En 1994, cuando el tema ambiental era sólo cuestión de expertos, el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) seleccionó de sus libros publicados hasta ese momento una serie de historias que alertaban sobre un sistema devorador de la naturaleza
. Fue así como apareció la antología Úselo y tírelo, con el sello Planeta. Casi dos décadas después, una nueva edición de esa preclara obra vuelve a ver la luz, ahora publicada por Siglo XXI Editores. Para este nuevo libro, según se aclara en la nota del editor, fueron seleccionadas las mejores historias que siguen las mismas temáticas y que aparecieron en obras posteriores. También se reorganizó y adaptó el contenido original en tres partes, que ordenan el recorrido. Como elemento enriquecedor de las disertaciones del autor, se incluyeron ilustraciones del reconocido humorista gráfico argentino Juan Matías, conocido como Tute. Presentamos como primicia un adelanto a nuestros lectores de la nueva versión de Úselo y tírelo: Nuestro planeta, nuestra única casa, con autorización de Siglo XXI Editores. El título se lanzará el 28 de noviembre en la edición 37 de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara
Cinco frases que hacen crecer la nariz de Pinocho
Somos todos culpables e la ruina del planeta
La salud del mundo está hecha un asco. Somos todos responsables, claman las voces de la alarma universal, y la generalización absuelve: si somos todos responsables, nadie es.
Como conejos se reproducen los nuevos tecnócratas del medio ambiente. Es la tasa de natalidad más alta del mundo: los expertos generan expertos y más expertos que se ocupan de envolver el tema en el papel celofán de la ambigüedad. Ellos fabrican el brumoso lenguaje de las exhortaciones al sacrificio de todos en las declaraciones de los gobiernos y en los solemnes acuerdos internacionales que nadie cumple. Estas cataratas de palabras, inundación que amenaza convertirse en una catástrofe ecológica comparable al agujero de ozono, no se desencadenan gratuitamente. El lenguaje oficial ahoga la realidad para otorgar impunidad a la sociedad de consumo, a quienes la imponen por modelo en nombre del desarrollo y a las grandes empresas que le sacan el jugo.
Pero las estadísticas confiesan. Los datos ocultos bajo el palabrerío revelan que 20 por ciento de la humanidad comete 80 por ciento de las agresiones contra la naturaleza, crimen que los asesinos llaman suicidio, y es la humanidad entera quien paga las consecuencias de la degradación de la tierra, la intoxicación del aire, el envenenamiento del agua, el enloquecimiento del clima y la dilapidación de los recursos naturales no renovables.
La señora Harlem Brundtland, que encabeza el gobierno de Noruega, comprobó recientemente que si los 7 mil millones de pobladores del planeta consumieran lo mismo que los países desarrollados de Occidente, harían falta 10 planetas como el nuestro para satisfacer todas sus necesidades. Una experiencia imposible. Pero los gobernantes de los países del sur que prometen el ingreso al Primer Mundo, mágico pasaporte que nos hará a todos ricos y felices, no sólo deberían ser procesados por estafa. No sólo nos están tomando el pelo, no: además, esos gobernantes están cometiendo el delito de apología del crimen. Porque este sistema de vida que se ofrece como paraíso, fundado en la explotación del prójimo y en la aniquilación de la naturaleza, es el que nos está enfermando el cuerpo, nos está envenenando el alma y nos está dejando sin mundo. Extirpación del comunismo, implantación del consumismo: la operación ha sido un éxito, pero el paciente se está muriendo.
Es verde lo que se pinta de verde
Ahora los gigantes de la industria química hacen su publicidad en color verde y el Banco Mundial lava su imagen repitiendo la palabra ecología en cada página de sus informes y tiñendo de verde sus préstamos. En las condiciones de nuestros préstamos hay normas ambientales estrictas, aclara el presidente de la suprema banquería del mundo.
Somos todos ecologistas, hasta que alguna medida concreta limita la libertad de contaminación. Cuando se aprobó en el Parlamento del Uruguay una tímida Ley de Defensa del Medio Ambiente, las empresas que echan veneno al aire y pudren las aguas se sacaron súbitamente la recién comprada careta verde y gritaron su verdad en términos que podrían ser resumidos así: Los defensores de la naturaleza son abogados de la pobreza, dedicados a sabotear el desarrollo económico y a espantar la inversión extranjera.
El Banco Mundial, en cambio, es el principal promotor de la riqueza, el desarrollo y la inversión extranjera. Quizá por reunir tantas virtudes el Banco manejará, junto con Naciones Unidas, el recién creado Fondo para el Medio Ambiente Mundial. Este impuesto a la mala conciencia dispondrá de poco dinero, 100 veces menos de lo que habían pedido los ecologistas para financiar proyectos que no destruyan la naturaleza. Intención irreprochable, conclusión inevitable: si esos proyectos requieren un fondo especial, el Banco Mundial está admitiendo, de hecho, que todos sus demás proyectos hacen un flaco favor al medio ambiente.
