Bemol sostenido
Alonso Arreola
La música es comida. Muchas veces carbohidrato. A veces verdura. Fruta. Pescado. Grano. Carne. Proteína. Juguemos a ello. Sí. La música es comida.
Acordando que así fuera, diríamos que a lo largo de los años, en este mismo restorán de letras, hemos escrito sobre cómo nacen y crecen las… lubinas jazzistas y lechones rockeros, reses belicosas y salmones raperos, borregos punketos, chivos reguetoneros, algunos insectos renacentistas, muchas plantas poperas y hasta serpientes dadaístas cuya sangre es apreciada por feligreses radicales. Sí. La música es comida. Alimento de alma. Dicen.
En algún momento hemos puesto ojo a la inspiración del alimento. A su forma de vivir sobre un escenario pavimento. A maneras de morir dejando huella, mito y reconocimiento. Hemos hecho investigaciones a propósito del rumiar y pastar en camerinos, estudios de grabación y salas de ensayo. En tableros, también. Sí. Porque la música es comida. Alimento mental. Dicen.
Nos hemos atrevido a compartir cosas sobre nuestro propio oficio en ese mundo de sonoro nutrimento. Hemos repasado las varias etapas de su cocción. Comentado hemos las diferencias entre cortes, cantidad de grasa o molienda; resistencia al rebanarse, maneras de distribuirse y, por supuesto de freírse, condimentarse, combinarse, sea en una tienda de discos, en un festival o en una antología de copias limitadas. Todo en un caldero. Porque sí. La música es comida. Alimento de oído. Dicen.
De la cecina de Yecapixtla –delicia de carretera vieja– al más caro wagyu de un “refinado” restorán en Dubai, pasando por el veganismo extremo de algún compositor japonés, nos hemos aproximado a incontables sonidos para hacerle pasar un sabor incómodo a su mirada, lectora, lector. Portadas, librillos, empaques variopintos. Vinilos, casetes, cidís, memorias USB, códigos QR. Fotografías, ilustraciones, papeles, tipografías. En todo nos hemos sumergido. Porque sí. La música es comida. De ojos alimento. Dicen.
¿Música chatarra? ¡Desde luego! Pensando en lo peor del Billboard nos hemos puesto a comer grasas saturadas, azúcares refinados, chocolates sin cacao y sales de un Himalaya falso. Horrores del reguetón o de corridos tumbados; electrónica delgada; rap de la chingada; jazz de elevador y arreglos de Mozart para bebés sin juicio. ¡Ja! Todo lo que tiembla en el aire pasado ha por nuestros molares semanales. Porque los peores coqueteos también sazonan al status quo. Sí. La música es comida. Snack. Del tiempo pasatiempo. Dicen.
Chefs vanidosos cuyas guitarras enmudecen entre los hornos. Cocineros de tradición en sus redoblantes baterías. Pinches tecladistas. Ayudantes contrabajistas. Lava lozas tornamesistas. Gente ensuciando o limpiando bártulos para el placer de audiencias con gusto efímero y trapecista. De eso también hemos hablado. Y de la artificial inteligencia y sus platillos inmaculados. Y de quesos algorítmicos. Y de robots añejados en barricas de roble americano. Eso ha sido igualmente abordado al servir la música caliente, fría, atemperada de este espacio. Porque es comida. Dicen.
Nos hemos puesto a escribir con hambre. Sin apetito. Con morbo. Sin vergüenza. Con cinismo. Sin curiosidad. Con asombro. Con tenedores de plástico y sin cuchillos de plata. Con los audífonos puestos, dispuestos a que nos canten la siguiente entrada, allí, entre estrellas micheladas y licuachelas muy heladas. En los tacos de cumbia y las garnachas de salsa. Bebiendo pulque de samba y sones de panza. Y por eso nos pasamos de peso pluma a peso paella, aquí mismo, en este puesto de suadero vocalero, degustando menús sin que nos cambien el precio. Porque música… comida. Dicen. Exclaman con el mondadientes en la boca, pero no… no es alimento.
Siempre allí, digiriéndonos en pequeñas siestas, ahíta, rozagante, joven… Riéndose del vano intento. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.