Cartas desde Alemania
Ricardo Bada
En la jerga de los periodistas deportivos europeos, el encuentro Alemania vs. Países Bajos se suele mencionar siempre calificándolo como “un clásico”. Un clásico en el sentido que puede tener, por ejemplo, para un español, el clásico de los clásicos, Barça vs. Real Madrid, o para un argentino el cotejo River Plate vs. Boca Juniors, o para un inglés un partido Liverpool vs. Manchester United, y en fin, para el ejemplo mexicano les dejo a ustedes mismos que hagan la opción que mejor les cuadre.
Ustedes, por cierto, saben que un clásico, en la terminología de los futboleros, es algo cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, por más que el balompié no cuente todavía con dos siglos de historia, pero recordemos al padrecito Einstein y su axioma de que todo es relativo. Pues bien: yo soy ya tan viejo que, sin haber cumplido los doscientos años, aún recuerdo los tiempos en que un encuentro de futbol Alemania vs. Países Bajos era algo así como si fuese un Brasil vs. Costa Rica.
Concretamente he llegado a presenciar en 1966, en el estadio del Feijenoord, en Rotterdam, el partido de preparación de la selección alemana de cara a la fase final del Mundial de Inglaterra, donde los once jugadores capitaneados por Uwe Seeler (entre ellos un jovencísimo y casi debutante Franz Beckenbauer) vapulearon por 4:2 a la selección que ya era naranja pero todavía no mecánica, y los espectadores neerlandeses aplaudieron deportivamente a los jugadores alemanes, cuya superioridad ni siquiera se discutía.
Habría de pasar un largo lustro hasta que en el futbol neerlandés hiciera su aparición un genio singular, Johann Cruijff, considerado por sus propios colegas el mejor futbolista europeo de todos los tiempos. Y en torno a Cruijff, y de la mano de un entrenador de a deveras magistral, Rinus Michels, cuajó la naranja mecánica que maravilló a los espectadores del Mundial de Alemania, en 1974, y que sólo sucumbió en la final frente a Alemania, por 2:1, gracias, entre otras cosas, a un penalty injusto cobrado por los germanos, cuando lo que el árbitro tendría que haber hecho es expulsar al teatralero Hölzenbein, que se dejó caer dentro del área neerlandesa en un alarde histriónico digno de Cantinflas.
Es recién a partir de esa final de Múnich cuando se puede hablar de que los encuentros de futbol entre Alemania y los Países Bajos tienen un carácter especial, devinieron clásicos, y el desquite neerlandés por el fiasco de Múnich vino luego en Hamburgo, en 1988, cuando los compatriotas de Rembrandt humillaron a los de Durero en la semifinal de la Eurocopa de aquel año: ¿quién que lo haya visto podrá olvidar nunca el gol de Marco van Basten saltando en el aire como un leopardo y voleando el balón al ángulo opuesto desde una distancia donde sólo los genios pueden calcular semejante fulminante trayectoria? En fin, no nos pongamos líricos.
Lo que sí quiero dejar claro es que hay un elemento clásico en todos los partidos entre la selección naranja y los once funcionarios de calzón corto de la DFB (Federación Alemana de Futbol). Ese elemento clásico es una pancarta que siempre podrán ver ustedes en los estadios donde se dirimen tales encuentros. Alguien la llevará siempre y en ella, en neerlandés, campea la pregunta: «Waar is de fiets van mijn oma?» Como los alemanes no suelen saber neerlandés no se sienten aludidos, y la verdad es que aquél espectador anónimo los está tachando a todos ellos de ladrones. Pues lo que la pancarta pregunta es: «¿Dónde está la bici de mi abuela?», mientras los fans neerlandeses cantan: «?Abuela, aquí te vamos /tu bici a devolver…?»
Es decir, sigue estando presente el recuerdo de que en 1940, cuando la Wehrmacht de Hitler invadió los pequeños, pacíficos y neutrales Países Bajos, además del crimen de guerra se produjeron también otras tropelías: una fue que los alemanes les confiscaron sus amadas bicis a los neerlandeses. Y esas bicis se diría que siguen pedaleando, irredentas, en las relaciones entre los dos países.