Dos figuras fundamentales en la poesía latinoamericana del siglo pasado; Cesar Vallejo y Pablo Nerusa

César Vallejo visto por Pablo Neruda

Marco Antonio Campos

En el discurso-artículo, publicado por primera vez el 10 de agosto de 1938, casi cuatro meses después del deceso del peruano en la Clínica Arago parisiense, ya lo enaltecía: “Eras grande Vallejo” y brindaba: “Salud gran poeta, gran hermano.” Es decir, ya lo decía cuando Vallejo había publicado sólo Los heraldos negros y Trilce y aún no se publicaban los poemas que después, por el orden que les dio su mujer Georgette Philippart, se llamaron Poemas humanos y España aparta de mí este cáliz. En ese 1938, en que la guerra de España los unía, Neruda dijo que hubo un tiempo en que “se veían diariamente”. Neruda destaca tres hechos que contribuyeron a su muerte: Vallejo había salido de Perú en 1924 y, salvo una temporada en Madrid, vivió en París, donde el hambre era el pan negado de cada día y las enfermedades lo debilitaban. Nunca regresó al país natal. “Murió de sus muchas hambres”, subraya Neruda en una carta que le escribió al poeta español Juan Larrea, muy amigo de Vallejo, divulgador por lustros de su obra, y quien después se volvería uno de los principales detractores del chileno. El mal comer y las enfermedades serían la primera causa; la segunda, que Vallejo “pedía tierra americana”, se había vuelto en París “un espectro americano”, donde lo asfixiaba el aire y el río infecto; la tercera causa, que la Guerra Civil española “le roía el alma”, y el peruano, concluía Neruda, “murió de España”. Las dos últimas son más románticas que reales, pero sin duda lo aminoraban anímicamente.

El primer poema, “Oda a César Vallejo”, es de 1954, y se halla en el primer tomo de las Odas elementales. En él Neruda parece rememorar su rápido encuentro de 1927 en París, antes de que el chileno viajara como cónsul a Asia. Neruda guarda en la memoria tanto su frágil físico como la ausencia de dinero. Escrito en vocativo, como si lo tuviera enfrente, le dice que mientras él salía a viajar, “tú te quedabas/ allí,/ sujeto a nada/ con tu vida/ y tu muerte, con tu arena/ cayendo,/ midiéndote,/ y vaciándote,/ en el aire, en el humo,/ en las callejas rotas/ del invierno. Era en París, vivías en los hoteles descalabrados/ de los pobres.” Lo llama “dos veces desterrado”. Se sobreentiende que esos dos destierros, en la vida y en la muerte, son peruanos, y los dos acaecen y terminan en París. En vida, por los últimos catorce años vividos (1924-1938), y en la muerte, primero en una tumba del cementerio de Montrouge, y el definitivo, en una del cementerio de Montparnasse. Neruda dice que ahora lo busca en su tierra, en Perú, pero como un príncipe perdido de su raza, que viene de siglos atrás, y finaliza diciéndole que tal vez “trasmigres y regreses” / […] y “un día/ te verás en el centro de tu patria,/ insurrecto/ viviente”.

De dimensiones sobrehumanas

Uno de los temas de Neruda, después del año cincuenta, en la prosa y la poesía, fue su total hartazgo ante el acoso de los envidiosos. Al hablar de ellos solía generalizar o bien individualizarlos. Era ácido, feroz. Una de las formas de la envidia que tenían sus enemigos, gratuitos o no, era compararlo con Vallejo.

El otro poema dedicado al peruano, escrito dos o tres años después de la oda, se titula sólo “V”, y se halla en Estravagario. Neruda vuelve a irse a la quijada de enemigos que, con el pretexto de rebajarlo, oponían la poesía o la persona del peruano. “Y ahora busco a quién contar las cosas/ y no hay nadie que entienda estas miserias,/ esta alimentación de la amargura: hace falta uno grande , y aquel ya no sonríe. Ya se murió y no hallo a quién decirle/ que no podrán, que no lograrán nada:/ él en el territorio de su muerte,/ con sus obras cumplidas/ y yo con mis trabajos.” No falta el toque de vanidad nerudiano recordándolo, quizás en 1937: “Cómo se te agrandaba la mirada/ conmigo/ era un fulgor aquel huesudo”, pero luego disminuye esa vanidad al escribir no sin tristeza: “y su sonrisa me sirvió de pan,/ nos dejamos de ver y V. se fue enterrando/ hasta que lo obligaron a la tierra”.

