Biblioteca fantasma
Evelina Gil
Sequía. Eso es, paradójicamente, lo que menos existe en el poemario Palabras en el desierto, del poeta argentino, mexicano por elección, Eduardo Mosches (Buenos Aires, 1944). Exuberancia: la que me estruja al abrirme paso entre un espeso y colorido follaje, nombrado y sentido, que, conforme me adentro, se hace más y más florido. Propongo, pues, dos alternativas para el origen del título: la primera, que el poeta ha colonizado con su palabra un campo agreste anímico. La segunda: el poeta florece en medio de la adversidad y sus memorias se expanden. Lo que tiene en común con el desierto es un firmamento nocturno adiamantado.
La realidad es que no existe un tema. Este es un poemario abarcador, como abrazo de Dios, que puede uno abrir al azar y chocar contra un tanque de guerra, un crucero atestado de exiliados, un ventarrón grisáceo o una rancia cicatriz. El poeta contempla el mundo con mente cristalina, espejéandose en cada cosa, por magnífica o simple que sea. Varios de los poemas lo autorretratan: es el hombre sentado en la azotea, cercado de macetitas por donde circula la vida, en contraste con la pandemia de la que se guarece allá arriba. La “plaga de humanos cubiertos con máscaras”, como él la llama. Arriesgo una imagen más: el poeta avituallado de papel y tinta entrecierra húmedos sus ojos mientras captura un reflejo que hace reverdecer sus nostalgias, ubérrimas ramas de su árbol genealógico, vívidas como un teatro. Brota, pues, el rotundo rojo de pequeñas rodillas raspadas, la herida que sana con salivita, porque la infancia es la edad de la familiaridad con la sangre y el dolor confundidos con el juego. De ahí brinca el niño a la guerra. La bomba y el suspiro, palabras que se miden en peligrosa vecindad: “En episodios de tierra y sangre/ se vertía en la tierra y no era/ motivo de ritual esa efusión,/ no fertilizaba la tierra ni daba felicidad,/ no era para presagiar las lluvias,/ eran sólo trozos de carne humana,/ en abandono,/ para que los perros engordaran.”
Estamos ante una poesía de altibajos, de oníricas visiones que toman por asalto, que embelesan y hieren en un mismo bloque. Las sucesivas puertas, literales y metafóricas, esparcidas por estas líneas, invitan a ser abiertas o a espiar a través de sus cerraduras: bocas ávidas. ¿Qué querrán decir tantas puertas? ¿Qué nos dicen del poeta que cada tanto las evoca? Curiosidad. Eso simbolizan, tiendo a suponer, pues otro gran logro de Mosches es despertar la nuestra con respecto al poeta de la azotea, ése que va y viene desde ese lejano y microscópico jardín que se forja a través de la sacra palabra, pasando por “la extensión verdosa de la pampa/ donde el aire soplaba de verdad”.
Palabras expelidas, deshojadas de intención, que se incrustan –o tachonan– nuestro mapa sensitivo. Tenemos muy claro dónde las hemos escuchado, quién las ha pronunciado y por qué, pero lo que nos persigue no es el sonido de aquella voz, sólo el jirón de dichas palabras que resignificamos en razón de nuestros requerimientos lingüísticos y emotivos. Son palabras con rostro. A partir de ellas, Mosches hilvana esta poesía que calla nombres y patronímicos, pero doliente aúlla como verdosa ventisca sobre la estepa de la capciosa memoria. Dolor y gozo ejecutan, pues,
un tango.
Palabras en el desierto (Fondo de Cultura Económica, México, 2023) es un hiperbólico tributo a toda forma de vida posible, así como a las vicisitudes y placeres que el estar vivo entraña, por eso también hay luto y sangre, abarcados desde un plano tanto filosófico como vivencial y experimental. Poeta de cuya mente se desgranan, permanentemente, materiales azarosos, pantuflas cruzándose en el camino de una pirámide, que adquieren inusitada coordinación algo cargada hacia el aforismo que asimismo impele a la reflexión y la recapitulación. Con Mosches nunca se sabe qué camino recorrerán las palabras, por minucioso que sea su proceso de escarbar en ellas en busca de la pepita dorada que entronice el verso.