El terror impuesto a los disidentes es el terror contra el habla, la escritura y la poesía; la fragmentación de la palabra.

Chile: El largo septiembre de la poesía

Gustavo Ogarrio

En los años siguientes al “apagón cultural” que sufrió la sociedad chilena a causa del golpe de Estado en 1973, la poesía, pero también la novela, el testimonio, el cine, la lírica musical y el canto popular, empezaron a buscar, y a encontrar, nuevas formas de expresión y denuncia. Este artículo indaga en ese proceso y sus autores principales.

 

País de la ausencia/ extraño país,/
más ligero que ángel/

y señal sutil,/ color de alga muerta,/
color de neblí,/

con edad de siempre,/sin edad feliz.

Gabriela Mistral

La poesía: horror y fragmentación

En ocasiones extremas, la poesía dice lo que no es posible decir: el horror y la fragmentación. Pero también puede callar estratégicamente y acumular la experiencia de ese horror para restablecer el sentido del mundo más allá del horror mismo, sin obviarlo y sin que sea el único horizonte desde el cual se comprende e interpreta la experiencia histórica. El apagón del Golpe de Estado en Chile que comienza el 11 de septiembre de 1973 va a dar lugar al momento más represivo y criminal de la naciente dictadura, el de un “reordenamiento” nacional basado en el terror y en la búsqueda posterior de una legitimidad autoritaria. El terror impuesto a los cuerpos disidentes es también el terror contra el habla, contra la escritura y contra la poesía; la fragmentación de la sociedad y de la palabra.

Sin embargo, como afirma Naín Nómez: “el movimiento de la producción poética chilena no se pierde ni se corta, sólo se transforma en el proceso de los primeros años de dictadura, cuando el reordenamiento de la institucionalización autoritaria de la dictadura obliga a los poetas del interior del país a la autocensura, la escritura panfletaria, la protesta comprometida y la búsqueda de nuevas fórmulas escriturales para dar cuenta de una realidad reprimida, escindida, fragmentada” (“La poesía chilena: Representaciones de terror y fragmentación del sujeto en los primeros años de dictadura”, 2008). En su recuento crítico de lo que fueron las representaciones de la poesía chilena en el primer tramo de la dictadura, Naín Nómez identifica que en ese “mundo que se desmorona” también se expresan de manera agónica los rasgos que serán la matriz del futuro de la poesía en Chile: la razón que cae; la “nostalgia del paraíso perdido”, la “necesidad de reconstruir la historia”, la indagación de nuevas formas de la palabra poética.

Es al menos desconcertante que expresiones poéticas testimoniales ante este período de terror inicial no queden, de manera clara, inscritas en la historia de la poesía ni enmarcadas en la reconstrucción de una memoria canónica de lo poético. Por ejemplo, el poema escrito por Víctor Jara probablemente antes de su asesinato, ya en plena acción terrorista de la dictadura, basada en la detención y la tortura:

Quizás es necesario ampliar los márgenes de una noción moderna de la poesía. A ese ordenamiento militar, represivo y criminal, que comienza en Chile con el Golpe de 1973, es probable que le haya seguido un replanteamiento profundo de las expresiones poéticas en condiciones tan adversas, de persecución política y de criminalidad del Estado: silencios estratégicos que partían de la autocensura, qué se dice y qué no se dice para esconder la enunciación poética sin dejar de poetizar; recuperación de la función poética del lenguaje mismo que pasa por un coloquialismo activo antes incluso del Golpe y que venía de las transformaciones culturales de los años sesenta; testimonios poéticos que enuncian y se aproximan al horror y a su masificación en la tortura, el asesinato y la desaparición, pero que también se preguntan, desde las prácticas poéticas más básicas y populares, cómo ha sido posible que el “paraíso” socialista haya terminado en el infierno de la dictadura y lo que significaba históricamente esa derrota.

Manuel Silva Acevedo ya había escrito en 1969 algo que podría entenderse posteriormente como un preámbulo de lo que vendría en 1973, en su poema “El Presidente en terno azul oscuro de paisano”: “Los comandantes de las Fuerzas Armadas/ se declaran leales al Primer Mandatario/ y al Primer Mandatario se le nota muy pálido/ cortando pensativo la cinta inaugural” (Manu militari, 1969). La traición de los militares y del ejército chileno contra Salvador Allende, encabezada por Augusto Pinochet, puede ser entendida desde la poesía como la premonición enunciada desde esa tentación permanente de Golpe militar. Según Naím Nómez, hay un “temple colectivo” en la poesía chilena en el momento previo e inmediatamente posterior al Golpe que “señala lo que será el funcionamiento impersonal del terror dictatorial”; este temple también registra “en forma fehaciente el carácter anónimo y masivo que tendrán las primeras manifestaciones en contra del sistema”.

Santiago de Chile: canciones y novelas de una ciudad de grandes incendios

Hay otras figuras que se revelan como evocaciones de lo que se va a desmoronar en septiembre de 1973 y que obedecen a otro tipo de procesos históricos. La ciudad de Santiago es una de estas figuras, enmarcada en un hartazgo del mundo moderno que ya había sido expresado por la poesía de Nicanor Parra en 1956: “La policía atemorizada huye de estos monstruos/ En dirección del centro de la ciudad/ En donde estallan los grandes incendios de fines de año/ Y un valiente encapuchado pone manos arriba a dos madres de la caridad” (“Los vicios del mundo moderno”).

