La mirada y la memoria. Morelia 2023
Rafael Aviña
Desde su primera edición en 2003, el Festival Internacional de Cine de Morelia se convirtió de manera instantánea en un escaparate de lo más propositivo de nuestro cine y las tendencias mundiales. En ésta, su vigésima primera emisión, Morelia rebasó cualquier expectativa en tiempos postpandemia: teatros, eventos especiales, alfombras rojas y más, abarrotadas, incluyendo centenares de curiosos que colmaban las entradas, deseosos de admirar de cerca a las celebridades. A su vez, coincidieron en este año una serie de filmes excepcionales e inquietantes miradas alternativas de un cine mexicano cada vez más plural (Totem, Memoria, El eco, Itu Ninu, Valentina o la serenidad, Desaparecer por completo, Todos los incendios, Temporada de huracanes y más) y la presencia de invitados notables: un vigoroso James Ivory a sus noventa y cinco años, Jodie Foster, Willem Dafoe, Irene Jacob y más. Sin faltar la tenaz e inquebrantable organización de los creadores del evento: Alejandro Ramírez, Cuauhtémoc Cárdenas y sobre todo Daniela Michel.
Indiscutible joya del festival: Cerrar los ojos (2023), del atípico cineasta español Víctor Erice, quien a sus ochenta y tres años regresa con otra obra maestra medio siglo después de El espíritu de la colmena (1973). Se trata de una insondable reflexión sobre la contemplación como extensión de la propia mirada cinematográfica, el peso de la memoria y el inevitable transcurso del tiempo. El creador de las magistrales El sur (1983) y El sol de membrillo (1992) realiza un ensayo fílmico sobre su propio mito, su concepción sobre la creación y su honestidad ante el oficio fílmico como extensión de los sueños y esa agridulce dicotomía entre la frustración y la eterna esperanza.
A lo largo de casi tres horas, Cerrar los ojos traza un misterioso mapa sobre la trascendencia de los actos mínimos y el olvido como escape a la realidad que nos aprisiona. Cada escena es una clave que anticipa un nuevo enigma por resolver, como sucede con ese programa televisivo sobre casos no resueltos que indaga en la búsqueda de un actor desaparecido. Julio Arenas (José Coronado, sublime) deja inconclusa la ópera prima del cineasta Miguel Garay (Manolo Solo, espléndido), cuando se esfuma del rodaje de un filme ambientado en los años cuarenta, sobre un hombre maduro y desahuciado que busca con desesperación a la hija que tuvo con una cantante china, y cuya única pista que conserva es una fotografía de la niña que entrega al responsable de encontrarla, que encarna
Arenas.
Como la policía no encuentra el cadáver sino únicamente sus zapatos a la orilla del mar, concluye que el actor ha muerto. Más de dos décadas después, el serial de TV trae de nuevo el misterio de Julio Arenas, incluyendo sus últimas escenas filmadas nunca antes vistas que aporta su amigo Miguel Garay, quien abandonó el cine por una vida libre en un pueblito pesquero. No obstante, la difusión del programa arroja una nueva pista en la que se intuye que, tal vez, Arenas es un solitario, callado y amnésico trabajador en un asilo de ancianos.
Cerrar los ojos es un thriller y un relato intimista, un drama sobre la amistad y la honestidad; es tal vez el testamento fílmico de Erice sobre la vejez y su propia obra pero, sobre todo, es un emotivo y sutil poema de gran belleza plástica acerca de la mirada, la memoria, la pérdida y lo inasible que subyace en el interior de una sala cinematográfica.
Donde los silencios dicen más
Una intrincada complejidad dentro de un entramado sencillo se aplica en las minimalistas Perfect Days (2023) y Fallen Leaves/Hojas caídas (2023), de los también veteranos, el alemán Wim Wenders y el finlandés Aki Kaurismaki. La primera es el retrato de una vida “rutinaria”: abrazar lo cotidiano y encontrar la felicidad en los detalles nimios como escape a la gélida realidad de una urbe como Tokio y a un trauma familiar del pasado, que se deja entrever en el encuentro entre el modesto protagonista y su hermana adinerada.
Hirayama (fabuloso Koji Yakusho, Mejor Actor en Cannes) parece vivir contento pese a su “ingrato trabajo”: limpiador de baños públicos en diversos parques. Su día a día se estructura sin cambios: disfrutar unos minutos el amanecer, regar sus plantas, beber café en lata de una máquina, fotografiar árboles durante su almuerzo, tomar un baño sauna, comer en el mismo local y, sobre todo, escuchar cassettes con música ochentera (The Kinks, Van Morrison, Patti Smith) y leer libros.
