El Llano en llamas: 70 años de una obra solitaria
Roberto Bernal
No ha cambiado mucho la forma de leer e interpretar El Llano en llamas setenta años después de su aparición, en 1953. Por ejemplo, todavía una porción importante de la crítica lee estos relatos breves como un testimonio de la Revolución Mexicana, o de la Guerra Cristera que se suscitó, entre otros Estados, en Jalisco, e incluso ha insinuado que Juan Rulfo simpatizó con este movimiento armado pese a que, en diversas entrevistas, lo calificó como “vergonzoso y sin sentido”, y a los cristeros como “las personas menos cristianas”. También algunos críticos la han reducido a lo regional, vinculándola a la tradición oral o al habla campesina.
En realidad, la narrativa de Rulfo es una obra solitaria dentro de la escena nacional, “una literatura aparte”, como señaló Heriberto Yépez, que no guarda ninguna relación con lo que se escribía en su momento, ni mucho menos con la literatura oficial que se suscitó después en nuestro país. Solitaria porque –a diferencia de lo que ocurrió con los escritores brasileños en relación con Portugal, o con los estadunidenses frente a la literatura inglesa– en México solamente Rulfo logró desvincularse de la tradición retórica hispánica, y también fue el único que reinventó nuestra lengua a través de la construcción de un lenguaje literario personal. Sin embargo, esta circunstancia de excepción no coloca a la obra de Rulfo en una zona marginal. Ella es el centro. Alrededor circulan escritores e intelectuales que la calificaron como “milagro de provincia”.
Al tanto de la creciente demanda de veracidad que, ya desde entonces, aqueja a la literatura, Rulfo mencionó en distintas entrevistas que “la literatura es ficción y, por tanto, mentira”, palabras que reiteró en 1980, cuando participó en el ciclo “El desafío de la creación” en la Escuela de Diseño de la UNAM: “Uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira.” Es decir que, para Rulfo, la literatura se vale de artificios para hacer creíbles situaciones, personajes y escenarios absolutamente falsos. Nadie tomaría como verídica la metamorfosis de Gregorio Samsa en un insecto, pero sí, en cambio, tomamos como verdaderos los personajes, escenarios y poblados que creó el narrador jalisciense, pese a que ambos autores se valieron de los dos recursos de ficción por excelencia al momento de relatar sus historias: la novela y el cuento. Las narraciones breves que conforman El Llano de llamas no son documentos autobiográficos, testimoniales o históricos, sino textos literarios que se construyeron con artificios y elementos de ficción. Por eso el narrador jalisciense expresó que “la realidad no me dice nada literariamente”. Leer estos relatos como testimonio de la historia del sur de Jalisco implica pasar por alto su naturaleza ficcional, pero también pone en evidencia el desconocimiento del territorio mexicano, como le ocurrió a los autores contemporáneos de Rulfo, quienes incorporaron en sus obras lugares comunes acerca del interior del país a través de temas prehispánicos, indígenas y campesinos como el conjunto de una representación nacionalista, irónicamente, haciendo uso de un lenguaje castizo.
La reinvención de la naturaleza
Rulfo no sólo reinventó nuestra lengua y fabricó personajes que no existían previamente en la historia de la literatura, sino también elaboró paisajes que corresponden exclusivamente a su creación. Los escenarios que figuran en sus narraciones no coinciden de ningún modo con la geografía del sur de Jalisco; en cambio, apreciamos en ellos características muy semejantes a los parajes áridos –tanto de los Altos de Jalisco como del norte del país– que Rulfo ponderaba en las obras de los novelistas José Guadalupe de Anda y en Rafael F. Muñoz, y en los que insertó los valles pedregosos y silenciosos que apreció sobremanera en la novela Derborance, de Charles-Ferdinand Ramuz. Pero hay más: en estos relatos también aparecen los paisajes semidesérticos del Valle del Mezquital que tanto le interesaron al Rulfo fotógrafo, y qué decir del altiplano tlaxcalteca e hidalguense. El autor de El Llano en llamas pudo decir con Claude Monet: “Mi labor no es reproducir la naturaleza sino reinventarla.” Quizá no bosquejó un mapa del territorio literario de su invención, como lo hizo William Faulkner con el condado Yoknapatawpha, pero es tan imaginario como éste. En todo caso, no es extraña la expresión de Rulfo cuando aseguró que su obra “no es México. Ninguna de las cosas es México. Es una parte de México. Es uno de los tantos méxicos”.