Es Santiago el lugar de un terror que sigue ocurriendo en el presente y en la memoria del año 1986, a pesar de la supuesta apertura de la dictadura y de la búsqueda de legitimidad del régimen militar; se da también el aseguramiento del modelo represivo y económico en la Constitución de 1980. En la ciudad capital es donde se va a escenificar el asalto final al gobierno de la Unidad Popular y esa “batalla” de un “pueblo sin armas”, documentada en el cine por Patricio Guzmán; espacio social del bombardeo y de la represión del terror ejemplificador. Después vendrán otras expresiones culturales que darán cuenta de ese campo de batalla material y simbólico, desde las canciones escritas desde afuera por cantautores de otras regiones de América Latina, por ejemplo: “Santiago de Chile”, de Silvio Rodríguez, o el Santiago ensangrentado de Pablo Milanés en “Yo pisaré las calles nuevamente”, hasta novelas posteriores, in situ, como Tengo miedo torero, de Pedro Lemebel, en la que un Santiago de “neumáticos humeando” por sus calles va despertando también de los “relámpagos del apagón”. Es otro Santiago el de 1986 de la novela de Lemebel: “¡Y va a caer!” es el canto popular que se moviliza para derribar a la dictadura de Augusto Pinochet. Todavía se verbalizan las formas autoritarias de la corrección política que censuran la manera de referirse al horror: “Gobierno cívico militar” es el eufemismo para impedir que se le nombre dictadura. La poética de la prosa de Lemebel amplía los márgenes de la poesía misma: la lleva al terreno de la novela y con ello se pueden apreciar en perspectiva histórica y estética las otras poéticas.

Tanto en el cine como en la canción popular se escenifican las funciones poéticas que hacen suya la permanencia de una tradición inaugurada por esos poemas y canciones agónicas en plena era del terror inmediatamente posterior al 11 de septiembre de 1973; protesta y lamento que también pueden ser considerados como expresiones de la búsqueda de nuevas pautas de lo poético en condiciones extremas.

Pero Santiago también es en 1986 el espacio urbano en el que se esperan “tiempos mejores” que únicamente vendrán con el fin de la dictadura, tal y como narra Lemebel. Del silencio del terror de Estado, de la férrea autocensura ante el asesinato, tortura y desaparición de los primeros años de la dictadura, se pasa al silencio clandestino y político que conspira y lleva a cabo el atentado contra Pinochet y que busca con su muerte la conclusión de la dictadura, previo al plebiscito nacional de 1988. Un Santiago que paradójicamente también se va llenando de otra sonoridad, de rumores masivos en calles y de consignas políticas en contra del régimen militar, en el que se escenifican marchas y movilizaciones estudiantiles y sindicales, con grafitis que gritan en las bardas la terminación del horror y el anuncio de la democracia.

El largo septiembre de la memoria

En un libro difícil de clasificar en relación a los géneros narrativos y testimoniales tradicionales, Chile, un largo septiembre (ERA/LOM, 2006), Patricio Rivas relata en clave autobiográfica su peregrinaje como integrante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en plena dictadura: arresto y tortura, exilio y retorno clandestino a Chile. Rivas, al comparar la experiencia política y narrativa en relación a las narraciones de otros revolucionarios argentinos integrantes de Montoneros y del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), afirma que los textos chilenos “oscilan entre relatos de culpas y disculpas y mitificaciones biográficas”, llegando incluso a describir algunos de estos escritos testimoniales como “historias tergiversadas”. El “maltrato hacia las propias historias” que identifica Rivas, puede extenderse al no reconocimiento hacia otras poéticas vinculadas a la memoria. Sin embargo, la tradición poética y las memorias evocadas en Chile respecto al Golpe reflejan también una característica constitutiva de la experiencia histórica en contextos de violencia extrema: sus contradicciones, antagonismos y representaciones se enfrentan al límite de todo relato y de toda poética, “ningún futuro puede reparar lo ocurrido”.

¿Persiste cierta unidad en esta sucesión de poesía, narración y cantos que evocan, comprenden e interpretan de múltiples maneras el pasado de dictadura y la historia misma de Chile? Un largo septiembre, que perdura contradictoriamente a través de testimonios, poemas, novelas y canciones, deja ver su fisonomía de significados, el sentido mismo de la historia y de la narración: “Cree que la vida no se explica, que sólo se puede contar”, escribe Rivas. La irracionalidad y el terror de la historia también se canta, se enuncia poéticamente, se narra o se grita en las calles y en los muros. A final de cuentas, como afirma Gonzalo Contreras: “Fueron 17 años largos años tanto para los que partieron como para los que permanecimos entre el Océano Pacífico y la Cordillera de Los Andes. Por suerte para nosotros, entre estas dos majestuosas fronteras corría a raudales la poesía de Huidobro, Mistral, Neruda, de Rokha, y de la de nuestros mayores más cercanos: Parra, Lihn, Teillier, Anguita y Rojas. Los leímos, los escuchamos y la oscuridad fue menor.”

Así como Chile es el ejemplo trágico del país donde se articularon dictadura militar, terror y neoliberalismo, también es una polifonía testimonial y poética para América Latina: el país donde la poesía fue el testimonio de ese terror y en donde lo poético envolvió a otras prácticas y expresiones como la novela, el testimonio, el cine, la lírica musical y el canto popular, esto como un acto desesperado para reconstruir el semblante de ese “paraíso perdido” y para activar una memoria heteróclita contra el terrorismo de Estado, pero que también se erigió en una tradición propia.

Quizás este largo septiembre y ese temple poético, que cumple cincuenta años, comenzó mucho antes de 1973, probablemente con la poesía de Pablo de Rokha en 1922: “Yo canto, canto sin querer, irremediablemente, fatalmente, al azar de los sucesos, como quien come, bebe, o anda y porque sí; moriría si no cantase […] todo se hace canto en mis huesos”.

Esta entrada fue publicada en Mundo.