El soldado desconocido: Salomón de la Selva, un poeta nicaragüense en la guerra
Abraham Truxillo
A finales de agosto de 1918, el poeta nicaragüense Salomón de la Selva, de veinticinco años, viajó en un buque de la armada británica desde Nueva Escocia (Canadá) hacia Inglaterra para combatir en la primera guerra mundial. Tras una corta estancia en las barracas de Hounslow, al oeste de Londres, el cabo De la Selva fue trasladado al puerto militar de Felixstowe. En una carta dirigida a la escritora estadunidense Theresa Helburn, afirmó que estaba listo para recibir a los alemanes y que no tomaría prisioneros.
Durante más de un año había ansiado la oportunidad de combatir, pero la fortuna se la había negado. En Estados Unidos le impidieron alistarse en el ejército –pese a haber merecido el grado de teniente en el campo de entrenamiento–, dada su condición de extranjero y puesto que no había querido renunciar a su nacionalidad. Encima, habían recaído sobre él acusaciones de anti Estados Unidos. En una lectura en Nueva York, De la Selva le había reclamado desde el podio a Teodoro Roosevelt por la ocupación estadunidense de Nicaragua. Su ascendencia le abrió por fin las puertas de la guerra: su abuela materna era inglesa. Por ello fue admitido en el ejército británico. Cuando por fin llegó el momento de cruzar el Mar del Norte hacia la línea de fuego, a De la Selva se le negó una vez más la oportunidad de luchar porque los miembros de la unidad a la que se integraría debían ser ingleses de nacimiento. Se quedó entonces sirviendo en la retaguardia, viendo partir a su compañeros.
Algunos de sus poemas en inglés sobre la guerra habían aparecido en revistas estadunidenses. Un puñado de ellos formarían parte de su primer libro, Tropical Town and Other Poems. Apenas unos días después de la capitulación alemana, De la Selva le envió otra carta a Helburn expresándole su desazón por no haber entrado en batalla. No obstante, De la Selva estaba en paz; según sus propias palabras, “podía volver a la vida civil con el pecho erguido”, ya que no era su culpa “no haber tenido la oportunidad de morir con heroísmo”.
De haber muerto en la guerra, hoy De la Selva sólo formaría parte de la historia de la poesía angloamericana. Su presencia en publicaciones estadunidenses no fue menos suigéneris que en el ejército británico. Por fortuna, De la Selva sobrevivió para cumplir distintos papeles en la literatura hispanoamericana: primero como iniciador de las vanguardias poéticas, luego como un modernista tardío y finalmente retrocediendo en la tradición para cultivar un neoclasicismo de temas civiles y precolombinos. Su itinerario lo llevó a ocupar diversos cargos en México, Costa Rica y Panamá. En su país apoyó la lucha antiimperialista de Sandino y fue delegado sindical.
Sin embargo, a pesar de este protagonismo, tanto sus libros de poesía como de narrativa se publicaron en tirajes de poca circulación y varios se dieron a conocer póstumamente. De la Selva siempre mostró indiferencia hacia la edición de sus libros y hacia su reedición; tan es así que, a finales del siglo pasado, sus antologadores se vieron incapaces de recopilar toda su obra, e incluso hoy sus trabajos de juventud A Soldier Sings y Cancionero de Diego Rivera están perdidos.
II
Su primer libro en español, El soldado desconocido (México, 1922), apareció publicado por la legendaria editorial Cvltvra, con portada de Diego Rivera. Los cincuenta y cinco poemas que lo componen dan cuenta –como un diario de campaña– del enrolamiento, la marcha al frente, la lucha en las trincheras, la licencia y el regreso a la batalla. Tras la rendición alemana, el poeta había visto cómo se le erigían monumentos a los “soldados desconocidos”. En el prólogo informa que él pudo ser uno de esos combatientes anónimos a los que ahora se rendía tributo y que, en contraparte, existieron soldados con identidad, ajenos a la gloria, a quienes las ceremonias ignoraron. A nombre de esos soldados De la Selva escribió su obra.
Se trata del único libro de poesía sobre la gran guerra escrito por un soldado hispanoamericano. Su importancia radica, según Octavio Paz, en que introdujo en la lírica en español los giros coloquiales y el prosaísmo de la poesía estadunidense. Si Rubén Darío –a quien De la Selva tradujo y sirvió de intérprete en Nueva York en 1914– tomó los matices de la literatura francesa para incorporarlos a su obra, De la Selva hizo lo propio sirviéndose de la poesía en lengua inglesa. Para José Emilio Pacheco, el libro dio inicio a la antipoesía y a la poesía conversacional, dos ramas de la vanguardia; su novedad se aprecia en una expresión llana ajena a la entonación tradicional: “Nos embarcamos quién sabe en que? puerto/ muy entrada la noche./ La travesía fue desesperante:/ ¡Navegar en obscuro y sin saber a dónde!/ Corrió? la voz de que íbamos a Rusia:/ ¡Horror de horrores!”
