La unión entre Keller y Soriano fue una verdadera historia de amor. Y, suceso raro, fue también la historia de una amistad. De esto platicamos, durante 16 horas que duró nuestro viaje de París a Varsovia, adonde Marek me invitó para escribir el texto que presentaría la Fundación Soriano en Polonia.
Las palabras de Marek, mientras atravesábamos el norte de Francia con sus campanarios de iglesias, los bosques de Alemania devastados por los bloques industriales, algunos pueblos de Polonia donde anidan las cigüeñas, habrían podido ser las de Nerval en El Desdichado: “Yo soy el Tenebroso, –el Viudo–, el Inconsolable / El Príncipe de Aquitania de la Torre abolida: / Mi sola estrella ha muerto, –y mi laúd constelado / Carga el Sol negro de la Melancolía”.
La alegría de Marek no era ya la misma desde el fallecimiento de Juan. Su sonrisa no lograba ocultar la tristeza permanente de la añoranza. Siempre con la mirada fija en la carretera, me dijo que ninguno de los muchachos, ni todos ellos juntos, con quienes tenía relaciones efímeras, podían sustituir a Juan. Pensaba en él todo el tiempo y continuaba pidiéndole consejo y autorización. Desde luego, Soriano autorizaba las actividades de Marek para difundir sus obras. “Para los homenajes, no le pido permiso porque no me lo daría. Tú sabes cómo era, le daban risa los honores. Se habría burlado de mí si le hubiese hablado de una ceremonia para homenajearlo.
“Cuando se trataba de algo que yo deseaba, Juan no sabía cómo adelantarse a mis deseos. Fue muy chistosa la escena cuando le dije que me gustaría tener un departamento en Varsovia. Puso una cara de tragedia que nunca le había visto y me preguntó: ‘¿con qué dinero?’, volteando los bolsillos vacíos de su pantalón, de veras entristecido por no poder cumplir mi deseo. ‘Pues con el tuyo’, le respondí. ‘¿Cuál mío?’, dijo mirándome como si mirara a un loco. ‘Pues el que has ganado con la venta de tus telas y tus esculturas, muchísimo dinero, Juan’, exclamé dichosísimo de darle una buena sorpresa cuando me di cuenta de que ni se imaginaba que era rico.”
Seguimos platicando de Juan, riéndonos al recordar cómo narraba anécdotas salpicadas de humor, durante los días que permanecí en Varsovia y visité la Fundación, sus bosques, su riachuelo, su lago, los restos de un palacete, donde Marek colocó algunas enormes esculturas de Soriano entre los árboles, en los senderos.
Recordamos también que fue en mi casa donde conoció a Juan, donde sucedió entre ellos ese milagro que es el amor a primera vista. Amor sin fin. Sergio Pitol llegó acompañado de un joven polaco llamado Piotrek y de Marek, con quien me presentó días antes. Por mi parte, yo invité a Juan, entonces mi inseparable acompañante. Soriano vivía solo en un hotelito de La Madeleine mientras hacía unas litografías en el taller de Bramsen para la firma Olivetti. Gastaba el dinero antes de recibirlo, endeudándose como tenía costumbre. A sus cincuenta y tantos años, Juan no poseía fortuna alguna y no imaginaba su futuro: ningún porvenir diferente al de la sucesión de los días que se vuelven la recta final.
Con Marek a su lado, Soriano comenzó otra vida, la vita nuova de un resucitado, del anonimato y de la falta de dinero pasó a la celebridad en Europa y a la posesión de un capital. Fama y fortuna gracias a Keller, su hada madrina. Marek administraba con amor la existencia diaria de Juan, lo mismo se ocupaba de comprar sus tubos de pintura que de preparar su cena, comprar un departamento en París, vender su obra, darle su primera copa del día no antes de las 7 de la noche.
Y Juan, sabiéndose amado, aceptaba todo de Marek, quien también se sabía amado.