Otros, residentes de la impoluta equidistancia moral, buscan un rechazo total a las agresiones a civiles, vengan de donde vengan
, y equiparan al gobierno de Tel Aviv con la organización integrista islámica que controla lo que queda de Gaza. El problema, según ellos, son los integrantes de Hamas, que tiranizan a la población gazatí, y la coalición ultraderechista que ha llevado a Israel a perpetrar el genocidio en curso.
Pero no. Por abominables que resulten los crímenes cometidos por los palestinos que el sábado 7 lanzaron cohetes contra poblaciones israelíes en forma indiscriminada o se internaron por poblados y kibutz para asesinar y secuestrar a sus habitantes, la violencia de los oprimidos no es moralmente equiparable a la de los opresores por la sencilla razón de que sus incubadores son los segundos, no los primeros. Pueden recordar la revuelta de Roure de 1670, con su ola de incendios y asesinatos, la masacre realizada en la alhóndiga de Granaditas por las hordas independentistas, las ejecuciones de miles de españoles tras el llamado Desastre de Annual, en el Rif, o los cruentos bombazos de las fuerzas independendistas argelinas que mataron a cientos de civiles franceses inocentes. Se trata en todos los casos de atrocidades repugnantes, pero son también consecuencia de la injusticia, el expolio y la agresión de siglos.
Las recientes atrocidades de Hamas no son muy diferentes a las sangrientas incursiones que los grupos armados judíos como Haganá, Irgún y Betar cometían en las aldeas árabes o a los pogromos perpetrados por árabes en poblaciones judías hasta 1948 en el mandato de Palestina. En unas y otras pueden encontrarse equivalencias y paralelismos; se trataba, a fin de cuentas, de grupos poblacionales enfrentados. Pero el escenario actual es diferente por varias razones; entre otras, porque no puede pedirse el mismo comportamiento que se espera de un Estado establecido a un grupo armado radicalizado, cualquiera que sea su signo. La tortura, la ejecución extrajudicial o la desaparición son repudiables en cualquier circunstancia y si las practica un grupo armado, son delitos graves que deben ser perseguidos y sancionados; pero si el que recurre a ellas es un gobierno, son crímenes de lesa humanidad.
Hay que ponerse en la piel de un palestino, ciudadano de ninguna parte, cuyos padres y cuyos abuelos han vivido oleadas sucesivas de desplazamiento forzado y que ha sufrido el robo de sus tierras, de sus olivos y de sus fuentes de agua, el asesinato de parientes cercanos, la privación de sus derechos fundamentales básicos, el encierro forzado en grandes gallineros humanos, la discriminación y la humillación cotidiana, perenne, inamovible; víctima, también, de esa llamada comunidad internacional que no ha movido un dedo ante su tragedia; y desde ese lugar, el observador tendría que preguntarse si no estaría poseído por una furia ciega e irracional que lo lanzaría a agredir en la forma que pueda, y sin ningún freno, no sólo a sus opresores, sino a quienes perciba como diferentes.
Muchos se responderían honestamente que no, que es preferible optar por la resistencia pacífica y desde luego, estarán en el sitio moral correcto; pero muchos otros dirán que todo ese rencor acumulado en generaciones y en vidas no tiene más salida que una violencia indiscriminada, y será una opción inevitable.
Desde esa perspectiva, si el genocidio del momento actual sobre Gaza y el redoblado acoso contra las poblaciones palestinas de Cisjordania y de la Jerusalén oriental dejan vivos y en su lugar de residencia a una porción significativa de habitantes, no lograrán exterminar a Hamas; se traducirán, por el contrario, en una incubadora masiva de individuos cargados de odio, dispuestos a destruir a Israel aun a costa de sus propias vidas y de quienes no podrá esperarse racionalidad ni sensatez. A quienes sí cabe reclamarles es a las personas de buena voluntad ajenas a este horror que viven en el mundo y para las cuales no es fácil procesarlo. Y es pertinente recordarles que si bien Hamas no es todos los palestinos, sino un sector de ellos que devuelven el reflejo especular del sadismo de Estado del régimen de Tel Aviv, éste no representa a todos los israelíes, y mucho menos a los judíos del mundo.
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