El Banco se llama Mundial, como el Fondo Monetario se llama Internacional, pero estos hermanos gemelos viven, cobran y deciden en Washington. Quien paga manda; y la numerosa tecnocracia jamás escupe el plato donde come. Siendo, como es, el principal acreedor del llamado Tercer Mundo, el Banco Mundial gobierna a nuestros países cautivos, que por servicio de deuda pagan a sus acreedores externos 250 mil dólares por minuto; y les impone su política económica en función del dinero que concede o promete. No hay manera de apagar la sed de esa vasija agujereada: cuanto más pagamos, más debemos, y cuanto más debemos, mejor obedecemos. La asfixia financiera obliga al negocio de jugo rápido, que exprime en plan bestia a la naturaleza y a la gente, y que al precio de la devastación ofrece divisas inmediatas y ganancias a corto plazo.
Así se veta el desarrollo hacia adentro y se desprecia al mercado interno y a las tradiciones locales, sinónimas de atraso, mientras pueblos y tierras son sacrificados, en nombre de la modernización, al pie de los altares del mercado internacional. Las materias primas y los alimentos se entregan a precio de regalo, cada vez más a cambio de menos, en una historia de desarrollo hacia afuera que en América Latina lleva cinco siglos de mala vida, aunque ahora mienta que es nueva –neoliberalismo, Nuevo Orden Mundial– y que sólo ha servido, a la vista está, para desarrollar colosales mamarrachos.
La divinización del mercado, que compra cada vez menos y paga cada vez peor, permite atiborrar de mágicas chucherías a las grandes ciudades del sur del mundo, drogadas por la religión del consumo, mientras los campos se agotan, se pudren las aguas que los alimentan y una costra seca cubre los desiertos que antes fueron bosques.
Hasta los dragones asiáticos, que tanto sonríen para la propaganda, están sangrando por esas heridas: en Corea del Sur sólo se puede beber un tercio del agua de los ríos; en Taiwán un tercio del arroz no se puede comer.
Plantar árboles es siempre un acto de amor a la naturaleza
El mundo está siendo desollado de su piel vegetal, y la tierra ya no puede absorber y almacenar las lluvias. Se multiplican las sequías y las inundaciones mientras sucumben las selvas tropicales, devoradas por las explotaciones ganaderas y los cultivos de exportación que el mercado exige y los banqueros aplauden. Cada hamburguesa cuesta nueve metros cuadrados de selva centroamericana. Y cuando uno se entera de que el mundo estará calvo más temprano que tarde, con algunos restos de selva en Zaire y Brasil, y que los bosques de México se han reducido a la mitad en menos de medio siglo, uno se pregunta: ¿quiénes son peligrosos? ¿Los indígenas que se han alzado en armas en la selva Lacandona, o las empresas ganaderas y madereras que están liquidando esa selva y dejan a los indios sin casa y a México sin árboles? ¿Y los banqueros que imponen esta política, identificando progreso con máxima rentabilidad y modernización con devastación?
Pero resulta que los banqueros han abandonado la usura para consagrarse a la ecología, y la prueba está: el Banco Mundial otorga generosos créditos para forestación. El Banco planta árboles y cosecha prestigio en un mundo escandalizado por el arrasamiento de sus bosques. Conmovedora historia, digna de ser llevada a la televisión: el destripador distribuye miembros ortopédicos entre las víctimas de sus mutilaciones.
En estas nuevas plantaciones madereras, no cantan los pájaros. Nada tienen que ver los bosques naturales aniquilados, que eran pueblos de árboles diferentes abrazados a su modo y manera, fuentes de vida diversa que sabiamente se multiplicaba a sí misma, con estos ejércitos de árboles todos iguales, plantados como soldaditos en fila y destinados al servicio industrial.
Las plantaciones madereras de exportación no resuelven problemas ecológicos, sino que los crean, y los crean en los cuatro puntos cardinales del mundo. Un par de ejemplos: en la región de Madhya Pradesh, en el centro de India, que había sido célebre por la abundancia de sus manantiales, la tala de los bosques naturales y las plantaciones extensivas de eucaliptos han actuado como un implacable papel secante que ha acabado con todas las aguas; en Chile, al sur de Concepción, las plantaciones de pinos proporcionan madera a los japoneses y proporcionan sequía a toda la región. El presidente del Uruguay hincha el pecho de orgullo: los finlandeses están produciendo madera en nuestro país. Vender árboles a Finlandia, país maderero, es una proeza, como vender hielo a los esquimales. Pero ocurre que los finlandeses plantan en el Uruguay los bosques artificiales que en Finlandia están prohibidos por las leyes de protección a la naturaleza.