Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que nosotros vemos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a los pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. El final de este pasaje es pasmoso, remata Benjamin:
Tal tempestad es lo que llamamos progreso.
Este famoso fragmento contenido en el texto Sobre el concepto de la historia es de una gran riqueza conceptual, una metáfora plena de contenido, un campo adecuado para situar a la venganza como elemento que pertenece a la naturaleza misma de los seres humanos y a las relaciones que se establecen entre ellos. La venganza concebida como una forma de resarcirse de un agravio, un daño, o un crimen y que lleva a imponer un castigo que en los conflictos sociales conduce hasta la guerra.
Se toma venganza por motivos de legitimidad o de justicia. Desde una perspectiva moral suele plantearse que, si se comete una injusticia, la única manera de restaurar un cierto balance es que quienes cometen un crimen paguen por ello. Ojo por ojo. La ley del Talión y más allá. De modo más puntual se dice que no se hará justicia hasta que quienes han provocado el sufrimiento también sufran. Así, la pregunta que nos acecha es si la venganza, como producto de la ira y el odio puede ser un acto racional y moral.
El dilema consiste en que, cuando la venganza escala en la violencia –y suele hacerlo hasta muy altos grados de violencia–, entonces puede rebasar los límites de lo justo, como sea esto concebido, y acaba en un reguero de sangre. Así, es finalmente imposible restaurar un balance en un determinado marco de lo moral, y que se extiende, igualmente, al ámbito de lo político.
Aquí surge otro problema que hace las cosas tanto más complejas y se refiere, precisamente, a los diferentes confines de lo moral que coexisten en los espacios de la confrontación. En este sentido ha de distinguirse entre las fuentes y las formas de la venganza que ocurren en el terreno de lo particular y lo privado y que se generan por motivos como el resentimiento, el ego desmedido, el encono y, por otra parte, aquellos, de distinta índole y con diversas repercusiones que surgen en el campo de lo colectivo, del odio con sus mil caras: las del señalamiento, la exclusión, el asesinato, el exterminio y hasta el caso extremo de la guerra.
Los humanos nos hacemos daño unos a otros desde los tiempos más antiguos y por muy diversos motivos. De entre todos los daños, según ha dicho Fernando Savater de modo coloquial, el más implacable y terrible es la venganza. Y agrega: Lo peor es que la venganza siempre quiere causar un daño mucho más grande del que le hicieron a uno antes.
Al conjuntarse dos motivos que aparecen como esenciales y más que suficientes para tomar venganza, el desenlace es aun más devastador.
Cuando se considera la lógica de la venganza surge la cuestión de que, siendo generada por la ira y el odio, sea también lógica y moral. Éste es un aspecto en el que, una vez desatada la conflagración, se reduce casi por completo el espacio para su consideración en esos términos, lo que no significa que desaparece y menos aun que deba desatenderse.
El asunto se ha de trasladar necesariamente al campo de los conflictos reales como la guerra que ha estallado ahora en Medio Oriente. Con sus condicionantes específicos, los más recientes, pero también los profundos y antiguos. Con su entreverada historia. Con los actores que definen los hechos y sus responsabilidades sean por acción u omisión. Con lo que ocurre de modo directo y las posiciones que bordean los sucesos de forma próxima y lejana. Con los intereses y motivaciones políticas particulares de las partes involucradas. Con la vileza propia de la política. Con los riesgos enormes de escalamiento que entraña. Con las repercusiones nefastas para todas las víctimas. Y, al final, con la estrechez de los espacios disponibles para inducir una solución a una situación humana insostenible.