Por supuesto, esa rutina tiene sus “saltos”: una niña perdida, la sobrina que huye de casa, el juego del “ahorcado” con un anónimo desconocido, el atolondrado ayudante y su prospecto de novia, la joven que come en el parque o la mujer del bar que canta en japonés el tema de The Animals “La casa del sol naciente” y el desahuciado exmarido de ésta, con quien juega a pisar sus sombras. Perfect Days resulta una delicada y conmovedora disertación sobre la mirada (la cámara análoga) y la memoria, en torno a la elección de ser feliz pese a todo, como lo sintetiza el ambiguo, fascinante y emotivo rostro de Hirayama en la última secuencia mientras la banda sonora irrumpe con “Feeling Good”, a cargo de Nina Simone.
Premio del Jurado en Cannes y del Público en Morelia, Hojas caídas es otra enternecedora, profunda y muy depurada variante del encantador universo Kaurismaki y sus seres patéticos e “invisibles” en apariencia, en el interior de una sociedad rutinaria como la finlandesa, donde los “silencios” dicen más sobre sus personajes y su entorno que los propios diálogos. Ansa (Alma Pöysti, presente en Morelia) es soltera y trabaja como abastecedora de estantes en un supermercado en pésimas condiciones laborales, al igual que Holappa (Jussi Vatanen), un soldador alcohólico. Ambos pierden sus empleos; ella por llevarse un alimento caducado, el otro por beber en horas hábiles, y por eso los dos se aferran a lo que les cae. Coinciden en un bar y en un cine, y pese a una serie de adversidades, intentan construir una relación en la que Holappa decide abandonar la bebida.
El espíritu del mejor Chaplin: social, político y humanista, permea en este relato conmovedor y agridulce; una historia de amor contra todo pronóstico cuyo telón de fondo son las noticias sobre el horror de la guerra en Ucrania a través de la radio, en un filme atemporal con su humor ácido, sus colores vivos y objetos vintage, y sus seres marginales y solitarios que intentan controlar un destino adverso a partir de finales optimistas en apariencia.
La mirada y la memoria fílmica son a su vez la premisa del revelador documental británico Celluloid Underground (2023), del realizador y curador iraní Ehsan Khoshbakht, que emigró tiempo atrás a Londres huyendo de la censura de una sociedad de violentos fanatismos religiosos y morales como la iraní que, curiosamente, tiene una de las cinematografías más sutiles, sublimes y poéticas pese a todo. Después de la revolución de 1979, el gobierno de Irán prohibió la exhibición y realización de filmes: nacido en 1981, Khoshbakht, hoy codirector del Cinema Ritrovato, festival de clásicos y restauraciones en Boloña, Italia, fue un entusiasta y arrebatado cinéfilo que sorteó el terror del acoso gubernamental exhibiendo y discutiendo películas en la universidad y trabando amistad con un viejo exhibidor y coleccionista, Ahmad Jurghanian, quien hizo de su humilde vivienda una improvisada filmoteca para salvar la historia del cine popular iraní y de otras latitudes. Todo esto en un relato sencillo e inquietante sobre la pasión fílmica y el deterioro de esa historia no oficial que es el cine. En ese sentido y como reflexión cinéfila, sería inmejorable que la Filmoteca de la UNAM regresara a sus alientos originales y, más allá de seguir una inercia ya de varios lustros, otorgara su significativa medalla a aquellos que han hecho labores valiosas por nuestra historia fílmica y, en especial, por la misma institución, entre empleados y/o donantes que han confiado sus materiales gráficos y fílmicos a un organismo de tanta raigambre como la Filmoteca.
Como epílogo y con presentación de la propia Jodie Foster, además de El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991), se proyectó en pantalla el insuperable clásico de Martin Scorsese Taxi Driver (1976), ganador de la Palma de Oro en Cannes y despreciada por el Hollywood de su momento. Ni Scorsese, ni Paul Schrader, guionista, ni Michael Chapman, fotógrafo, fueron nominados al Oscar; Foster, Robert de Niro y el propio filme perdieron la estatuilla, al igual que la música del gran Bernard Herrmann en su último y extraordinario trabajo. Nada más injusto que el desdén de la Academia fílmica estadunidense para un relato innovador, abigarrado y terrible que proponía una visión hiperrealista de la violencia y el caos urbano como respuesta brutal al cine negro realizado tres décadas atrás.
Más allá de sus escenarios claustrofóbicos (el interior del taxi, los pasillos del cine y el hotel), destaca la utilización inquietante de un tiempo dramático. Aquí, la narrativa fílmica se disloca en los pensamientos y acciones del alienado y paranoico taxista Travis Bickle (un soberbio De Niro), enfrentado a su entorno y empeñado en erigirse como redentor social, al tiempo que se sumerge
en un ambiente de anómala ansiedad, reforzada con una narración romántica y el uso de la voz en off. El vapor que emana de las alcantarillas, las luces de neón, la vulgaridad de la prostituta adolescente (Foster, estupenda), el cine porno, la idealización de la joven promotora política (Cybill Shepherd, notable) y la preparación del atentado inspirado en el caso real del senador George Wallace, funcionan como alegoría de un infierno y un purgatorio urbano en Nueva York con un antihéroe noir cuya mente es un caótico universo perturbado y hostil: “¿Me hablas a mí…?.