En México han pasado desde entonces siete periodos presidenciales y el mundo se reconfiguró, para bien y para mal, de una manera que habría resultado impensable en 1984. El neoliberalismo, que por ese entonces avanzaba en forma arrasadora –y depredadora–, hoy hace agua por todos lados; el bloque del Este se derrumbó, las dictaduras militares latinoamericanas fueron remplazadas por gobiernos civiles y democracias formales, el modelo del desarrollo estabilizador se hundió y fue sustituido por la competencia salvaje; desaparecieron instituciones y surgieron otras nuevas, muchas causas sociales fueron derrotadas, en tanto que otras se fortalecieron, crecieron y lograron convertirse en consensos. De todo ello y de mucho más se dio cuenta en estas páginas.
Entre las cosas que no han cambiado destaca la fidelidad que este diario ha mantenido a sus principios y a la sociedad a la que se debe. En un entorno mediático dominado por los intereses corporativos y los grupos político-empresariales, es fácil caer de manera recurrente en el sensacionalismo, la distorsión de los hechos, la ofensa personal, el odio y la difamación.
Cierto es, Internet y las redes sociales han democratizado la información, pero también han magnificado el poder de la mentira, al trasladar de manera automática los contenidos desinformadores del papel y de las señales de la radio y la televisión a las pantallas digitales. En ese contexto, La Jornada se ha mantenido fiel a sus principios fundacionales, ha buscado en todo momento apegarse a la realidad de los hechos observados y a ejercer la crítica hacia todos los poderes –político, económico, corporativo, el de los organismos internacionales– sin convertirla en escándalo o en calumnia. Libertad de opinión y rigor en la información han sido una de sus divisas fundamentales.
Hoy, a 39 años del inicio de su circulación, este diario ratifica día a día la lealtad debida a sus lectores, mantiene abierto su espacio para que se expresen y sigue guiándose por su compromiso para con la sociedad, pero también para con la memoria de los muchos jornaleros que se adelantaron en el camino y que dejaron ejemplos de profesionalismo, honestidad, creatividad y entrega al oficio. Y así seguirá.
Un numeroso grupo de migrantes irrumpió ayer en la sede de la Comisión de Ayuda a Refugiados (Comar) en Tapachula, Chiapas. Los viajeros mostraron así su exasperación tras muchos días de no ser recibidos para regularizar su situación en el país y de tener que subsistir en total incertidumbre.
Podría aducirse que el descontento fue causado por la falta de infraestructura, personal y suficiencia institucional para atender a los solicitantes de asilo en la localidad mencionada, pero tal falta de condiciones se origina, a su vez, en la histórica carencia de visión del Estado mexicano en lo que se refiere al creciente número de personas que llegan a nuestro país, ya sea para transitar por él y dirigirse a Estados Unidos o a fin de permanecer aquí.
Esa carencia se manifestó, con toda su crudeza, el 27 de marzo anterior, cuando en la estación migratoria de Ciudad Juárez hubo un incendio en el que murieron 40 personas que estaban retenidas allí, pero es sufrida en forma cotidiana por miles de personas que llegan a México para escapar de la miseria o por amenazas a su vida en sus lugares de origen.
El Instituto Nacional de Migración (INM), entidad concebida para administrar la llegada y el tránsito de extranjeros en forma individual, se encuentra desbordado desde hace años por el flujo humano masivo procedente de América Latina, el Caribe, África y Asia, mientras la Comar no tiene ni el marco legal ni los recursos necesarios para hacer frente a la situación.
El actual gobierno ha buscado disminuir la llegada de migrantes mediante la aplicación de los programas sociales Sembrando Vida y Jóvenes Construyendo el Futuro en varios de los países en los que se origina buena parte de este río humano, y ha insistido en la necesidad de que Estados Unidos, en su calidad de foco principal de atracción de los viajeros, colabore en ese esfuerzo. La aplicación de tales programas ha rendido frutos, sin duda, y han llevado a la mayor parte de sus beneficiarios a tomar la decisión de permanecer en sus países de origen. Pero es claro que, por sí misma, esa política de cooperación no va a causar a corto plazo una baja drástica del flujo migratorio y se requiere, además, avanzar hacia una nueva estrategia para recibir a los viajeros en el territorio nacional.
A menos que se pretenda aplicar en México una política migratoria restrictiva, xenofóbica y contraria a los derechos humanos, como ocurre en Estados Unidos, es urgente una reformulación institucional y legal de las instituciones encargadas de regular la llegada, el tránsito o el asentamiento de los centenares de miles de personas que llegan a México en tránsito, en busca de mejores condiciones de vida o huyendo de las amenazas de la delincuencia o de persecuciones políticas, étnicas o religiosas, así como un plan estratégico de atención a esos viajeros. Así lo demandan los principios éticos fundamentales, las tradiciones del país y las consideraciones de gobernabilidad.