Entrevista imposible con Natalia Ginzburg
Marco Antonio Campos
En octubre de 1972, en una reunión en un departamento de Roma a la que llegué de rebote, conocí de casualidad, si la causalidad existe, a Natalia Ginzburg. Nunca había oído su nombre, pero mucha de la gente allí reunida, como asombrada, decía: “Ahí está la Ginzburg…” Pregunté quién era: “Una gran escritora.” Conversé con ella y me halagó diciéndome a mis veintitrés años, no que yo hablaba, pero que pronunciaba como un italiano. Le comenté sobre una entrevista para México y me dijo que sí… pero cuando la leyera. Le pregunté si podía recibirme en su casa. “Vaya el domingo a las once de la mañana.”
Se lo comenté en la embajada de México a Ninfa Santos, uno de los arcángeles mayores que conocí en mi vida, y se entusiasmó. Había leído todo Natalia Ginzburg. Me pidió ir conmigo, y claro, llegamos juntos. De aquella conversación de una hora recuerdo dos cosas: a una tímida y emocionada Ninfa Santos que decía a la Ginzburg cómo le conmovían sus libros, en especial Lessico familiare. Natalia sonreía con dulzura ante la tímida y emocionada Ninfa. La segunda, en una de tantas, le pregunté cómo era Cesare Pavese. “Difícil –repuso–, pero lo que yo no entendía era por qué trataba a veces mejor a quienes podían atacarlo que a sus amigos.” Me pareció durísimo. Le dije de nuevo que debía hacerle una entrevista, que en México no la conocían, y me contestó de nuevo que sí…, cuando la leyera.
Pese a mis regresos a Italia, y claro, a Roma, nunca volví a ver a esa mujer fascinadora de quien Eugenio Montale dijo famosamente: “Natalia se confiesa fastidiada e incompetente en cuestiones de música, de pintura y de todo aquello que no sea poesía, y sobre todo de ser incapaz de vivir una vida que no sea en la poesía.”
Anhelaría que la Ginzburg, si viviera, tomara este artículo por la entrevista que no pude hacerle.
MAC