Stefan Zweig y el sentimiento demasiado grande
Alejandro Anaya Rosas
Los sesenta años del escritor austríaco fueron testigos de vertiginosos cambios; en ellos, aunque hubo desarrollo para la humanidad, también se despertó el fantasma de la guerra, de la pérdida de la moral y de la memoria, se reveló el ángulo más oscuro de la deshumanización, y tanto el florecimiento alcanzado como la decaída espiritual de los hombres, hicieron de Zweig y sus contemporáneos seres “con más historia que cualquiera de sus antepasados”. Esa historia les ofreció un torrente de experiencias.
La acumulación de experiencias hizo de nuestro autor un hombre sobrado en conocimientos. Como muchos de su generación, tuvo un acercamiento vital con el arte; inherentes le fueron la música y los libros desde su adolescencia, y dicho contacto le fue aguzando el oído, el instinto musical; se volvió intuitivo en la poesía, en la prosa, crítico y exigente en las letras cuando aún no llegaba a los veinte años. Es preciso mencionar que la Austria de finales del siglo XIX, su paraíso perdido de la infancia, era el crisol del arte, del teatro, de la sutil conversación a la mesa de los cafés; allí se hojeaban los diarios, se forjaba la sensibilidad de esa generación, la que más tarde soportaría, de manera estoica, el derrumbamiento del imperio austrohúngaro, después un sentimiento análogo a la orfandad, uno de los precitados demonios que Zweig llevó a cuestas.
Así es, los sentimientos vuelven a ser voluntad, y si el arte no los anteponía –la página del Aufklärung, de la “razón”, quedó atrás– jamás alcanzaría las alturas a las que aquellos jóvenes estaban acostumbrados, de las que abrevan no sólo Zweig, también Hofmannsthal o Schnitzler; recordemos que son pocas las décadas que les separan del romanticismo alemán, de Hoffmann, Novalis, o del propio Heine, uno de los más grandes poetas en esta lengua, la lengua de Zweig.
Lo que mora en los abismos del alma
Los sentimientos nunca han abandonado al arte, aunque en algunas etapas de la historia así lo parezca –hemos aludido la Ilustración, mas no su “correspondencia artística”, el neoclasicismo. Empero, a partir del romanticismo, la literatura trabajó con ellos de manera inusual, aguda, arriesgada. Así lo dice Tomás Segovia: “Esa auténtica revolución espiritual tuvo lugar en una zona profunda en donde no ha vuelto a suceder nada.” Pero si Stefan Zweig es posterior a dicho movimiento, y si nos apegamos a la tesis de Segovia, entonces nuestro autor sólo “ensaya nuevas ojeadas”, pues todo lo que mora en los abismos del alma vio la luz con el romanticismo. Ahora bien, hablar de los sentimientos en la obra de Zweig conllevaría una reflexión vasta; sin embargo y por fuerza, La impaciencia del corazón debiese ocupar un lugar axial en dicha tarea.
De La impaciencia del corazón se han ocupado lectores atentos para dilucidar sobre el tema de la piedad; un sentimiento que inspira, a quien lo experimenta, a actuar de manera generosa con alguien desvalido. Entrando en cuestión, vemos que tal sentimiento mueve al teniente Hofmiller a frecuentar a Edith, hija del adinerado Lajos von Kekesfalva, y a compadecerle; ella, al sentirse bajo el amparo del militar, se prende de él. Aunque, recalquemos, en la novela la piedad sólo es antesala del amor, un sentimiento mucho más poderoso o por lo menos más desarrollado en las literaturas, también uno de los tópicos por excelencia en la historia de la humanidad. Pero desde Homero hasta el propio Zweig, pasando, claro, por el Werther de Goethe, los autores han acertado en darle al amor un lugar incómodo, y, desde esa lejanía, nos hemos empecinado en soslayarlo, en vivir con el deseo ardiente de no gozar sino las ganas de poseerlo, alargar
la espera, mantenernos alejados de su consumación; eso es lo que nos cautiva. El contrasentido de dicha propuesta es velado en casi todos los libros que lo tratan, y nuestra novela no es la excepción.
Fue necesario que, antes del mediodía del siglo XX, Denis de Rougemont tomara el Tristán e Isolda para exponer un juicio hasta cierto punto, pero muy atractivo: la inclinación de Occidente por el amor aciago. Para enlazar algo de lo expuesto por De Rougemont en su Amor y Occidente citamos unas líneas: “Creo que se podría definir al romántico occidental como al hombre para quien el dolor y, especialmente, el dolor amoroso es un medio privilegiado de conocimiento.” La belleza de estas palabras no esconde el sacrificio de quien busca discernir entre la plenitud y lo ordinario, la pasión y la inercia. De allí que tanto el teniente Hofmiller como la joven Edith sientan el pertinaz anhelo de la cercanía sólo cuando no se ven. Juntos, ella lo rechaza y él se queda a su lado por obligación, nunca porque la visita resulte grata. Para que el amor nunca pierda la fuerza alcanzada, el artista elige distanciar a los amantes, no importa que uno de ellos avive más sus sentimientos, pues al deconfiar el teniente de lo que su corazón guarda, eso representa un obstáculo y vuelve más sinuoso el camino hacia la epifanía del amor: acrecienta la pasión, el dolor, en Edith. ¿Acaso no es esto lo que plantea De Rougemont, que tan pronto rozamos el amor huimos, buscamos un obstáculo que lo haga inalcanzable? Edith y Hofmiller forman un vínculo que se tensa y se distiende: por un lado la vergüenza del militar al relacionarse con una “lisiada”, por el otro, el apocamiento de la joven al sentirse indigna de amor. Los sentimientos edifican murallas infranqueables que cercan al militar y a la joven dama, para que la “pareja” nunca llegue a serlo: se prorroga al máximo, y a costa de todo, la apoteosis amorosa.
Al final, el triunfo es el del artista; la recompensa, el conocimiento de sí mismo. Hofmiller se pregunta si ha valido la pena aquella inmolación simbólica, yendo a la guerra; por el contrario, para Edith no existía posibilidad alguna: la pasión era tan grande, que el logro del amor correspondido no era opción viable; he allí la clave de su elección: el “obstáculo absoluto”. Llámesele a Edith como se quiera, heroína trágica o romántica, a final de cuentas son sólo conceptos que nada quitan o añaden al estupor que produce la lectura de la novela ni a lo seductor de sus personajes.
Stefan Zweig redactó el texto en una etapa madura de su vida; ya había ensayado diversos tonos, escrito dramas, biografías, poesía, obras muy singulares. Había viajado mucho, su vida era una plétora de experiencias. Eximió de su culpa a un ladronzuelo que le robó sus pertenencias, pues lo había hecho por necesidad y aparte lo consideró un admirador de la belleza; en Alemania convivió con poetas desastrados, con amantes de la vida bohemia… Todo ello le iba “agrandando el sentimiento”, lo transformó en un pacifista tenaz. Defendió al humano a pesar de sufrir en su persona la ruina moral de otros hombres. El sentimiento en Zweig llegó a ser tan grande que, igual que a su personaje Hofmiller, o quizá porque en él quiso manifestarse, no le cupo en el pecho y abandonó Europa. Instalado en Brasil, Stefan Zweig, al igual que la hija de Von Kekesfalva, su Edith, cansado, optó por una decisión “absoluta”, resolución que sólo toman quienes experimentan un sentimiento infinito: en su caso fue el dolor.