Para Pellicer, los paisajes expresan emociones íntimas a través de armonías de colores y formas, que lo conmueven hasta la fecha cuando mira a través de una ventana.
Lo que alcanzo a ver a través de las ventanas me sigue despertando curiosidad y gusto. Por eso trato de reproducirlos, pero de manera más objetiva en la obra. Al pintar, me interesa la fidelidad a mi sentimiento y emoción.
Dice Pellicer que el lenguaje del color es literal, como el lenguaje de las palabras: infinito; las combinaciones ilimitadas, y por eso es tan atractivo. Su pintura es una viva expresión de ese pensamiento; la infinita riqueza de colores que utiliza en las obras deslumbran y sorprenden. Siempre distintas y a la vez semejantes, en cuanto a la riqueza de las texturas que la encáustica sobre madera prensada le permite lograr, igual que el lustroso acabado que acaricia al mirarlas.
No en balde, Pellicer López compara la relación que puede llegar a tener una sucesión de palabras bien hiladas con la armonía de los colores.
Estudió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas a finales de los años 60 y hace más de 20 que pinta paisajes. Cuenta que cuando comenzó salía al campo con el caballete, estuche y se plantaba frente al paisaje para copiarlo lo más fiel que podía. Con el tiempo eso ha cambiado, y afirma que no le interesa tanto la fidelidad hacia el objeto del paisaje, sino a su sentimiento, a lo que la vista del paisaje le despierta, le emociona.
Ha participado en múltiples exposiciones colectivas e individuales en México y el extranjero, aunque considera que exponer no es un ejercicio que haga a menudo, y cuando lo hace lo considera una retrospectiva sobre su trabajo. La obra también forma parte de relevantes colecciones públicas y privadas.
Pellicer López nació en el mundo de la cultura y el arte. Su padre era escritor y su tío fue el enorme poeta del que lleva el nombre: Carlos Pellicer Cámara. Éste es considerado el poeta de más amplio registro y mayor intensidad de la primera mitad del siglo XX. Fue integrante del círculo de creadores formado en torno a la revista Contemporáneos, pero no se inclinó por una poesía metafísica, centrada en la conciencia, sino en la exuberancia del paisaje natural y los elementos que lo integran: el aire, el viento, el fuego.
Su tío expresó: “El joven artista que ahora se abre paso al público es mi pariente. Tiene sangre natural. Puede mirar. Sabe pintar. No pinta todo lo que ve. Escoge y crea. Cuando puede uno convertir el caballo en nube y la ola en bruma, los colores nos pertenecen….”
Un bello catálogo ilustrado acompaña la exposición, que incluye un ensayo del escritor Juan Villoro, quien escribe: Carlos Pellicer López tiene tanta vida interior que la usa para pintar exteriores, transforma experiencias en colores. La naturaleza es en este caso un desafío mental; no retrata: interpreta
.
Un bonito paseo de domingo puede ser ir a ver la exposición, que ya va a terminar. Al salir, caminar media cuadra sobre Masaryk y en el 514 está Belfiore, que presume de tener la mejor comida de la región italiana de la Toscana.
Un ejemplo es el flan de parmigiano con proscuitto crujiente, arúgula, higo, reducción de balsámico y pan de campo, así como una sopa de tomate rústica, que combina pan tostado, tomates maduros, ajo y albahaca fresca.
Sus pastas son excepcionales, como el Rigatoni con alcachofa y jitomate, con un toque picante y el fettuccelle all’ amatriciana nostra con jitomate, tocino y un toque de vodka. También presumen sus pizzas, y de postre se recomienda el cannoli a la ricotta y el tortino de chocolate.
Mucho más económica e igualmente sabrosa es la fonda el Turix, en Emilio Castelar 212. Es una famosa taquería que sólo vende cochinita pibil, deliciosa, sea en tacos, tortas o panuchos. Por supuesto, con su salsa de habanero al gusto y la cebolla morada; va muy bien con una cervecita. Nació hace años en un puesto de lámina acanalada de la calle de Legaria y sigue con gran éxito.
Como remate, un helado de Roxy y un paseíto por el radiante Parque de los Espejos de Polanco.