En las páginas 97 y 98 de Confieso que he vivido lo rememora de nuevo en 1927, y en tres líneas de gran penetración, dice: “Por esos días conocí a César Vallejo, el gran cholo; poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas.”

Luego cuenta que apenas se conocieron en el café de La Rotonde, en Montparnasse, surgió una aspereza que parece más una invención nerudiana que algo acaecido en la realidad. Vallejo lo saludó: “Usted es el más grande de nuestros poetas. Sólo Rubén Darío se le puede comparar.” Neruda protestó y le dijo que era difícil ser amigos así, si se trataban “como literatos”. Como no hay otro testigo, ni nadie más escribió sobre la anécdota, lo escrito ahí queda.

¿Vallejo pudo decir eso a alguien que apenas tenía veintitrés años y del que quizá sólo había leído Crepusculario y los Veinte poemas de amor? No tiene visos de realidad. En sus escritos literarios mencionó sólo una vez a Neruda como parte de
los nuevos poetas latinoamericanos.

Después Neruda recuerda cuando lo encontró años más tarde en París, de seguro 1937, y se veían a diario. “Vallejo –lo describe físicamente– era más bajo de estatura que yo, más delgado, más huesudo. Era también más indio que yo, con unos ojos muy oscuros y una frente muy alta y abovedada. Tenía un hermoso rostro incaico entristecido por cierta indudable majestad.” Neruda relata que a Vallejo le gustaba que apreciaran sus rasgos indígenas.

A quien Neruda no aguantaba era a la esposa, Georgette Philippart, que en eso coincidía hasta con los íntimos amigos de Vallejo. Con deliciosa mala leche, con una definición aniquiladora, habla de ella como “una francesa tiránica y presumida, hija de concierge”, que ejercía una dominación sobre el poeta. Por supuesto que Georgette no era hija de conserje, era una pequeña burguesa que Vallejo conoció en la Rue Molière y vivía en un departamento con su madre frente al hotel Richelieu, donde él vivió en 1926 y 1927, a quien Vallejo le llevaba dieciséis años, y quien, al morir la madre, acepta la relación y luego casarse. Por demás, las fotografías de joven de Georgette dejan ver una muchacha delgada, bonita, cuyos rasgos del rostro con los años se volverían severos, duros. Pero la definición es divertidamente aniquiladora. Neruda volvería a hablar de Georgette cuando, en 1937, para ir de París a Valencia al II Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, en plena Guerra Civil española, Vallejo llegó a reclamar. “Estaba enojado porque no se le había dado pasaje a su mujer, insoportable para todos los demás” (el subrayado es mío). Neruda se lo consiguió. A ese congreso fueron, entre otros, Malraux, Tristan Tzara, Vicente Huidobro, Raúl González Tuñón, Nicolás Guillén, W.H. Auden, Anna Seghers, Langston Hughes, los mexicanos Silvestre Revueltas, Carlos Pellicer, José Mancisidor y los muy jóvenes Octavio Paz y Elena Garro, y una larga legión española. El Congreso se verificó del 4 al 17 de julio de aquel 1937. De la inauguración pueden encontrarse imágenes filmadas donde aparece fugazmente Vallejo, detrás de Malraux y José Bergamín. Se le ve de pie, aplaudiendo, en camisa, con corbata, muy flaco.

En la página 391, de manera breve, Neruda retoma lo antes dicho: las causas de su muerte y los detractores que lo enfrentan con el gran poeta peruano. “Vallejo era serio y puro. Se murió en París. Se murió del aire sucio de París, del río sucio de donde han sacado tantos muertos. Vallejo se murió de asfixia. Si lo hubiéramos traído a su Perú, si lo hubiéramos hecho respirar aire y tierra peruana, tal vez estaría viviente y cantando. He escrito en distintas épocas dos poemas sobre mi amigo entrañable, sobre mi buen camarada.” Y vuelve a emprenderla con hartazgo y enojo contra el caudal de detractores: “En los últimos tiempos, en esta pequeña guerra de la literatura, guerra mantenida por pequeños soldados de dientes feroces, han estado lanzando a Vallejo, a la sombra de Vallejo, a la ausencia de Vallejo, a la poesía de César Vallejo, contra mí mi poesía.” Y termina el párrafo sentenciando que si él fuera el muerto “lo lanzarían contra Vallejo”.

No sé si después del modernismo fueron los dos poetas mayores de lengua española en el siglo XX; para mí lo son. Pero no hay problema si otros eligen, para estar junto a ellos, a phares como Huidobro o Borges o Lorca u Octavio Paz o a quien juzguen a su magnífica altura.

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