Los pobladores sacan una lista de los que faltan, son siete. Tres sacados del mar y de los charcos el resto.

La pinza del agua
Hermann Bellinghausen
La borrasca. La tempestad. La sopladera desatada de todos los vientos contra todos los mástiles y todas las cuerdas. Agarrados con las uñas y los dientes nos deslizamos dentro de la ventisca y jineteamos a pelo el ventarrón rumbo a las naves.

Pasan volando los techos de lámina en trozos, las sábanas dejadas a serenar, los periódicos viejos y las banderas que seguían izadas.

Que huela a sangre es lo menos que esperamos. Total que a todos los olores, hasta los peores, como el acre olor de la envidia o el envolvente olor a muerto, los alejan y destrozan los corpulentos brazos del viento.

Estamos en la hora grave, en lo nuestro de la voladera y la tremenda corredera, igual que el cuarto de Tula cuando cogió candela y sí, se divisan inundaciones, derrumbes, la gente comienza a evacuar el área.

Estamos a las puertas de la luna, al cuarto para las 12 de la medianoche, camino a la embarcación que nos permitirá tomar distancia de una tierra no tan firme que crepita, se desploma, mueve a pensar, da miedo, corre como loca igual que la gente, igual, te digo, idéntica.

A bordo nadie duerme, nos esperan. En tierra nadie puede dormir, concentrada la población en capotear la furia de los elementos, pilas, trucha, atenta. La fauna se resguarda, enmudece, las aves no cantan, ni los pumas rugen, ni los perros ladran, ni croan las ranas. Azota alguna lluvia esporádica que escampa y en segundos seca, fuerte es el viento y la Tierra tan sedienta.

Baila, que la vida estrecha. Oímos voces ajenas que nos dicen al oído: baila, que la vida estrecha. Nuestra desbandada precipitación antes bien retorna al instinto básico de agárrensen los que puedan.

Lo huracanado, lo rabioso nos orilla a alcanzar la orilla, nos asoma al despeñadero de los tropiezos. Los alambres del vértigo impiden que sigamos rodando, nos anclan al suelo con todos los nervios, luego nos reincorporamos al flujo de las circunstancias para seguir corriendo y seguir la moda de las películas de desastres. El oleaje encalla delfines y tiburones, los expone al aire más violento que derriba palapas y borra casas de un plumazo directo al plexo de la vida como tal.

Las tormentas no limpian nada, decir que sí es mentira, todo lo revuelcan, empuercan y estropean. Son instrumentos de destrucción activa, no se piense que corremos por deporte, señoras y señores, no.

*

Los adjetivos del huracán son una lata: formidable, terrible, poderoso, imponente. Llevan verdad, pero rimbombantes. ¿Cómo hacer? Ya en la lancha la agitación marina borra el orgullo y uno obedece con la humildad del muñeco a merced del titiritero. Bota y rebota de un lado al otro, agarrándose de lo agarrable y aguantando los chorros oleares hasta alcanzar la nave y ser izados como piñatas goteantes.

Tenía que amanecer para que la tormenta se desatormentara hasta tenerse en paz. El agua nos balancea con residual violencia, como columpio perdiendo el vuelo. Llegan a la vez el azul de la luz, la marea tranquila y las primeras gaviotas. Esta vez el naufragio fue en tierra, atacada por dos frentes. A las olas y los vientos feroces se sumaron en dirección contraria los deslaves, desgajamientos y torrentes de las laderas taladas. El campo de batalla de las dos fuerzas lo pusieron las calles, las casas y los cuerpos de la gente. Pobre la playa también destrozada, llena de despojos orgánicos e inorgánicos.

Los de a bordo nos sentimos bendecidos, quién diría. Salvados por el huracán. Nada sé de barcos, pero estos pescadores conocen el oficio desde niños. Por eso ríen, como si nada hubiera pasado. Poco durará la catarsis de su júbilo. Conforme nos aproximamos a la costa vamos chocando con objetos y cuerpos que flotan. La playa se volvió un garabato. Lo que eran líneas claras, geométricas, diferenciadas en las franjas de agua, arena, vegetación, cemento, madera y cielo perlado de nubes, hoy vemos un tachón negro, un basural, un caserío irreconocible.

Y lo dicho. Los náufragos en tierra hacen señales, deambulan por la playa, recogen el tiradero, buscan a quien les falta. El muelle, las lanchas y sus remos se reducen a pedazos de madera. Una embarcación como la nuestra está encallada de lado sobre la arena. La suave brisa abre paso a las voces de urgencia y quebranto.

*

Habrá que ayudar, me digo. Mi presencia aquí es fortuita, como de costumbre. Vine porque pude y llevaba una semana de reggae, baños de mar y cerveza fría. Avisaron del huracán, algo normal en la temporada. Nadie previó los deslaves ni los ríos de lodo. Tampoco un viento tan salvaje. La posada de madera y palma donde me quedaba ya no existe. No queda una palapa en pie. En cambio, la playa está cubierta de troncos, ramas y raíces, como si se le hubieran volcado los cerros encima.

Un don, en shorts y la camiseta rasgada, me pide que le ayude a levantar unas vigas para sacar a su perro atrapado. Perdió su tienda, el refrigerador quizás tenga remedio. Los pobladores sacan una lista de los que faltan, son siete. Y siete cuerpos, tres sacados del mar y de los charcos el resto.

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