En 1951, el escritor Francisco Tario por encargo hace un libro para promover Acapulco.  «Acapulco en el sueño»

Acapulco
Fabrizio Mejía Madrid
Vuelvo sobre lo que escribí en el prólogo a El edén oscuro (2018), ahora que el huracán Otis nos devuelve su mirada.
En 1951, el escritor Francisco Tario acepta el encargo del presidente Miguel Alemán de hacer un libro para promover Acapulco. Con fotografías de Lola Álvarez Bravo, Acapulco en el sueño inventa un litoral y sus personajes perdurables: el mar, la luna, el clavadista, el lanchero, la gringa deseable, la costeña prohibida, el magnate incógnito, la playa.
Se trata de consolidar un imaginario habitado por la brisa y los placeres del baño salino al aire libre, los cuerpos desnudos y la naturaleza, el olvido de lo cotidiano y el extravío de uno mismo entre palmeras.
Tario introduce la vida acapulqueña a la literatura y llama a sus visitantes la aristocracia de pie descalzo, en un lugar que, desde su nombre en náhuatl, lleva el signo de lo perdido: lugar donde fueron arrasados los carrizos.
Tario había conocido el puerto desde los ocho años, cuando su padre compra dos cines –Rojo y Río– y la familia comienza a visitarlo cada año. Recuerda la primera vez que metió el pie en el mar y se asombró de que estuviera caliente.
La entrada de Acapulco en lo literario se da en esa mezcla fantasiosa de infancia, inocencia, lo natural, del respiro –en su doble carácter de inhalación de la brisa marina y serenidad del espíritu– con la puesta en escena del desfile de lo social.
Así, Tario puede intuirse ante el mar: La libertad infinita de los espacios abiertos, excursión aritmética de la soledad absoluta. Pero, también, ante la playa como teatro de la nueva burguesía del alemanismo, los actores, directores, actrices y productores de Hollywood, en medio de los barrios de indios que pronuncian el misterioso sí, pues, y te dan un cocktail en una piña que es sexual como un saxofón plateado. Al lado de los costeños que pescan, te dan el desayuno y te tratan de vender pulseras en la playa, desfilan los nuevos dueños de las casas entre rocas –la mirada desde arriba será signo de poder financiero–: Miss Kitty Morgan y sus millonarias amigas gringas que vienen de Cannes y de Deaville. A ellas les dedica el escritor una instrucción de etiqueta: Aquí, señora marquesa, los únicos fracs que se estilan, son los que usan las iguanas, que son consecuencia zoológica de un verde perico que en épocas no muy remotas debió engullirse a un lagarto.

Las visitantes misteriosos dirán de los lancheros de Acapulco: “Debe bailar bien y acariciar sin asperezas. Él estará disponible para cantarle a la más linda girl de Texas, Massachussetts o Louisana, con todo y su lacio cabello dorado”. El desfile de círculos concéntricos se centra en la aristocracia vieja, la de Europa, que viene buscando un Montecarlo tropical, sigue a la de los americanos boyantes, los funcionarios alemanistas enriquecidos por la corrupción –Tario le dedica una estampa al notario– y, por último, lo más llamativo: Hollywood. Carmen Farell, la madre de Tario, conservará en su herencia, una foto de ella misma con Robert Mitchum y Lana Turner. Será la trasmutación del castillo en hotel y de las carrozas en yates, lo que permitirá las bodas de la nueva aristocracia global: John F. Kennedy y Jacky, Liz Taylor y Michel Todd. Aquí, escribe Tario, concluyen las concesiones terrenales y dan comienzo todos los disparates cósmicos.

Será desde la cárcel en 1973, que José Agustín se despida del Acapulco de la realeza turística y le dé la bienvenida al de la exaltación contracultural en Caleta, en la Laguna de Coyuca: allí encontraba personajes naturales, decadentes porque la decadencia era su meta vital. Son las nuevas peregrinaciones, los usos espirituales del Tarot, los ácidos, la mariguana, y sus búsquedas sensoriales. En 1994 vuelve sobre Acapulco en Dos horas de sol, utilizando un huracán para retratar lo político, 20 años después del viaje iniciático: El puerto está dividido en tres zonas. Por una parte está el sector relacionado con el turismo de oropel. Por el otro, el Acapulco tradicional, un núcleo de personas que tienen su propia manera de hablar, costumbres y tradiciones muy fuertes que les han permitido resistir, durante 60 años, los poderosísimos embates turísticos de tendencias deshumanizantes y desnacionalizadoras. Y, por último, hay un tercer Acapulco, el de la miseria y las ciudades perdidas, compuesto por personas que emigran de otras partes del estado de Guerrero y del país, con deseos de tener posibilidades de subsistir. Mi propuesta es que la situación política, social, económica y humana de Acapulco es copia fiel de lo que sucede en el país. Acapulco añade un elemento extra, que es el dolor de que todas estas cosas ocurran en un sitio tan hermoso.

Acapulco, escribe Ricardo Garibay en 1979, “es el único best-seller de como-México-no-hay-dos”. El escritor va al puerto a vivir durante cuatro meses, no para buscar la trama de una novela. Va a hacer un reportaje, la única forma presente de la literatura, según él, pero se arrepiente, mientras el tema se agranda en interminables relaciones entre la playa, el hotel, los barrios, la guerrilla, el gobernador, el presidente municipal, el cura, las gringas, los canadienses, los antros caros y los baratos, todos sórdidos a su manera.

En plena administración de la abundancia petrolera, Garibay deambula por casas de huéspedes que se caen a pedazos, el Hotel Elcano con su pista de baile en la que nadie baila, las borracheras que se astillan con el sol de la mañana mientras alguien sigue contando cómo el general Acosta Chaparro tortura guerrilleros de Lucio Cabañas y les roba a los vendedores de mariguana.

Los habitantes de Acapulco ya no son las turgentes indias retratadas por Lola Álvarez Bravo, sino niñas de 16 que fueron violadas a las ocho, con 11 hermanos, papá albañil, mamá vendedora de maiguana en Pie de la Cuesta, hermano mayor de mesero en el Plaza, la abuela lava pisos en Centro Acapulco. La presencia de la policía judicial, los soldados y los guardaespaldas es cotidiana mientras tratan de venderle un M-16 en el baño de un antro. Los desfalcos de los gobernadores, Rubén Figueroa en primer término con su venganza a la guerrilla que lo secuestró, y del presidente municipal, Febronio, primo del gobernador, quitándole el agua potable a las ciudades suburbanas que se han hecho a base de tomas de tierras, defensa contra los despojos, o que les prometieran centavos por vender sus tierras de cara al mar. Al final, Garibay termina su larga crónica con una imagen: Acapulco es el ruido que hace un cuchillo al rasgar un vestido de seda.

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