La noche del 7 de noviembre de 1938, recordada como La Noche de los Cristales Rotos, se le prohibió terminantemente abrir las ventanas y mucho menos asomarse al balcón. Las luces estarían apagadas durante esos días en la embajada.
Hacia las 8 de la noche escuchó el ruido cada vez más estridente de vidrios que rompían, una turba se acercaba. Paquito abrió la ventana y se asomó por el balcón, quería ver; no había terminado de resguardarse en un lugar seguro cuando sintió un manotazo, alguien lo levantó y se lo llevó con la multitud.
Pasaron dos días. Su padre, entonces jefe de la legación en la embajada de México en Berlín, lo encontró en una oficina de la Gestapo, llevaba una estrella de David pendiendo de su cuello con una cadena.
No se acordó nunca qué pasó durante ese par de días; en cambio, lo que quedó en él fue un profundo repudio a la guerra, repudio que sentiría durante toda su vida.
En silencio siguió escuchando muy atentamente las conversaciones de los adultos. Completamente desencantado de esa vida civilizada y razonable, comenzó a cuestionarlos; empezaron los problemas y su enorme deseo hasta el último día de su vida de decir no a la guerra, no a la hipocresía.
Algunos de sus cuadros llevan por título La Guerra. El que acompaña a estas líneas fue el último…