Este prosaísmo se vale de elementos feístas y vulgares, que sólo habían sido utilizados por la poesía burlesca barroca, a fin de recrear la convivencia de los combatientes: “En el dug-out hermético,/ sonoro de risas y de pedos”, los soldados “se cuentan uno al otro/ intimidades obscenas” y se quitan “los piojos uno a uno” cuando alguien confiesa: “¡A mi mujer le apestan los sobacos!” La obra también fue novedosa por su incorporación del tiempo histórico y de referencias al mundo concreto que le dan un carácter de crónica. El soldado repasa los lugares de su recorrido en tanto que mantiene su identidad nacional: “Pero cuando supieron/ que venía a la guerra yo,/ nicaragüense,/ a pelear por Nicaragua,/ los beatos,/ y los discutidores en público,/ y los hacedores de versos,/ convinieron en que yo estaba loco.”
Con estos recursos, De la Selva logró representar los horrores de una guerra peleada en trincheras, de las que los soldados salían para “morir uniformados mil al día”, aniquilados por las metralletas, las bombas y el gas asfixiante. Su descripción de la batalla adquiere un realismo dramático: “–¡tropezando cuántas veces,/ cuántas veces hundiéndose en charcas putrefactas/ y al alargar la mano sobre el suelo/ metiéndola en la boca de un cadáver!–/ así, noche tras noche, nuestros hombres/ llegaron hasta las trincheras opuestas/ y volvieron con el mismo sigilo, el mismo espanto,/ envejecidos an?os en una sola noche.”
Estas innovaciones no son caprichosas; el libro es un manifiesto de su propia estética, que parece crearse a la par de la obra por necesidad expresiva, dado que la lírica tradicional no es suficiente para recrear tal barbarie. Más aún, obcecarse en el papel de poeta ante la barbarie es una impostura: “Todos han dicho lo que eran/ antes de ser soldados;/ ¿y yo? ¿Yo que? sería/ que ya no lo recuerdo?/ ¿Poeta? ¡No! Decirlo/ me daría vergüenza.” A la poesía tradicional, representada por la lira, opone premonitoriamente su nueva poética: “La lira es cosa muy barata./ ¡Quién no tiene lira!/ Yo quiero algo diferente./ Algo hecho de este alambre de púas.// …/ Aunque la gente diga que no es música,/ las estrellas en sus danzas acatarán el nuevo ritmo.”
La obra también fue pionera de la poesía social por su crítica del belicismo, al discurso oficial nacionalista e incluso al imperialismo. El libro suscribe una unidad americana que se expande a un internacionalismo solidario afín al Modernismo. De hecho, el libro no es una negación completa de este movimiento; más bien lo trasciende frente a la realidad que recrea. Su cristianismo de resonancias paganas y el ideal espiritual místico lo acercan a la escuela de Darío, en su vena romántica y simbolista, acorde con la tradición de William Blake y su búsqueda de una sinestesia original: “La bala que me hiera/ será bala con alma./ El alma de esa bala/ será como sería/ la canción de una rosa/ si las flores cantaran,/ o el olor de un topacio/ si las piedras olieran,/ o la piel de una música/ si nos fuese posible/ tocar a las canciones/ desnudas con las manos.”
III
Como es de suponer, la recepción del libro no siempre fue positiva. Algunos de sus primeros lectores rechazaron su prosaísmo y la pululación de piojos, pedos, sudores, caspa y eructos, que le acarrearon acusaciones de defección formal y bellaquería.
Estos ataques en cierto modo han continuado. En su país, a De la Selva se le ha negado muchas veces el mérito y se le ha excluido del canon de vanguardia, a causa en buena medida de sus desencuentros con escritores como Ernesto Cardenal, quien a los veintidós años le dedicó algunas de las líneas más infamantes que se le conozcan, quizá debido a sus diferencias políticas con De la Selva o al deseo de reclamar para él y el Movimiento Nicaragüense de Vanguardia las novedades en las que De la Selva los aventajó. Recientemente, algunos académicos estadunidenses han continuado el oprobio difundiendo rumores de la vida íntima del poeta y lo han querido presentar como un mentiroso, ya que no entró en combate (según se desprende de las cartas que le remitió a Helburn, recientemente conocidas), dando muestras de amarillismo académico y un afán desmedido de primicia.
Más allá del despropósito de calificar como mentira un texto literario, es claro que no corresponde al poeta la interpretación de su obra (de la cual se mantuvo al margen), sino a la crítica que asumió –con esa ingenuidad de los asiduos a la poesía romántica que imaginan que el poeta ha vivido todo lo que cuenta– que el libro describía experiencias estrictamente personales (como lo son sin duda muchas de ellas), encantada con la imagen de un latinoamericano sangrando en las trincheras; de modo que pocas veces se separó la voz poética del propio autor.
Contrario al afán de quienes desean someter a juicio moral a De la Selva, el reciente centenario del libro debería servir como estímulo para leerlo y abrir el panorama de la apreciación. Con suerte, el conjunto de su obra será más asequible, buena parte de la cual –desconocida como su soldado– aún espera salir del archivo personal del poeta que resguarda la biblioteca de la Universidad Iberoamericana de Ciudad de México l