Ante la imparable y voraz ley del talión en Israel, uno se pregunta si los israelíes han perdido las agallas o la cordura.

Yehuda Amijai en el monte Sión
Hermann Bellinghausen
Ante la imparable y voraz ley del talión desatada con entusiasmo apocalíptico por el gobierno de Benjamin Netanyahu en Israel, uno se pregunta si vive esa nación bajo una dictadura militar sólo formalmente democrática, o si los israelíes de origen hebreo han perdido las agallas o la cordura. No hay argumentación que valga (histórica, religiosa, militar, judicial, vengadora, humanitaria) para la atrocidad explosiva y expansiva que ha soltado Israel sobre la franja de Gaza, penúltimo jirón de lo que pudo ser la Nación palestina.

El mundo capitalista europeo, sustrato culpable de aquella Shoá larvada al nacer el siglo XX que se desencadenó durante la Segunda Guerra Mundial (principalmente europea) respalda sin pudor a Israel haga lo que haga. Salvo escasas excepciones, siempre le aplauden y financian cobardemente. Estados Unidos lleva la batuta en el concierto cómplice del crimen de lesa humanidad que se desenvuelve ahora ante los ojos del mundo.

Disimulan lo que significa que todos los países europeos (salvo Gran Bretaña y la Unión Soviética) tuvieran gobiernos colaboracionistas durante el nazismo alemán y alimentaran el Holocausto persiguiendo y entregando gitanos, comunistas y judíos a los verdugos invasores. Las víctimas judías se levantaron con ayuda de esa Europa culpable, que ahora las reconoce como parte de la europeidad blanca y solapa la sistemática tortura masiva de un Estado que es, todo él, un ejército poderoso, superentrenado, armado hasta los dientes de lo nuclear, un país espía, entrenador de clase mundial para torturadores, mercenarios y dictadores en América Latina.

Los israelíes que reconocen la humanidad de sus vecinos víctimas y rehenes de su fuerza militar expansiva y letal, ¿son impotentes para detener la insensata criminalidad de sus líderes? ¿Dónde vive ahora, si lo hace todavía, la serenidad y la bondad pacifista de, digamos, Yehuda Amijai, el gran poeta de Israel? Nació bajo el nombre de Ludwig Pfeuffer en Würzburg, Alemania, en 1924. Con su familia migró a Palestina en 1937, en el umbral de Holocausto, y se convirtió en el poeta hebreo Yehuda Amijai (????? ?????). Escribió una poesía memorable, humana y bella hasta su muerte en 2000. Sirvan las palabras de este inclaudicable pacifista como prueba de humanidad, donde quiera que ésta sobreviva.

En México lo ha traducido admirablemente del hebreo Claudia Kerik desde los tiempos de Vuelta. Las siguientes versiones mías proceden del inglés, inevitablemente. Ojalá sus palabras sirvieran para alentar el inane espíritu fraternal del único Estado europeo en Medio Oriente, un causante mayor de la actual inestabilidad planetaria.

1.

Un pastor árabe busca su
cabra en el monte Sión.
En la opuesta ladera yo
busco a mi niño.
Un pastor árabe y un papá
judío
por igual enfrentan su
descuido.
Nuestras voces se cruzan
sobre
el Estanque del Sultán en
el valle que nos separa.
Ni uno ni otro quisiéramos
que el niño o la cabra
quedaran atrapados bajo
las ruedas
de la máquina de la “Had
Gadya”.

Más tarde damos con ellos
en los arbustos,
y nuestras voces regresan a
nosotros
con risas y llanto.
Buscar una cabra o un
chico ha sido siempre
el comienzo de una nueva
religión entre estas montañas.

2.

No la paz de un cese al
fuego
ni siquiera en la visión del
lobo y el cordero,
más bien
como en el corazón cuando
la excitación termina
y sólo puedes hablar de tu
gran cansancio.
Sé que sé cómo matar, eso
me hace un adulto.
Mi hijo juega con un rifle
de juguete
y ya sabe abrir y cerrar los
ojos y decir mamá.
Una paz
sin el estruendo de
convertir espadas en arados,
sin palabras, sin
el sordo ruido de un sello
de goma:
déjalo ser
ligero, a flote como una
espuma perezosa,
un corto alivio para las
heridas –¿aquí quién habla
de sanar?

(La lechuza de los huérfanos
ha pasado de una generación
a la siguiente, en una
carrera de relevos donde
el bastón nunca cae.)

Déjala venir
en las flores del prado
de repente, porque esta tierra
la necesita: una paz silvestre.

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