. Pero creo que también un patetismo adicional es que no sólo se refieren a algo que sucedió y pertenece al pasado, sino que todas las fotografías se refieren a lo que está a punto de ocurrir después de que concluya el encuadre. Por lo tanto, todas apuntan hacia adelante de alguna manera. ¿Existe alguna relación entre esto y algo inherente a la nostalgia que también mira en ambos sentidos, hacia atrás y hacia delante? Porque la nostalgia es utópica, una huida y una condena.

Las fotografías son el epítome de la memoria o de alguna forma de memoria materializada. Lo que siempre me ha llamado la atención –no tanto acerca de las fotografías que se hacen ahora en grandes cantidades– son las fotografías más antiguas, tomadas en la época en que la gente se hacía fotos quizá dos o tres veces en la vida, y tienen algo de espectral. Parece como si las personas que aparecen en ellas tuvieran los bordes borrosos, muy parecidos a los fantasmas que te puedes encontrar en cualquiera de esas calles de ahí fuera. Es esa cualidad enigmática la que me atrae de estas imágenes. No es tanto el sentimiento de nostalgia como el hecho de que hay algo totalmente misterioso en las fotografías antiguas, que casi están diseñadas para perderse: permanecen en un álbum que desaparecerá en un desván o en una caja, y si salen a la luz lo hacen accidentalmente, cuando tropiezas con ellas. La forma en que estas fotos perdidas se cruzan en tu camino tiene algo de casualidad y de destino. Entonces, por supuesto, empiezas a darle vueltas y de ahí viene gran parte del deseo de escribir sobre ellas.

Creo que la peculiar conmoción de las fotografías, tal y como están dispuestas en este libro, se debe también a que la documentación es un tema tan delicado en relación con el Holocausto. Hay un patetismo adicional si estas fotografías nos están diciendo que el deseo alemán de silenciar y acabar con los testigos ha sido derrotado. Por un lado, el libro nos dice eso y, por otro –lo que es más complicado–, también nos dice que no busquemos la vida en estas fotografías, porque no está del todo ahí; es opaca y misteriosa.

–Sí, y hay uno o dos casos en el texto que apuntan a la poca fiabilidad precisamente de estas fuentes. En el relato final hay una fotografía que muestra la quema de libros en la Residenzeplatz [la Plaza Residencial, en Salzburgo, Austria]. Uno de los personajes del relato dice que esta foto es una falsificación, que la gran nube de humo que sale de los libros quemados fue editada posteriormente en la foto, porque no pudieron tomar una fotografía adecuada por la tarde, cuando sí se produjo esta quema de libros. Los periodistas fascistas de entonces eligieron una fotografía que mostraba una reunión cualquiera en la Plaza Residencial e insertaron en ella la nube de humo. Así que parece un documento, pero en realidad es una falsificación. Entonces el personaje dice: “De esta manera es como comenzó, con este tipo de cosas, como esta falsificación en particular, así que todo –desde el principio– fue una falsificación.” Y eso desenmascara al narrador por completo, de modo que, como lector, uno puede preguntarse: “
¿De qué está hablando? ¿Por qué intenta hacernos creer que esas imágenes son reales?” Es este tipo de estrategia, la de hacer que las cosas parezcan inciertas en la mente del lector, lo que el narrador persigue de forma bastante deliberada.

¿Puedo preguntarle, para ir un poco más allá de las preguntas más abstractas, sobre la tercera historia, la del tío abuelo Adelwarth –que va un poco en la línea con mi pregunta sobre el doctor Selwyn–, cuánto de esa historia ya conocía, cuánto tuvo que averiguar y cuánto tuvo que inventar?

–En cierto sentido, esta era la historia que me interesaba más inmediatamente, porque se refiere a mi propia familia. Como mencioné al comienzo de esta historia, cuando era pequeño sólo me encontré una vez con un tío abuelo, y ya desde entonces me pareció –y, en cierta medida, también retrospectivamente– un personaje extraordinario que no encajaba en la familia. Después, como le ocurre a uno cuando es niño o cuando crece, me olvidé por completo de él durante mucho tiempo. Hace unos quince años, cuando vine a esta ciudad, primero que todo para dar una conferencia en el Instituto Goethe, aproveché la ocasión para trasladarme a Nueva Jersey y visitar a mis familiares que vivían allí. Eché un vistazo –como es mi costumbre– a los viejos álbumes de fotografías que tenía mi tía. Y allí estaba la fotografía de mi tío abuelo, vestido de árabe, tomada en Jerusalén en 1913. Se trataba de una fotografía que nunca había visto antes y que, de algún modo, me iluminó al instante sobre quién era aquel hombre y cómo había llegado a ser como era. Ignoraba en ese momento cómo había terminado, pero más tarde supe –al ver la fotografía y por las predilecciones que guardaba– que sus afectaciones psicológicas eran tales que su propia familia no podía admitirlas. Inicié desde ahí. Este fue el punto de partida para seguir explorando más hondamente en su biografía tan singular. Le pedí a mi tía que me contara todo lo que supiera sobre esta vida en concreto, también hice preguntas a mi tío, y todo eso está registrado en este relato. Más tarde también viajé a algunos de los lugares que figuraban en sus narraciones. Así que fui a Deauville durante unos quince días, y exploré por allí para ver qué encontraba. No fui a Jerusalén. El tío abuelo y Cosmo Solomon, el joven al que cuida, viajaron juntos en 1913 a Jerusalén a través de Constantinopla. Si vas a la Jerusalén actual, sospecho que encontrarás muy pocos rastros de cómo era Jerusalén en 1913. Si hubiera ido allí para intentar encontrar materiales de locación, para esa parte de la historia, me habrían llevado por el camino del engaño. En este caso concreto me basé en viejos relatos de viajes, como el Itinéraire à Jerusalem de Chateaubriand, del que hay muchas citas en este pasaje en específico, o en los relatos de viajes redactados por un geólogo alemán a finales del siglo XIX. Así pues, el texto se constituyó a partir de materiales procedentes de diversas fuentes y diferenciados en distintos niveles, es decir, se trata de materiales históricos, materiales recogidos personalmente por el narrador e historias contadas al narrador por otras personas.