Víctor Jiménez recerda que “en una entrevista Rulfo llegó a decir que no entendía a la élite o la aristocracia, y tampoco a la clase media, que era la suya, pero sí al pueblo”. Pero, ¿qué significaba para el narrador jalisciense entender el lenguaje del pueblo? Si nos apegamos estrictamente a su narrativa, resulta notable que Rulfo vislumbró que lo relevante en el habla campesina no está en su potencia y matices sonoros sino en lo que apenas murmura: una visión personal del mundo, un modo singular de habitar en él, el lenguaje afectado por el entorno, la palabra cargada de deliberaciones personales, en suma, todo eso que produce un tono propio: la relación íntima con un puñado de palabras que nombran –cuidadosamente, como si se tratara de miembros de la familia– animales, el panorama, árboles, el trabajo y los quehaceres comunes. Rulfo entrevió la importancia de que cada uno de sus personajes poseyera su propia visión del mundo, y que esto sólo sería posible si lograba dotarlos con un tono de habla privativo e intransferible, como efectivamente hizo. En las recreaciones que se han realizado del habla rural a lo largo de la historia de la literatura en nuestro país –tanto en el pasado como en el presente– advertimos, en el mejor de los casos, la intencionalidad de hacer un traslado fiel de ésta, pero solamente logramos leer a un grupo de mujeres y hombres que se expresan de manera uniforme, como si el autor no lograra sospechar que lo relevante de este lenguaje consiste en la relación privada que el emisor mantiene con él y que expresa exclusivamente su manera de habitar y reflexionar el mundo. En los peores casos –que son, al mismo tiempo, la inmensa mayoría–, el habla campesina recibió un tratamiento folclórico, inundado de lugares comunes, muchas veces despectivo, desde una percepción que caricaturizaba a los campesinos. En todo caso, se trata de recreaciones del habla popular en las que solamente escuchamos la voz del autor. Rulfo, por el contrario, no realizó un traslado del habla campesina, sino que es algo que él internalizó y después reelaboró mediante artificios estrictamente literarios. Lo que consiguió el narrador y fotógrafo jalisciense fue desvanecer su voz entre el coro de voces que narran sus relatos. No podríamos identificar en estos cuentos –tampoco en Pedro Páramo– la voz de Juan Rulfo, porque ninguno se parece a él. Conviene recordar que, en el extranjero, los lectores se sorprendían de que Rulfo fuera un hombre blanco y cultivado, semejante a cualquiera que pertenece a la clase media latinoamericana, pues esperaban que el narrador luciera igual a sus personajes. Lo que apreciamos en El Llano en llamas, nos dice Víctor Jiménez, es “un melancólico ejemplo de justicia poética: la única prosa literaria que podemos identificar en México con una forma de poesía vino a nacer de un artificio que evoca el habla de unos individuos que tantos autores, antes y después de Rulfo, han ignorado del todo o utilizado sólo como comparsas”.
Desmantelar el mito
Una de las principales cualidades de la prosa de Juan Rulfo –como lo es también la de la poesía– es la construcción de imágenes y hechos, no su narración. Imágenes que funcionan como intersecciones entre el pasado y el presente y no como una continuidad narrativa. La estructura del cuento clásico tiene como característica tomar una fracción en la vida de los personajes, sin que logremos saber mucho de ellos antes y después de los sucesos que componen al relato; en la obra de Rulfo no ocurre de este mismo modo: los constantes saltos al pasado, su rememoración, nos van contando la suerte y circunstancia actual de los personajes. De hecho, es El Llano en llamas quien desmantela el falso mito acerca de que distintos autores metieron mano en la estructura de Pedro Páramo, porque ya en la redacción de estos cuentos está presente la narración no-lineal que, más tarde, resultará notable en la célebre novela.
Setenta años después de su aparición, El Llano en llamas ha sido traducido a más de treinta idiomas y en muchos países existen tres o más versiones, lo que hace a Juan Rulfo el autor mexicano más leído. Hace algunas semanas escuché a un estudioso de la obra del narrador jalisciense preguntarle a un periodista si creía que “a un lector chino, francés o eslovaco le puede interesar la Revolución Mexicana o el sur de Jalisco”. La respuesta, desde luego, es un contundente “no”. Es el tratamiento novedoso y único que le dio Rulfo a temas universales y tan antiguos como el hombre –el amor, la venganza, la muerte, la culpa, el odio, etcétera– lo que hace de El Llano en llamas un clásico de la literatura mundial.