Nos despiertan unos golpes en la puerta y el sobresalto nos deja el corazón en la boca.

Copihues Negros

(carta a las y los mexicanos a 50 años del golpe de Estado en Chile)

Manuel García*

Nos despiertan unos golpes en la puerta y el sobresalto nos deja el corazón en la boca. La voz seca y marcial de alguien al otro lado pregunta: “¿Todo en orden?” Mi madre se levanta y con voz sumisa y trémula responde: “Sí, sí… todo en orden.” Y aunque éramos muy pequeñitos con mi hermano recuerdo que esa noche, no sé por qué, recordé para siempre unos abrigos negros de Castilla con que nos tapaban para aplacar el frío del desierto por las noches. La choza era de un material ligero al que llamamos en Chile cholguán, y eso hacía que entre los sonidos de afuera y dentro del rancho las paredes no fueran más que una pálida membrana, una protección casi simbólica contra las fieras que podían rondar por fuera. Aunque yo era un niño pequeño podía respirar en el aire el miedo de mi madre al enfrentarse a aquella voz. Ahora recuerdo mejor: mi madre me estaba ayudando a hacer pipí en la bacinica. Yo estaba despierto antes de que llamaran a la puerta y la instrucción de mamá era casi no hacer ruido. Son días cercanos al 11 de septiembre de 1973; hay toque de queda. Nadie puede salir a la calle, ni hacer reuniones sociales o familiares después de las 12 de la noche.

 

Un niño de tres años puede retener en su memoria estos hechos porque el perfume del terror de su madre es un aroma aciago que atávico nos avisa del peligro. Aún existe un cordón umbilical místico entre el pequeño unicornio y su madre. Como si la madre, el niño y el mundo fueran un Alebrije metafísico.

Sí, queridos y queridas hermanas de México. Eran los días en que germinaba la horrorosa dictadura del general Augusto Pinochet. Nombre que tan sólo de escribirlo me escarcha la sangre.

El soldado dice: “Muy bien.” Ladra un perro lejano, como en los cuentos de Juan José Arreola o de Juan Rulfo. El silencio regresa a su lugar y los grillos reaparecen cósmicos en su eterna canción. Pero el olor agrio del miedo queda para siempre en nuestro cuerpo. Sin saberlo de manera consciente, ya nos acompañaba la sensación de inseguridad e indefensión que habría de ir con nosotros a todas partes durante toda la vida.

La gente joven chilena de los años sesenta y setenta había llegado al norte buscando mejores expectativas de vida. Una especie de éxodo que daba cuenta de la necesidad del país de hacer frontera con Perú y Bolivia, de poblar un Chile a casi más de 2 mil 500 kilómetros de desierto, lejos de la capital, cerebro de las decisiones centralizadas de este flaco territorio “de la triste figura” llamado Chile.

Nosotros vivíamos en el Cerro la Cruz, un terreno que las personas habían ocupado en medio del desierto, sin agua y sin luz, como un campamento lunar, al que el presidente Allende, el Compañero Presidente, el Chicho, Don Salvador Allende Gossens, había otorgado la dignidad de convertirse en barrio y tener calles con nombre y casas con número y todo. Manzana E, sitio 1, población Miramar, era el nuestro. Un sueño cumplido para el comienzo macondiano de todas esas almas que habitábamos en el desierto. Y antes de que se instalara el miedo con su maleta llena de huesos en medio de nuestras vidas, supimos lo que era sentir en el aire la felicidad de fundar la vida. Pobres, pero felices, llenos de ideales, mis padres y tantos otros y otras jovencitas que venían de distintas partes de Chile, hasta de muy extremo al sur venían, hasta de tierras mapuches venían, del altiplano venían, de pueblos desconocidos venían, de la Historia remota venían, hasta de la luna parecía que venían. Venían y llegaban y se transformaban de trashumantes en pueblos sedentarios a la orilla del propio río de sus sueños, porque agua no había. Pero peces sí había: bajando el cerro empinado de uno de los brazos de la Cordillera de la costa, llamado El Morro de Arica, estaba ese insondable y bendito señor azul que nos proporcionó durante años el pez nuestro de cada día; exacto, querido México, estaba el mar.

Soldados de noche, soldados de día

Días después regresaron los soldados. Esta vez de día. Yo estaba contento de verlos porque eran iguales a los soldaditos de plástico que nos regalaban para Navidad. Pero la alegría se apagó rápidamente cuando sacaron a mi padre a la calle y lo desnudaron, junto a otros vecinos, metralleta mediante, mientras otros del pelotón daban vuelta violentamente a los colchones y rasgaban los pósteres “subversivos” en las paredes. Inolvidable porque después mis padres se reían nerviosos, diciendo que habían arrancado de cuajo el afiche de un Cristo de perfil, un esténcil en blanco y negro que decía en la base: “Yo soy el hombre que ha venido a salvar el mundo.” Lo arrancaron confundiendo a Cristo con Fidel Castro. Fue tan grande la impresión de la violencia desatada, si apenas cabían esos seres con sus armas dentro de la casa, que aún sé dibujar de memoria aquella imagen del Cristo Revolucionario.