Una de las cosas que más debe impresionar a los lectores de este libro en inglés es el exquisito cuidado de la prosa y de la traducción. Hay una tensión –casi una contradicción– entre la elusividad, el misterio, la opacidad del material y el extremismo enérgico, casi fanático, de los calificativos, que me recordó a Thomas Bernhard: una especie de radicalismo del lenguaje que va a la par con esta ilocalizabilidad. Por ejemplo, toda la manera de ser de Paul en aquella época era “extraordinariamente serena”, el tío Adelwarth tenía “una tremenda dificultad con las tareas cotidianas”, Max Ferber recuerda haber visto barcos en Manchester y lo recuerda como un “espectáculo absolutamente incomprensible”. El lenguaje impone constantemente una especie de extremismo, y esto va unido a algo apacible. Quería preguntarle sobre eso. Y luego una pregunta más importante, acerca de cómo trabajó con el traductor.

Estos calificativos, que son incorporados en casi todas las frases, son sin duda un homenaje a Thomas Bernhard, que hacía uso de lo que yo quizá intentaría calificar como escritura periscópica. Todo lo que relata el escritor está mediado en ocasiones por uno o dos escenarios más, lo que da lugar a estructuras sintácticas laberínticas bastante complicadas y, en cierto sentido, exoneran al narrador, porque nunca pretende saber más de lo que realmente le es posible. Ese radicalismo al que te refieres creo que también está presente en Thomas Bernhard, aunque en mucha mayor medida. Él realmente se entrega todo el tiempo a la hipérbole. He intentado conservar algo de esto, porque Thomas Bernhard significó mucho para mí en más de un sentido. Lo que ese extremismo me parece indicar es que las cosas que se te quedan grabadas son siempre superlativas, siempre son desproporcionadas. Esto es algo que no hay que olvidar. Contar un relato es un exceso en sí mismo. Todos lo sabemos. Cuando contamos nuestras historias en las cenas y tu mujer ya no puede soportar escuchártelas, ¡es porque cada vez que la relatas se vuelven más exageradas! Se vuelven más grotescas, más extrañas y más divertidas, o más aburridas, según el caso. Pero creo que ese impulso hacia lo extremo es inherente al oficio de narrar historias. Eso plantea invariablemente la cuestión de cuál es realmente la verdad, porque la última vez que contaste una historia no era así, era mucho menos extrema, mucho menos divertida. Si el público recibe bien una historia que es falsa y hay un testigo presente que sabe que es falsa, te encontrarás ante una situación muy incómoda. De repente, ya no eres un narrador, sino un impostor. En general, todo este tipo de cosas son las que permanecen en el corazón de la escritura de ficción. No cabe duda de que están ahí. Uno intenta compensar esa frivolidad de otras maneras, es decir, intentando ser lo más fiel posible en todas las áreas en las que la meticulosidad sea posible. Esto suele referirse más a los objetos que a las personas. Nunca se sabe realmente lo que sentían estas personas, pero es posible imaginar lo que podía significar para ellas un manojo de moras, o la decoración de determinado estilo o un intérieur [interior] en concreto. Es a ese nivel al que intentas compensar tus vacíos, por así decirlo, de fiabilidad, que de otro modo podrían estar presentes.

¿Quiere que le diga algo sobre este asunto de la traducción? Bueno, hay muchas razones por las que los textos alemanes no llaman la atención en el mundo anglosajón. Hay una desvalorización natural desde el inglés, que es una lengua dominante, hacia todas las demás lenguas secundarias. El alemán está empezando a adquirir rápidamente el estatus de lengua menor, junto con el italiano y el francés. Sabemos que los franceses están muy preocupados por la disminución de la presencia del francés en la escena mundial. Hay un desprecio natural en la exclusión de estas lenguas. Aunque los ingleses tenían –durante el siglo XIX– una cultura de la traducción muy desarrollada cuando gente como Coleridge y otros estaban mucho más en contacto con la cultura alemana, eso se quedó en el camino, sobre todo por razones históricas. Fue el absurdo del segundo imperio y el fascismo alemán lo que reforzó la insularidad de los británicos. En los años de postguerra, si no hubiera sido por los emigrantes, creo que no se habría traducido nada. Todos los libros que se tradujeron al inglés
–los de Heinrich Böll, los de Günter Grass y los primeros de Handke– fueron casi todos traducidos por un solo hombre, Ralph Manheim l

Traducción de Roberto Bernal.

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