Metían su ganado a pastar en tierras comunales y ejidales y, a la menor oportunidad, se las apropiaban. Impulsaban una ganadería minera que devoraba suelos, bosques y selvas. Practicaban la forestería rapaz, talando sin consideración maderas preciosas. En plantaciones, que parecían sucursal del infierno, desarrollaban una caficultura destinada a la exportación, intensiva en uso de mano de obra, proveniente de los Altos y de guatemaltecos.
Los terratenientes explotaban, discriminaban, despojaban y dominaban a indios y labriegos pobres echando mano de la violencia. Tanto la legítima
, la proveniente del Estado, como la de facto, aplicada por sus ejércitos irregulares de pistoleros y guardias blancas. La masacre de Golonchán Viejo, a manos del Ejército, el 15 de junio de 1980, es ejemplo de la primera. Patrocinio González Garrido, gobernador de la entidad entre 1988 y 1993, legalizó a las segundas con el nombre de Uniones de Defensa Ciudadana, que actuaban en Ocosingo, Yajalón, Salto del Agua, Tila, Tumbalá, Sabanilla, Altamirano, Chilón y Sitalá.
Las cosas cambiaron para los integrantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) cuando, en apego a la Constitución, le declaró la guerra al Ejército federal mexicano, pilar básico de la dictadura que padecemos, monopolizada por el partido en el poder y encabezada por el Ejecutivo federal que hoy detenta su jefe máximo e ilegítimo, Carlos Salinas de Gortari
, llamaron a los otros poderes a deponer al dictador
(https://shorturl.at/lmnuL) y pasaron a la acción.
Además de la militarización del estado, que crece conforme pasan los años, el gobierno respondió fomentando nacimiento y acción de paramilitares. Estos grupos de civiles armados cuentan con mandos, están integrados por indígenas, campesinos pobres y maestros (y con frecuencia por militares en servicio o dados de baja), reclutados en comunidades beneficiadas por programas clientelares oficiales.
Fueron armados, entrenados, financiados y usados por el Ejército para combatir a los alzados, a sus bases de apoyo o a pobladores que buscan neutralidad. Su incubación y proliferación fueron resultado de una decisión del poder. A diferencia de las fuerzas armadas, estos grupos no tienen que rendir cuentas a nadie y escapan de cualquier escrutinio público. Pueden actuar con la más absoluta impunidad. Son la mano oculta del poder, el otro lado de Luna de una guerra a la que no se llama por su nombre.
El saldo de su actuación fue (y es) sangriento. Entre 1995 y 2000, Paz y Justicia asesinó en la zona norte de Chiapas a más de 100 indígenas choles, expulsó de sus comunidades al menos a 2 mil campesinos y sus familias, cerró 45 templos católicos, atentó contra los obispos Samuel Ruiz y Raúl Vera, hurtó más de 3 mil cabezas de ganado y violó a 30 mujeres.
Paz y Justicia contaba con el apoyo del general Mario Renán Castillo, jefe de la séptima Región Militar. Fue clave en la guerra de baja intensidad de Ernesto Zedillo contra los zapatistas. Buscó controlar territorialmente el estratégico corredor que comunica las Cañadas chiapanecas con Tabasco. Al comenzar este siglo, cayó temporalmente en desgracia. Sin embargo, logró recomponerse con la cobertura del Partido Verde Ecologista de México.
Un momento crucial de la escalada contrainsurgente fue la masacre de Acteal. El 22 de diciembre de 1997, los paramilitares asesinaron salvajemente a 45 personas desplazadas pertenecientes al grupo Las Abejas, que oraban pacíficamente por la paz en una ermita.
En los últimos años, en regiones como Chenalhó, Chilón, Chalchihuitán, Chavajeval, Oxchuc u Ocosingo han resurgido grupos civiles armados que desempeñan tareas de contrainsurgencia y son responsables del desplazamiento forzado de miles de personas. La impunidad con que actúan da cuenta de los poderosos intereses a los que sirven.
¿Son los mismos paramilitares de 1995-2000? Sí y no. Conservan su función contrainsurgente pero han mutado. Se han imbricado con el crimen organizado, con los viejos-nuevos caciques, con bandas delictivas, con organizaciones de pequeños productores descompuestas y tienen a su disposición armas de alto poder.
Asesinan a defensores de derechos humanos y dirigentes populares, disparándoles desde motocicletas. Así sucedió, entre otros casos, en enero de 2019, en Arriaga, con Sinar Corzo. También con el catequista Simón Pedro Pérez, ejecutado en el mercado de Simojovel, en julio de 2021.
La creciente y cada vez más incruenta disputa entre el cártel Jalisco Nueva Generación y los del Pacífico por el control de la frontera con Guatemala, las rutas de trasiego y traslado de migrantes indocumentados, el cobro de derecho de piso, el reclutamiento de jóvenes, el control de zonas productivas de estupefacientes y mercados no es sólo un pleito entre criminales. Es, como lo demuestra el despiadado asesinato del dirigente de Chicomuselo, el profesor José Artemio López Aguilar, una ofensiva contra las organizaciones populares, el Pueblo Creyente y los grupos evangélicos progresistas que los resisten.
Se trata de una nueva forma de guerra que también se niega a decir su nombre, con cambio y continuidad con la anterior, contra zapatistas y sus territorios y gobiernos autónomos. Narcos, aliados y patrocinadores, quieren cercar y estrangular a las comunidades en rebeldía. Además de obstaculizar sus negocios, bloquear rutas y entorpecer su logística, son irreductibles: no pueden mandar sobre ellas. Y eso les resulta inadmisible.
Twitter: @lhan55