Así comenzó todo, México lindo y querido. Y así continúa hasta el día de hoy, cuando aún vemos que no bastaron todas las muertes, todos los robos, todos los desastres, las tristezas, las ignominias. El monstruo regresa siempre por más y su presa es el pueblo, sabroso hasta la médula; así como dicen en España “del cerdo, hasta los andares”, se podría decir que, en Chile, haciendo la paráfrasis, para el hambre del fascismo “del pueblo, hasta los pensares”.

Por eso el movimiento estudiantil de comienzos de los años dos mil movilizó no sólo a los estudiantes, sino a medio Chile, en todos sus estamentos esenciales: salud, trabajo, educación, provocando una efervescencia tal que se tradujo con el tiempo en el Estallido Social más grande de Latinoamérica recientemente conocido.

No pasó mucho tiempo para que nos diéramos cuenta de que no era “medio Chile”, como creímos, sino casi sólo un tercio cuando el treinta y ocho por ciento de la población fue la única que votó por una Constitución que consignaba verdaderos derechos sociales a todo un pueblo, en donde, incluso, por primera vez, tendrían un lugar digno de representación los pueblos ancestrales.

Cuando la extraordinaria mujer de luz Elisa Loncón fue elegida como presidenta de la Asamblea para una nueva Constitución, en su discurso dirigido al país habló primero en mapudungun (si pudieran ver ahora el corrector, ni siquiera aparece la palabra en este bicho digital, eso es otro tema, aunque el mismo tema). En fin, continúo: cuando Elisa Loncón asumió la presidencia por votación democrática de las comisiones elegidas democráticamente para realizar una nueva Constitución, apareció frente a todos los chilenos y chilenas ataviada con sus hermosas vestiduras mapuche. Comenzó su discurso en mapudungun. Muchos de nosotras y nosotros, que seguramente llevamos sangre mapuche en las venas, nunca habíamos escuchado hablar en este hermoso idioma a nadie de corrido durante tantos minutos. El pueblo estaba atónito, conmovido.

De pronto comenzó ella misma a traducir sus palabras y pues, perdón, pero el recuerdo me hace llorar. Espero no mojar el papel de este escrito que lees ahora mismo, hermano y hermana mexicana, pues era la primera vez que un discurso político comenzaba con bendiciones ancestrales para dirigirse de manera amorosa y profunda, antes que nada, a los niños, niñas, ancianos y ancianas de un pueblo herido en el costado. Esa ternura, querida Mesoamérica, debió haber llegado para quedarse.

¡Pero no! A la hora de las votaciones la gente rechazó la Carta Magna y fundamental que se había ganado un lugar en la historia, literalmente con sangre. Un proceso que inició con las revueltas del 18 de octubre de 2019 en Chile y que volvía a hacer volar las manos de Víctor Jara sobre el cielo chileno, mientras las masas coreaban en las Grandes Alamedas “El derecho de vivir en paz…” La desinformación, la contrainformación, la información distorsionada, no quisiera hablar de ignorancia; estos rebusques nos llevaron como pueblo a rechazar la posibilidad de tener por primera vez un lugar digno en nuestra propia historia. El aroma del miedo permanecía todavía. Los claveles de la justicia social, los copihues de la verdad y las fresias de la paz de septiembre se volvieron negras flores una vez más, adornando como una diadema la frente de la Huesuda, como ustedes dirían. Como si alguien te metiera por debajo de la puerta, furtivamente, a las doce de la noche, un fatídico naipe de la lotería.

La Jaula de los Sueños Olvidados

Estoy hablado desde Suecia, país que creó comités de solidaridad con Chile, Chilekomitténs, en uno de los gestos más hermosos y épicos de solidaridad en la historia del mundo. Ayer hubo lágrimas, abrazos y risas también, claro, entre vino tinto y empanadas, en un acto conmemorativo acá en el Instituto Cervantes de Estocolmo, donde almas güeritas y morenas se abrazaban de emoción recordando aquellos días terribles del exilio, sólo hermosos, en parte, debido a las extraordinarias manifestaciones de solidaridad con el pueblo de Chile que tuvo Suecia.

