El puro fulgor: mi padre y los libros
(fragmento)
Iván Gardea
Iván Gardea
Mi padre me contaba cómo se había convertido en ávido lector. Un día –me decía–, cuando empezaba mi carrera de odontología en Guadalajara, quedé de encontrarme con unos amigos para ir al cine. Había acordado con ellos de vernos en la entrada del local. Al llegar yo a la hora convenida no habían llegado y no llegarían nunca. Me quedé esperándolos afuera de la sala, hasta que dio inicio la película. En ese momento, titubeando si entraba yo solo al cine –ya con la película en curso– sentí un vacío muy grande, una soledad inmensa; un sinsentido que me invadió súbitamente. Finalmente, no entré a la película y me fui con la acuciante necesidad, con el hambre de llenar con algo mayor, algo mejor, ese vacío que sentía, que el disfrute banal de una película anodina (mi padre hablaba de una especie de “conversión”, el instante decisivo en el que su vida basculaba en otra dirección). Al día siguiente –continuaba contándome mi padre– me registré en la biblioteca del consulado americano en Guadalajara y comencé a leer como loco. Inicie mis lecturas en la sala de la biblioteca. Pero, al poco tiempo, empecé a leer cada vez mas horas en casa, ya con los libros en préstamo. Entonces, me convertí en un lector infatigable, disciplinándome para poder cumplir, al tiempo que leía ávidamente, con mis estudios universitarios. Me levantaba muy temprano y leía unas dos horas antes de ir a la universidad o estudiar para mis exámenes. Aprovechaba para leer en cada momento, cada espacio de tiempo que se abría; en los momentos muertos en la misma universidad, o al regreso de ésta, en la tarde o en la noche. Y los días de asueto o el fin de semana, me sumergía horas y horas, entregado febrilmente a la lectura, con ansia devoradora. Con el tiempo me fui convirtiendo en un lector más sosegado y reflexivo. Ahora soy en realidad un lector muy muy lento, moroso, leo muy despacio. Así que me volví muy solitario, tuve pocos amigos, poca vida social. No me gustaba mi carrera, pero era imposible cambiar, estudiar formalmente otra cosa, defraudar a tu abuela, que le costaba un gran esfuerzo mi manutención. Sentí una asfixia muy grande, mi único refugio eran los libros. Y en esa soledad interior, atemperada por la lectura, se fue esbozando mi vocación de escritor. Me doy cuenta ahora de que tuve un olfato muy grande, instintivo para el encadenamiento de mis lecturas, y casi no leí basura.
Fíjate –me decía– que un día leí que Ortega y Gasset leía doce horas diarias, y en vacaciones –durante las cuales no iba a Delicias por razones económicas– me hice el propósito de emularlo aprovechando la ausencia total de obligaciones y deberes escolares. Así que en el período vacacional leía doce horas diarias. Horas de soledad y plenitud, de alegría infinita, descubriendo mundos. La cultura es hacerte un mundo. Un mundo.
Y su mano derecha esbozaba en el aire una esfera invisible, acariciando, pero también como si la quisiera ceñir, la circularidad de esa esfera.
El “eros del conocimiento”
Lector voraz hasta el momento de su muerte, mi padre convirtió la lectura en una estrategia silenciosa, una defensa férrea de su mundo interior, una muralla invisible contra el mundo. Una práctica –la de la lectura– que fue absolutamente central e indispensable en su vida, la preparación casi iniciática para sus dos horas diarias de escritura. Aunque al final de su vida acaso experimentara cierta fatiga, cierto desencanto con algunos de los caminos de conocimiento que había emprendido, no perdió el entusiasmo por otros, el placer de la lucidez llevada al máximo (un ideal de vida en él) y ese “eros del conocimiento”, del cual hablaba Lezama Lima. Los libros le dieron días felices. Páginas que abreviaron su desengaño, su desconsuelo, su secreta tristeza.
No se preocupó nunca por escribir ensayos, reseñas o artículos, o por capitalizar ese conocimiento de alguna manera. Tampoco de hacer alarde de erudición en reuniones sociales (aunque podía ser un excelente conversador) o presumir frente a los otros lo que era una necesidad vital para él, como comer o dormir. Le bastaba con que la lectura fuera el combustible que le permitiera mantener encendida la llama de su escritura (y de su vida). Esa llama de sus novelas y cuentos quemaba cualquier demostración ostentativa de ese saber adquirido en los libros. Su modestia no era mas que una sutil economía del espíritu, una estrategia personal para no malbaratar, para abonar la tierra de su alma, de la cual surgían extrañas y bellas flores a la hora de oprimir las teclas de su maquina de escribir. Dejaba que una secreta alquimia operara –más allá de su voluntad– convirtiendo lo leído en puro fulgor