Conocí el Museo del Chopo a finales de los años 50, antes de que lo recuperara el gran universitario Diego Valadés. Entonces era el Museo de Historia Natural y recibía a visitantes que observaban a los pajaritos disecados que recuperaron sus colores primitivos gracias a Valadés, aunque la mayoría de los animales expuestos se habían vuelto marsupiales, como los canguros porque sus vientres rellenos de aserrín ya no podían dar un solo salto ni proteger a un solo cangurito. ¿Y qué decir de los pescados y de los aparadores en los que aparecían los borreguitos de dos cabezas?
De repente, nos aterrorizaba el dinosaurio, esa especie de escalera automática de enormes costillas y vértebras que nos hacen pensar que todo el Museo de Historia Natural tiene 20 mil años de antigüedad.
En los años 50, la sección de fenómenos y disparates de la naturaleza era la de más público: las gallinas de tres patas, los becerros malogrados, los corderos unidos entre sí por sus ocho piernas y esa vaquita a la que le salió una hilera de dientes en la espalda. Los visitantes se extasiaban ante esas atroces caricaturas; seres que nacieron sólo para recordarnos que los habitantes de la Tierra podemos ser monstruosos. Esa vitrina atraía a todos: la gente se acercaba a ella como a la orilla de un crimen.
En ese entonces, del lado derecho del Museo del Chopo se exhibían las plantas disecadas. “La cicuta –decía la tarjeta– es una planta venenosa originaria de Europa. Antiguamente, en Grecia se acostumbraba envenenar a los reos condenados a muerte con una bebida preparada con esa planta y Sócrates, gran filósofo, fue condenado injustamente a beberla.
Una tarjeta o una receta médica prevenía que “el envenenamiento producido por esta planta se combate con vomitivo, purgante, administrando atropina
y tomando café o té para calmar los accidentes.”
Los mirones pasaban muy pronto (apenas un vistazo) sobre la cicuta, porque nadie desea morir y nadie se enteraba ni de los fundamentos elementales de la biología ni del triste destino del filósofo quien dijo: Yo solo sé que no sé nada
.
Lo mismo sucede con las frutas de cera, las legumbres reconstruidas y las semillas. Ante unos gallos partidos a la mitad para conocerlos por dentro, un marido jaló del brazo a su mujer: No, no, vente, vamos a ver las cosas raras. Para ver gallos, ya tengo con mi corral
.
La gente del pueblo se acercaba a los búhos con un leve estremecimiento de terror (Cuando el tecolote canta el indio muere
, aclara el refrán popular). Pero una señorita romántica dijo a su novio al ver los búhos: “Mira nomás qué palomas tan ojonas…”
Mira, son nuestros antepasados. Conozco a gente que todavía se parece a los changos
–explicó un hombre a su mujer. Sí, sí, mi suegra
. La que tiene un curioso parecido con el habitante de las cuevas de Cromañón es la abuelita que se lo muestra a su hijita sin darse cuenta del aire de familia.
“¿Tú sabías que los pericos se llaman Platycercus elegans? Mira, aquí están los loros de todos los tamaños; fíjate, qué chulos. ¡Allá se ven los buitres! Ésos te comen sin esperar a que te mueras. Son peores que los zopilotes… ¡Hijos, el pájaro colibrí se llama Vireo Philadelphicus y el saltapared zanjero, Cistothorus Stellaris!” ¡Ven, ven, ven por acá, mira, la foca monje todavía tiene pelito!
En una vitrina central acechaba el esqueleto fósil del tigre dientes de sable que nos donó la Universidad de California al encontrarlo en el rancho De la Brea, cercano a Los Ángeles, California.
De pronto, entre los escaparates del Chopo, resonaba el llanto de una niña:
–¡Mamá, que te vengas, que ya no quiero ver… Mamá, ya vámonos!”