Cuando ocurrió el golpe de Estado lo que en verdad ocurrió es que fue decapitada una nación entera, porque el dolor y la tristeza que se quedó en el aire, hasta el día de hoy, mancha con un tinte de sangre indeleble la hoja donde a diario se escribe la vida. Obreros y obreras en el año 1973 habían venido, desde abuelos antes, a la ciudad buscando mejores expectativas de vida, pero la ciudad se volvió una trampa. Las promesas de educación, de trabajo y de salud nunca se cumplirían y, hasta el día de hoy, permanecen como aquellas engañosas promesas que los patrones le hacían a huasos e inquilinos en los fundos. ¡Exacto, mis entrañables mexicanos! Como en aquella canción de Amparo Ochoa, “El barzón”, y que una amiga canta tan bonito allá en Morelia, Michoacán.

Entonces ya nuestros viejos y viejas venían como podían de antes. Venían y también iban a sus campos ancestrales. Un día no volvieron más, se quedaron atorados en la ciudad y sus corazones se convirtieron en La Jaula de Los Sueños Olvidados. Y la falta de oportunidades se volvió frustración y la frustración se tornó en rabia y la rabia en violencia. Y la violencia de los viejos y viejas, que eran los jóvenes del ’73, en las tristezas y penas de sus hijos y de los hijos de sus hijos, como una “antibiblia” donde los mandamientos son al revés, porque si robar y matar en este juego de vivir y morir se vale, pues entonces, el gran monstruo del fascismo y el capitalismo está muy bien alimentado, como con “el mal del puerco”, como dicen, de tanto y tanto.

Por eso le decía a un amigo tomando un mezcalito allá en lo de Mardonio Carballo: “Si el Che llama a mi puerta de madrugada para que vayamos a Bolivia, y sabiendo yo que lo van a matar, pues preparo mi mochila y me voy con él.” “Que mejor me muero luchando en El año de Pancho Villa, que morir humillado, con los brazos caídos en una cama como un alma derrotada frente a los ojos de mi descendencia.”

Gracias México porque hace unos meses, en sus calles de todas partes, en instancias oficiales o en puestos de tacos, he recibido palabras de amor y de contención para Chile, mi pueblo. Así que termino ya este bolero con guitarras de Paracho y zapateos jarochos, que ya medio mexicano también me siento, si nadie se ofende… Bueno, ya decía Chavela Vargas que “los mexicanos nacemos donde se nos pega la chingada gana”; lo mismo digo yo.

Y recuerdo de paso lo que el poeta mapuche Elicura Chihuailaf nos dice: “No olvidemos nuestra hermosa morenidad.” El corrector tampoco reconoce ni Elicura, ni Chihuailaf… Subraya con rojo lo escrito, qué curioso, como si fuera un pequeño pecado de sangre digital escribir en la lengua de nuestros ancestros. Agradecido del amor de ustedes…

Copihues Negros.

El Caminante Manuel García Herrera
(@manugarpez):

“(México, a ti te hablo)/ Para que Chile no sea un dolor del amor/ Ni los copihues enluten la voz de su flor/ Seamos hermanos/ Seamos hermanas/ De los Mapuche del sol/ ¡Pido por favor!// Copihues negros colgando de mi corazón/ Sangre al costado del Cristo más flaco/ Eso soy;/ Tierra Chilena, tierra de penas/ ¡Qué horror!/ ¿Patria qué esperas?/ ¿Pan con miseria y arroz?// Soy del país de la triste figura, señor/ La lanza rota, y la espada oxidada/ ¡Aquí voy!/ Chile dormido/ como algún niño/ soñando que despertó…/ Pero durmiendo// Y la esperanza cansada galopando al sol/ Saca naranjas/ del mar en aquella canción./ Saca naranjas/ con la esperanza de amor/ (Como por favor), pero favor…// Para que la vida abrigue a la muerte/ Por dos/ Copihues negros colgamos en mi población/ Copihues negros/ Para los muertos de amor.” Estocolmo, septiembre de 2023 l

*Manuel García es un cantautor de reconocida trayectoria en Chile y a nivel internacional. Nació en Arica, Chile, el 1 de marzo de 1970. Integró los grupos Coré y Mecánica Popular. Como solista ha dado a conocer más de quince discos que conforman un repertorio tan variado como enfáticamente asumido en las tradiciones de música popular chilena y latinoamericana, teniendo como géneros actuantes en su obra desde la trova hasta el rock. Ha alternado con artistas como Silvio Rodríguez, Pedro Aznar y Mon Laferte, por mencionar a algunos. Recientemente dio conciertos en Morelia y en Paracho, Michoacán, con un repertorio que proponía una interpretación desde la música popular de los últimos cincuenta años de la historia de su país, a partir del golpe militar

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