Para comprender la utilidad de los siguientes consejos, debe reconocerse que el hospital, como todas las estructuras de poder, tiene una forma piramidal donde el jefe se encuentra en la cima del triángulo y los pacientes en su base, puesto que son la base y, sin ellos, el sistema hospitalario no existe. Así, debe procurare mantenerlos en vida, pero enfermos el más largo tiempo posible. Los enfermos ideales no son quienes sufren graves enfermedades, sobre todo cuando ya no hay remedio. Lo mejor es deshacerse de éstos lo más pronto posible. En cuanto a los pacientes ideales, es decir, todos aquellos que no sufren males graves, es fructífero meterles en el cráneo que la alteración de su salud puede tener consecuencias funestas si no se toman las medidas necesarias e inmediatas
, puesto que se ha tenido la magnífica suerte de percatarse del mal justo a tiempo.
Debe también tenerse en cuenta que, para mantener el buen funcionamiento de la estructura piramidal del poder, es imprescindible hacer reinar el secreto. Ninguna información, como no sea una orden a sus inferiores, debe descender de la cima, es decir, del director general del hospital, gran manitú, el único que posee y monopoliza los datos necesarios para tomar una decisión. El resto del personal, desde los doctores jefes de sección, especialistas, simples médicos, internos, enfermeros, asistentes, trabajadores del aseo y demás, debe limitarse a ejecutar las órdenes, sin hacer interpretaciones ni plantearse cuestión alguna. En lo que toca al paciente, debe evitársele cualquier información sobre su estado de salud, manteniendo siempre el misterio que permite disponer con toda libertad tratamientos y medicinas, experimentar nuevos métodos, recurrir a viejos remedios, en fin, hacer uso de la imaginación.
Bien asentados estos principios, el paso a la práctica es casi una cuestión de instinto. Es el propio paciente quien inspira los procedimientos con los cuales será tratado. De ahí la importancia de las primeras observaciones que ofrece el inminente hospitalizado. El individuo o la individua puede haber llegado al hospital con la idea de una consulta externa, idea que debe de inmediato borrársele de la cabeza así sea con la amenaza de que su vida está en juego. Por ningún motivo se debe dejar escapar un prometedor cliente. Una vez asegurado su internamiento, el personal médico puede frotarse las manos y proceder a todo tipo de métodos.
El paciente da la pauta. Por ejemplo, para un tipo que llega quejándose de no haber dormido desde hace días y caerse de sueño, el tratamiento médico es evidente: análisis inmediatos para asegurarse que el insomnio no ha generado otros trastornos. El abanico de posibilidades autoriza examen de la vista, electrocardiograma, tomas de sangre, radiografías, escáneres, en suma, todo un repertorio de medidas que obligan al pobre insomne a mantenerse de pie cayéndose de sueño. Una mujer que se arrastra al dirigirse a la recepción del hospital, sofocada por la dificultad para respirar, es conectada a tubos de oxígeno que la mantienen inmóvil, incapaz de evadirse del establecimiento de salud. Pueden comenzarse, entonces, todo tipo de análisis, desde toma de pulso hasta escáner de pulmones: la sensación de asfixia aumenta pero el oxígeno no falta… ni la esperanza. Gracias a los progresos de la tecnología, sofisticados aparatos se acumulan sin gran uso en los hospitales en espera y para beneficio del paciente ideal: el durable. El que se mantiene vivo y enfermo.