Mi padre me contaba cómo se había convertido en ávido lector: Iván Gardea

El puro fulgor: mi padre y los libros

(fragmento)

Iván Gardea

Iván Gardea

Fíjate –me decía– que un día leí que Ortega y Gasset leía doce horas diarias, y en vacaciones –durante las cuales no iba a Delicias por razones económicas– me hice el propósito de emularlo aprovechando la ausencia total de obligaciones y deberes escolares. Así que en el período vacacional leía doce horas diarias. Horas de soledad y plenitud, de alegría infinita, descubriendo mundos. La cultura es hacerte un mundo. Un mundo.

Y su mano derecha esbozaba en el aire una esfera invisible, acariciando, pero también como si la quisiera ceñir, la circularidad de esa esfera.

El “eros del conocimiento”

Lector voraz hasta el momento de su muerte, mi padre convirtió la lectura en una estrategia silenciosa, una defensa férrea de su mundo interior, una muralla invisible contra el mundo. Una práctica –la de la lectura– que fue absolutamente central e indispensable en su vida, la preparación casi iniciática para sus dos horas diarias de escritura. Aunque al final de su vida acaso experimentara cierta fatiga, cierto desencanto con algunos de los caminos de conocimiento que había emprendido, no perdió el entusiasmo por otros, el placer de la lucidez llevada al máximo (un ideal de vida en él) y ese “eros del conocimiento”, del cual hablaba Lezama Lima. Los libros le dieron días felices. Páginas que abreviaron su desengaño, su desconsuelo, su secreta tristeza.

No se preocupó nunca por escribir ensayos, reseñas o artículos, o por capitalizar ese conocimiento de alguna manera. Tampoco de hacer alarde de erudición en reuniones sociales (aunque podía ser un excelente conversador) o presumir frente a los otros lo que era una necesidad vital para él, como comer o dormir. Le bastaba con que la lectura fuera el combustible que le permitiera mantener encendida la llama de su escritura (y de su vida). Esa llama de sus novelas y cuentos quemaba cualquier demostración ostentativa de ese saber adquirido en los libros. Su modestia no era mas que una sutil economía del espíritu, una estrategia personal para no malbaratar, para abonar la tierra de su alma, de la cual surgían extrañas y bellas flores a la hora de oprimir las teclas de su maquina de escribir. Dejaba que una secreta alquimia operara –más allá de su voluntad– convirtiendo lo leído en puro fulgor

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