Veamos: tropas israelíes en Gaza concentran en un edificio de Zeitun a 110 palestinos, de los que una cincuentena son niños, y unas horas más tarde bombardea la construcción, matando a 30 personas. En esa misma localidad de Gaza, la Cruz Roja descubre 12 cadáveres, cuatro de ellos, pertenecientes a menores, en las ruinas de una casa demolida por las bombas de Israel; días después, la aviación de Tel Aviv bombardea la escuela Al-Fakhura, en Jabaliya, asesinando a más de 40 palestinos que se refugiaban allí; posteriormente lanza bombas de fósforo blanco sobre una sede de la ONU en Gaza, y luego ataca una escuela de Beith Lahia operada por ese organismo, con saldo de seis muertos.
Lo anterior no ocurrió en estos días, sino en el curso del operativo Plomo fundido que Tel Aviv lanzó sobre Gaza a fines de 2008 y principios de 2009. Antes y después, los gazatíes vivían, ya por entonces, sistemáticas privaciones de agua y de energía eléctrica, así como prohibición del ingreso de alimentos y medicinas a la franja. Y sí, antes y después, Hamas ha venido lanzando misiles sobre localidades israelíes. Los pobladores de Gaza son, en su mayoría, hijos y nietos de refugiados que huyeron de las masacres y del arrasamiento de pueblos enteros perpetrados en la primera mitad del siglo pasado por los grupos terroristas que confluyeron en la fundación de Israel. Hoy, una cuarta parte de los gazatíes han tenido que abandonar sus viviendas, las cuales están siendo demolidas a bombazos de la aviación y de la artillería. Por cierto, no tienen mucho espacio para escapar: están atrapados en un territorio sobrepoblado de 360 kilómetros cuadrados –40 kilómetros de largo y unos nueve de ancho, en promedio– e Israel les prohíbe salir de allí.
No es mucho mejor la vida en los otros jirones de territorio palestino en la Cisjordania ocupada: esos jirones, a su vez, han sido convertidos en cárceles al aire libre de los que los pobladores sólo pueden salir con autorización de los ocupantes, un trámite que los obliga a esperar varias horas en puestos de control, sea para ir a trabajar a Israel o para acudir al barrio vecino del que quedaron separados por muros fortificados de nueve metros de altura. Sólo excepcionalmente se entrega a un palestino un permiso de construcción; lo frecuente más bien es que las familias palestinas se vean despojadas por la fuerza de sus tierras –sean urbanas o rurales– y que las autoridades israelíes las usen para establecer en ellas un nuevo asentamiento de colonos judíos. Oponerse a ello significa la cárcel, la tortura o la muerte.
La dirigencia de Hamas, que controla Gaza, ha recurrido a la violencia criminal; la Autoridad Nacional Palestina (ANP), con sede en Ramala, ha buscado en cambio resolver el infierno en el que viven los palestinos por medio de las negociaciones y la diplomacia. Una y otra han obtenido el mismo resultado: ninguno. Pero cuando un terrorista árabe posiblemente afiliado a Hamas o a la Yihjad Islámica perpetró un atentado suicida en Tel Aviv en septiembre de 2002, el gobierno de Tel Aviv respondió demoliendo con artillería y bulldozers la mayor parte del complejo en que se asentaba la ANP, con todo y su presidente adentro, el fallecido Yaser Arafat. Ello, por supuesto, debilitó a los seculares moderados y fortaleció a los grupos fundamentalistas. Estaba claro, entonces y ahora, que el objetivo a liquidar no es Hamas, sino el pueblo palestino.
Ahora está de moda involucrar a Irán como supuesto patrocinador de Hamas. Suponiendo que lo sea, y que le haya proporcionado tecnología, armamento y dinero, quien le enseñó a ese grupo terrorista cómo emplearlo en el asesinato de civiles no fue la República Islámica, sino el régimen de Israel.
Y sí, lanzar explosivos por el medio que sea sobre edificios habitados por civiles y secuestrar y asesinar a cientos de ellos son crímenes abominables.
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