Estudió para maestro en la normal de Saltillo gracias a una beca (“que nadie quiso), que obtuvo a los 15 años. Trabajó en cerca de la mitad del territorio nacional: Coahuila, Sonora, Tamaulipas, Durango, Nuevo León, Querétaro, estado de México, Guanajuato, Veracruz, Tabasco, Hidalgo, Zacatecas y Ciudad de México.
Santos Valdés dejó una profunda huella en sus alumnos de la Escuela Normal Rural de San Marcos, Zacatecas, y de quienes estudiaron con ellos. Tanto así que en 1982 iniciaron la publicación de sus Obras completas. En ese año editaron el primer tomo; en 1983 lograron que apareciera el segundo; en 1989 se siguieron con el tercero y cuarto, y en 1992 publicaron el quinto. En los siguientes 12 años no apareció nada más. Pero, en 2005, como parte de la conmemoración por el centenario de su natalicio, emprendieron de nuevo la aventura editorial, logrando llevar a la imprenta 11 libros. Hoy son 20 tomos.
Escribir fue su pasión. La descubrió en tercero de primaria. Desde entonces no paró. Los materiales en sus obras, escritos pulcramente al tiempo que cumplía con su función docente, son testimonio de la ardua travesía intelectual de su autor. En sus páginas se incluyen libros y ensayos de pedagogía, retratos históricos de personajes y regiones de México y artículos de opinión críticos y de denuncia. Su lectura ofrece un apasionante retrato de la educación rural mexicana y de las organizaciones magisteriales.
Entre sus libros destacan el clásico Amelia. Maestra de primer año; Democracia y disciplina escolar; Deserción y reprobación escolares; Educación democrática; Civismo; La religión y la escuela socialista; Matamoros, ciudad lagunera; Madera (sobre el asalto al Cuartel Madera, el 23 de septiembre de 1965, del Grupo Popular Guerrillero); Francisco Zarco Mateos; Participación de los maestros en la Revolución Mexicana y La escuela regional campesina.
Si la teoría es práctica sistematizada, Valdés fue un verdadero teórico de la educación en México. En Amelia…, ordena el exitoso trabajo de Amelia Casas Álvarez, maestra en la primaria Felipe Carrillo Puerto, en Torreón, Coahuila.
La experiencia demostró que era equivocada la posición de la SEP de que los alumnos eran inmaduros para aprender a leer y escribir a los seis años. No sólo aprendían. En su grupo no había deserción ni reprobación. En las aulas había entusiasmo, disciplina y amor al trabajo. La vida escolar estaba organizada democráticamente. La maestra planeaba su labor, día a día, mes a mes y niño a niño.
La visión de la enseñanza y la escuela de Santos Valdés, nacida de su práctica como profesor y director de instituciones educativas, se adelantó muchos años a su época. “Al revés de otros –escribió–, creo que un educador revolucionario puede desarrollar su labor educativa a favor del cambio de las estructuras fundamentales de la sociedad si se aprovecha de las reformas educativas que los cambios sociales hacen imprescindibles”.
El profesor propugnaba por hacer de la escuela un lugar hospitalario para sus alumnos, que desarrolle habilidades y actitudes. Para ello, debe olvidarse que lo que verdaderamente educa a los alumnos no son los conocimientos acumulados por el maestro, sino la conducta de éste.
Desde su perspectiva, en las aulas los trabajadores de la educación deben despertar entre los alumnos amor al trabajo y no imponerlo como castigo. De lo contrario, lo único logran es que lo odien y tomen como algo que molesta y duele.
Según él, la escuela democrática requiere admitir que no hará nada positivo si, olvidándose de la realidad social, planea mucho para conseguir casi nada. Por ello debe considerar la organización del trabajo, las normas disciplinarias y los horarios.
El profesor se oponía a establecer una disciplina diferenciada entre alumnos y docentes. Los maestros –señaló– están obligados a considerar que ellos deben ser los primeros en vivir de acuerdo con lo que requieren de sus alumnos; ser ejemplo de puntualidad, asistencia, iniciativa de trabajo, organización.
De acuerdo con Santos Valdés, la mejor manera de mantener la disciplina en un centro escolar es tener siempre algo que hacer, una tarea a desarrollar. Una tarea que debe planearse para cumplirla en su totalidad. En ella, el maestro debe guiar con mano firme a sus alumnos.
El coahuilense fue miembro activo del Sindicato Nacional de Redactores de la Prensa. Sus artículos de opinión, publicados en Siempre!, Política, El Día!, La Época, Dictamen, La Voz de Michoacán y muchos medios más, estaban guiados por dos máximas que siguió fielmente: periodismo que no educa, no es periodismo
y quiero morir con las espuelas bien puestas
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Sus textos se inscriben en la mejor tradición de un periodismo de combate, siempre bien informado. “He dormido –escribió– en las chozas de los indígenas, en los jacales de los campesinos, en las casas de los obreros, de los modestos y mal pagado maestros primarios; he vivido toda la vida entre los pobres y no quiero olvidar, me niego a olvidar lo que he visto y oído”. De eso que miró y escuchó, alimentó sus columnas.
La Nueva Escuela Mexicana ha ignorado la herencia de la escuela rural mexicana y de José Santos Valdés. Es tiempo de que al maestro rural se le reconozca el lugar que tiene en la educación y la lucha social. Trasladar sus restos a la Rotonda de las Personas Ilustres sería justo homenaje a su legado.
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