La exposición «Reflejo de lo invisible» de Arnaldo Coen, en el MAM, nos deja mucho que reflexionar en su trayectoria

Artes visuales

Germaine Gómez Haro

 

La exposición Reflejo de lo invisible de Arnaldo Coen (CDMX, 1940), que se presentó en el Museo de Arte Moderno (MAM) desde el mes de mayo y concluyó recientemente, nos deja mucho que reflexionar en torno a la trayectoria transdisciplinaria de uno de los artistas más fascinantes de nuestro tiempo. Una exhibición quizás complicada en el sentido de que el es­pectador se enfrentaba a un complejo guión curatorial y museográfico en el que las obras de arte tenían el mismo peso que los numerosos registros hemerográficos, bibliográficos y fotográficos que funcionaban como hilo conductor de la muestra: había que mirar las obras –o las imágenes fotográficas de ellas– y adentrarse en los testimonios de época para entender el contexto en el que cada serie forma parte de un “todo” que es el mosaico caleidoscópico de un quehacer artístico de más de seis décadas. Su vasto cuerpo de obra, tan variado como sorprendente, es el resultado de un vínculo indisoluble con la historia del arte de todos los tiempos, que conoce profundamente y a la que recurre con total libertad y desenfado, siempre con maestría técnica. Al recorrer cada sección de la muestra se podía constatar la diversidad en la continuidad del trabajo de un artista cuya línea de acción y creación nunca ha obedecido a ningún estilo o propuesta definida, sino a un inagotable afán de experimentación. En repetidas ocasiones lo he escuchado expresar: “De joven pensé: ¿y cómo le hago para ser todos los grandes pintores que admiro? Un pensamiento de una gran humildad.” Y sí, en una suerte de anacronismo histórico, descubrimos aquí y allá a Klee, a Tamayo, a Toledo, a Jasper Johns, a Paolo Uccello, el Bosco, Velázquez, Giotto, entre tantos otros, porque Arnaldo es muchos Arnaldos, como es notorio en esta antológica, y su creación multidisciplinaria –pintura, escultura, collageperformance, instalación, proyectos escénicos y colaborativos– se inserta en lo que bien se podría llamar un “universo Arnaldo Coen”.

Vimos numerosas imágenes fotográficas del artista en acción a lo largo de su trayectoria y en muy diferentes contextos. Si algo se percibe
en todas es su talante fresco y gozón, y un gesto de humor y sagacidad que conserva a la fecha. En plena juventud en la década de los sesenta, su generación vivió y actuó al ritmo del “sexo, drogas y rock and roll”, experimentando todo tipo de lenguajes artísticos. Vimos su participación precursora en el body painting en la Danza hebdomadaria, proyecto escénico experimental lidereado por Rocío Sagaón y Prometeo, Espectáculo Pop de Aristides Coen; su presencia en las exposiciones históricas Confrontación 66 y las tres ediciones del Salón Independiente que marcaron un paradigma en las prácticas artísticas de México; sus colaboraciones con personalidades tan diversas como
Gelsen Gas, Juan José Gurrola, Santiago Genovés, Eduardo Terrazas, Alejandro Jodorowsky, Sebastián, Carlos Aguirre y Mario Lavista. El hilo que hilvana toda su larga trayectoria es el erotismo palpitante en sus cuerpos femeninos que son su inspiración y pasión, el leitmotiv de toda su creación.

Al recorrer la exposición varias veces, una de ellas bajo la generosa guía del propio artista, cuyo repertorio de anécdotas da vida y pone color a cada registro de obras y acciones, me quedé con la certeza de que, además de su erudición y su impecable maestría técnica en todo lo que ha producido, su mayor acierto ha sido el de practicar la libertad creativa y la transgresión sin restricción alguna. Un artista que ha jugado a ser muchos artistas sin ceñirse a ningún molde y ha con­seguido ser un excelente Arnaldo en todas las representaciones de sus muy diversos Arnaldos. Su trabajo es la suma y multiplicación de sus infinitas inquietudes y de su inagotable genio creativo. Recorrer la diversidad de sus territorios en esta muestra antológica nos permitió entrar
y palpar con asombro el universo de Arnaldo Coen potencializado al cubo

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